Piquiponadas, las meteduras de pata de Juan Pich i Pon

A todos nos ha pasado alguna vez que hemos cometido algún lapsus verbal, como decir una palabra cuando hemos querido decir otra o confundir el significado de algún término. Para las personas del común estos errores no tienen mayor importancia (salvo el rato de risa de los presentes a tu costa), pero para un personaje público las consecuencias pueden ser nefastas. Y más si estos lapsus se cometen en algún acto oficial, rodeado de cientos de personas y con la prensa tomando nota de todas y cada una de tus palabras. Y si hay un tipo de personajes públicos en los que estos errores pueden tener graves consecuencias es en los políticos.

Juan Pich i Pon con la vara de Alcalde de Barcelona
Tal es el caso de nuestro personaje de hoy, Juan Pich i Pon. Este político catalán de principios del siglo XX cometía errores lingüísticos sin parar, hasta el punto de que se acuñó el término piquiponadas (también llamadas piquiponianas) para referirse a sus legendarias meteduras de pata (y por extensión, a cualquier error grave que se cometía al decir algo). En su caso, los errores no eran causados por un simple despiste, sino por su notoria falta de cultura. Esta es la semblanza de este político singular, acompañadas de una breve colección de sus piquiponadas.

El analfabeto que llegó a ser alcalde

De familia muy humilde, Juan Pich i Pon nació en Barcelona en 1878. Al ser de familia pobre, no pudo ir a la escuela y de hecho era casi analfabeto. Ya desde niño tuvo que ponerse a trabajar, y al cabo de poco tiempo se hizo lampista. Sin embargo, una serie de afortunados negocios le procuraron una gran fortuna, llegando a convertirse en uno de los principales empresarios del sector eléctrico de Cataluña. Su gran golpe de suerte llegó cuando obtuvo del Ayuntamiento de Barcelona un importante contrato para el mantenimiento del alumbrado público.

Haciendo como que escribía
Cuando digo que era casi analfabeto no estoy exagerando. Apenas sabía leer y escribir, y él mismo decía “Yo no sé firmar, pero sé hacer mucho dinero”. Aun así, su paso a la política fue exitoso. Miembro del Partido Radical de Alejandro Lerroux desde casi su fundación, obtuvo importantes cargos a lo largo de su vida. La mayoría de las veces, esos cargos le llegaban por nombramiento directo gracias a sus contactos. De este modo, fue concejal en el Ayuntamiento de Barcelona, diputado provincial, alcalde accidental de la ciudad, presidente de la Cámara de la Propiedad Urbana y hasta senador y diputado en Cortes. En 1929 fue comisario de la Exposición Internacional de Barcelona. Por cierto, cuando recibió al rey Alfonso XIII en dicho evento le soltó: “Majestad, a vuestros pies la ubre” (por “urbe”).

Exposición Universal de Barcelona, Palacio de Proyecciones
Pero sus mayores logros los consiguió durante la II República. En 1933 fue nombrado Subsecretario de Marina. En 1935 fue designado alcalde de Barcelona y poco después Gobernador General de Cataluña (cargo en el que ejercía la gestión general de la región después de la suspensión de la Generalitat en octubre de 1934). El fin de su carrera política llegó cuando fue implicado en el escándalo del “Estraperlo” (ruleta ilegal que se empezó a jugar en algunos sitios de España gracias a sobornos y a que algunos políticos se llevaban un porcentaje del negocio). La caída de Pich i Pon supuso el hundimiento de su partido en Cataluña. Murió en 1937 en Francia, después de exiliarse poco después del comienzo de la Guerra Civil Española.

Edificio Pich i Pon
Como político tuvo un marcado carácter populista y siempre estuvo al servicio de los intereses empresariales de la ciudad, especialmente de los especuladores del suelo. Una de sus frases más conocidas fue cuando, contemplando la ciudad desde el Tibidabo, exclamó: “¡Cuánta propiedad urbana!”. Su populismo le llevaba a veces a meterse en discusiones callejeras, como cuando intentó terciar entre dos señoras que discutían en la calle acerca de quién había sido el mayor tirano de todos los tiempos. Una decía que Primo de Rivera, mientras que otra sostenía que Mussolini era mucho peor. Las señoras fueron remontándose en el tiempo hasta nada menos que Calígula y Nerón, momento en que Pich i Pon intervino para zanjar el asunto con esta frase: “Vamos a dejarnos de zarandajas, señoras. El tirano mayor de la historia fue el Tirano de Bergerac”. Con esta cita iniciamos lo que le haría tremendamente famoso en su tiempo: las piquiponadas.

Las piquiponadas

Como ya hemos dicho, Pich i Pon era casi analfabeto. Sin embargo trataba de suplir su falta de cultura utilizando palabras grandilocuentes, de las que muchas veces desconocía su significado. De esta forma, no era raro que metiera la pata con mucha frecuencia. Se cuenta que llegó a decir “cacatúas” por “estatuas”, “fósforos” en lugar de “forofos”, o que cuando le preguntaban por su éxito en los negocios respondía “mi secreto son las tres emes: ministración, ministración y ministración” (por “administración”). Naturalmente, al ser un personaje público sus errores de lenguaje se notaban mucho. Así, por ejemplo, en uno de sus primeros actos soltó “Al oír cantar La Marsellesa, se me erizan los pelos del corazón”, o en una sesión del Ayuntamiento de Barcelona dijo “Bueno, empecemos con la A: Acienda”. Se hizo también muy famoso algo que dijo en un encendido discurso: “Por fin me han ajusticiado” en lugar de “me han hecho justicia”.

Pich i Pon con Companys
No obstante, el propio interesado se lo tomaba con humor y se reía de sus pifias. Solía decir “El otro día dije una de órgano” (en lugar de “órdago”). Y es que era analfabeto, pero no tonto, y se daba cuenta perfectamente de que esos errores servían para que sus adversarios le atacaran, pero también aumentaban su popularidad. Hasta tal punto se hicieron populares las meteduras de pata de Pich i Pon que la revista El Mirador pagaba tres pesetas a cada lector que le mandara una de sus frases digna de ser publicada. Claro que esto propició que algunas fueran inventadas por los propios periodistas, de modo que hoy en día se hace difícil distinguir las que realmente dijo de las que no. Entre las que falsamente se pusieron en su boca se encuentran algunas tales como la batalla de “Waterpolo”, el conflicto "nipojaponés", la guerra "anglobritánica", “lengua vespertina” (por “viperina”), “luz genital” (por “cenital”) o las cosas servidas en pequeñas "diócesis" (en lugar de “dosis”). Pero sin duda la de mayor ingenio entre las inventadas era la que narraba que en una inauguración, espada en mano, exclamó “¿A que parezco un radiador romano?”.

Ruleta de estraperlo
Pero no crean que las que realmente dijo van a la zaga de las inventadas. De un amigo comentó que se presentaba por la “circuncisión” (en lugar de “circunscripción”) de Barcelona. En la inauguración de unas obras comentó que “Estas obras me han costado un huevo”; cuando observó la expresión de algunas de las damas presentes trató de arreglarlo y añadió “…de la cara”. Siendo presidente de la Comisión de Parques y Jardines de Barcelona visitó el Parque de la Ciutadella, que por entonces contaba con un pequeño zoológico; cuando el director del mismo le comentó la conveniencia de comprar una pequeña góndola para solaz de los visitantes, Pich i Pon dijo con entusiasmo “Sí, pero no una, sino dos: un macho y una hembra. ¡Que críen, que críen!”. Ante un debate en el Ayuntamiento que se alargaba más de lo necesario le soltó a los presentes “Señores, esto es un circuito vicioso” (por “círculo vicioso”).

Pich i Pon en 1935
Naturalmente, sus meteduras de pata eran mayores conforme más importante era el tema que trataba. Por ejemplo, discutiendo sobre la Primera Guerra Mundial y de si Barcelona era anglófila o anglófoba, cortó con sequedad: “Aquí no hay bifias ni bofias, aquí todos somos hermafroditas” (supongo que quiso decir “Aquí no hay filias ni fobias, aquí todos somos hermanos”). O como cuando dio un encendido discurso abordando el tema de la emigración: “Lo necesario sería que cada uno viviera en su propia tierra. Entonces, seguramente, comenzaríamos a estar bien. Los franceses, en Francia; los ingleses, en Inglaterra; los murcianos, en Murcia; y los belgas, en Belgrado”. O mi favorita, que a estas alturas sigo siendo incapaz de descifrar con seguridad: “Soy partidario del homosexualismo, es decir, de que hombres y mujeres puedan amarse y dejarse cuando les parezca bien”. Supongo que por “homosexualismo” se refería a “amor libre”.

Con la vara de Alcalde
A estas alturas habrá quien piense que todo esto no era más que una pose. Sin embargo, en su vida personal cometía los mismos lapsus. Claro que él no los llamaba lapsus (y así fue como disculpó un error del político Bosch Labrús en un discurso diciendo “Fue un simple lapislázuli”). Por ejemplo, en un día de mucho calor comentó “Este calor es impropio de estos días. Parece que hayamos entrado en plena Calígula” (por “canícula”). O saliendo de un entierro civil comentó “Llegará un día en que los entierros se harán sin curas y sin difunto”, y después de ir a otro dijo “Yo y otro regidor estuvimos allí de cuerpo presente”. Defendiendo la unidad familiar y el sacrosanto hogar le dijo a un interlocutor “No he sido hombre de ir con mujeres: sólo con mi esposa y mis hijas” (a saber qué pensaba que eran su esposa y sus hijas). A Ortega y Gasset le comentó que era “el antílope” (por “la antítesis”) de su deportista hermano Eduardo. Una vez dijo de alguien que era “más sórdido que una tapia”. Pero la palma se la lleva la presentación que hizo de un sobrino que coleccionaba sellos: “Y aquí mi sobrino, que es sifilítico”; el sorprendido sobrino le corrigió enseguida diciendo “Filatélico, tío, filatélico”.

Los “imitadores” de Pich i Pon

El caso de Juan Pich i Pon es excepcional, tanto por la cantidad como por la enormidad de sus meteduras de pata; sin embargo no es el único. Personajes importantes y conocidos de la política han soltado en público sus exabruptos, y naturalmente alguien ha estado atento para recogerlos. Por ejemplo, el político catalán Josep María Santacreu declaró durante la Transición Española que “Si las cosas se ponen mal en este país, cojo el barco y me voy a Suiza”. Pero si hay un caso similar en cuanto al número de errores es el de otro alcalde de Barcelona, Joan Clos. Clos era consciente de sus lapsus lingüísticos, y seguramente incluso le divertían. Lo suyo no fueron los estrenos de cargo. Cuando tomó posesión como alcalde de Barcelona tras derrotar a Convergencia i Unió en las elecciones de 1999, dijo: “Prometo ejercer el cargo por mi conciencia y unión”, en lugar de “honor”. Y al estrenar la cartera de ministro de Industria, juró como ministro de Justicia. Estos son sólo dos ejemplos, ya que los gazapos de Clos también han sido dignos de colección. Muchos de ellos están recogidos en el libro L'hereu d’un trencaclosques (El heredero de un rompecabezas) de Joaquim M. Pujals.

Joan Clos
Sin duda este tipo de gazapos se han multiplicado en los últimos tiempos, debido principalmente a que los medios para recogerlos son mayores que antaño. Esto nos ha permitido tener abundantes muestras de este tipo de frases. Así, por ejemplo, el que fuera Presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero entre 2004 y 2011 nos dejó perlas tales como “Estoy muy a gusto y muy tranquilo porque tenemos un Rey bastante republicano” o “Por tanto, hemos hecho un acuerdo para estimular, para favorecer, para follar...para apoyar ese turismo”. Y sus ministros no le anduvieron a la zaga. El que fuera ministro de Fomento José Blanco soltó “Yo, como sé de lo que hablo, me callo” y la que fuera nada menos que su ministra de Cultura Carmen Calvo nos regaló joyas como “Antes de cocinera he sido fraila (sic)” o “Para mí usted nunca será Dixie o Pixie” (respondiendo ante la expresión “Calvo dixit”).

José Luis Rodríguez Zapatero
Claro que el sucesor de Zapatero en el cargo, Mariano Rajoy, también nos ha dejado muestras de sus meteduras de pata. Frases tales como “Tenemos que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas, porque lo que no va a hacer nunca una máquina es fabricar máquinas”, “Las decisiones se toman en el momento de tomarse”, “España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles”, “Una cosa es ser solidario, y otra es serlo a cambio de nada”, “La cerámica de Talavera no es cosa menor. Dicho de otra manera, es cosa mayor” o la impagable “es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde” dan muestra de su incontrolada verborrea.

Mariano Rajoy
Pero no se crean que este tipo de cosas pasan sólo en España. Dirigentes internacionales también nos han legado frases para la posteridad. Por ejemplo, el Presidente boliviano Evo Morales nos dejó la siguiente: “El pollo que comemos está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones en su ser como hombres”; el Presidente de Venezuela Nicolás Maduro soltó “Hay que meterse escuela por escuela, niño por niño, liceo por liceo, comunidad por comunidad. Meternos allí, multiplicarnos, así como Cristo multiplicó los penes… perdón, los peces y los panes”; y el expresidente argentino Carlos Menem dijo “Acá no se trata de sacarle a los ricos para darle a los pobres, como hacía Robinson Crusoe”. Pero el gran filón internacional de meteduras de pata ha sido en los últimos tiempos el Presidente norteamericano George W. Bush. Acabo el artículo con unas muestras: “Es tiempo para la raza humana de entrar en el sistema solar”, “Tengo el honor de estrechar la mano de un ciudadano valiente iraquí, quien tiene su mano cortada por Saddam Hussein”, “Hay que tener una política exterior orientada hacia el extranjero”, “Si te despiden, te quedas sin empleo al ciento por ciento” y mi favorita, la que dirigió al mandatario brasileño Fernando Cardoso: “¿Ustedes también tienen negros?”.
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Las cuatro bodas de Fernando VII

De todos los reyes que ha tenido España, nadie suscita un juicio negativo más unánime que Fernando VII. A pesar de gozar de una gran popularidad al comienzo de su reinado (no en vano era llamado “el Deseado”), sus acciones le llevaron a granjearse la antipatía generalizada. Y no es para menos; era cobarde, vago, inculto, maleducado, servil y desagradable. En lugar de intentar modernizar el país para intentar ponerlo a la altura de sus grandes rivales europeos Francia y Gran Bretaña, dedicó gran parte de su reinado a perseguir con saña a los liberales. Reinó sola y exclusivamente para su propia supervivencia. Y para colmo, durante su reinado se consumó la desaparición del Imperio español en ultramar, ya que la mayor parte de los territorios americanos se sublevaron y se declararon independientes.

Fernando VII en todo su esplendor
Sin embargo, en este artículo no analizaremos su nefasta gestión, sino que nos centraremos en las vicisitudes matrimoniales del que luego fue conocido como “el Rey Felón”. Que no son pocas. Casado en cuatro ocasiones, ninguna de sus esposas pudo darle el ansiado heredero varón. Y eso que por aquel entonces los matrimonios reales sólo tenían la función de asegurar la descendencia del rey y garantizar la continuidad de la dinastía. Todo eso hizo que, a su muerte, el trono fuese heredado por su hija Isabel y que el infante Carlos María Isidro, hermano del soberano, no estuviese muy de acuerdo con la situación. Comenzaron entonces las Guerras Carlistas, una serie de conflictos que desangraron el país a lo largo de todo el siglo XIX. Otro fracaso más del que, sin duda, es considerado el peor rey de la Historia de España.

Un rey a una deformidad genital pegado

Fernando VII era un cúmulo de defectos. Se cuenta, entre otras cosas, que era cobarde y servil, de ahí que durante su cautiverio en Bayona bajo Napoleón llegara a solicitarle al emperador francés que lo adoptara como hijo. Se cuenta además que era un inculto (y lo que es peor, que no tenía interés en dejar de serlo), lo que provocó una sangrante anécdota con el Duque de Wellington. Las tropas de éste habían capturado un convoy con más de 100 cuadros, auténticas obras maestras de la pintura española, que José Bonaparte se llevaba a Francia tras su derrota, y el Duque pidió instrucciones sobre cómo trasladarlos a sus lugares de origen; Fernando VII le contestó que no se molestara y que se quedara con ellos (dichos cuadros constituyen hoy el núcleo del Museo de Wellington en Aspley House). Se cuenta también que era vago, maleducado, vengativo y de modales bruscos y chabacanos.

Fernando VII
Pero de todos sus defectos, el que hoy nos importa era que tenía una deformidad genital llamada macrosomía, lo que hacía que su pene tuviera un tamaño monstruoso. Prosper Mérimée lo describía así: “Fino como una barra de lacre en su base, tan gordo como el puño en su extremidad, y tan largo como un taco de billar”. Esta deformidad, fruto de la costumbre real de casarse parientes carnales con parientes carnales, provocaba que tuviera dificultades a la hora de mantener relaciones sexuales con sus esposas, y es muy posible que los desgarros internos que les provocaba pudieran haber sido la causa de tantos abortos y de sus propias muertes.

Reproducción del cojín del rey
Con el tiempo, se intentó poner un remedio a esta incómoda situación del monarca, de modo que se convocó a la corte a los mejores médicos del país. El problema era que la política que había seguido el rey de exiliar o ajusticiar a todos los que olieran a liberales hizo que los mejores estuvieran en el extranjero o muertos, de modo que los que quedaban en España eran mediocres, por decirlo de manera amable. Lo único que se les ocurrió fue confeccionar un cojín con un agujero en medio. Dicho cojín serviría de tope al soberano cuando se encontrara en plena faena de intentar fabricar un heredero. Claro que hubo que esperar al cuarto matrimonio del rey para que se pusiera en marcha dicho invento.

La primera esposa y el bordado de zapatillas

En 1802, y siendo todavía Príncipe de Asturias, a Fernando lo casaron con su prima María Antonia de Nápoles. La novia era bastante agraciada, todo lo contrario que el novio. La prueba de ello está en la carta que María Antonia escribió a su hermano, donde decía: “Bajo del coche y veo al príncipe: creí desmayarme; en el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original, es un Adonis”. Esto fue lo más bonito que le dedicó, ya que en otras cartas a su madre lo calificaba de feo, bruto, rechoncho, de piernas torcidas y antipático. Pero lo peor no era eso, sino que a Fernando, a pesar de ser mayor de edad, nadie le había explicado qué era lo que tenía que hacer con su esposa en el lecho.

María Antonia de Nápoles
En efecto, en la noche de bodas, y una vez llegados ambos al momento de la verdad, la novia se desprendió de sus ropas y se tendió en la cama. Fernando, al ver a su esposa desnuda, empezó a soltar grititos, y acto seguido se lanzó a sus pechos. Se agarró fuertemente a ellos y empezó a darles chupetones como si fuese un bebé. Al cabo de un rato, cansado de tanta salivación, se levantó y empezó a realizar su afición favorita: bordar zapatillas. Como es natural, María Antonia no tardó en escribir a su madre contándole que su marido, además de feo, era tonto. Y es que el bueno de Fernando estuvo 7 meses bordando zapatillas y siendo el hazmerreír de todas las cortes europeas, hasta que su padre lo cogió aparte y le explicó lo que tenía que hacer.

Carlos IV, padre de Fernando
Fernando, una vez aleccionado, recuperó el tiempo perdido y lo que antes eran quejas por la falta de acción se tornaron en quejas por las continuas ganas de copular que mostraba el heredero. Dos abortos sufrió la pobre muchacha durante su matrimonio, lo que hizo que se ganara el desprecio de su suegra. La vida de la pobre María Antonia se volvió aún más infernal de lo que ya era, hasta que en 1806 murió de tuberculosis. Aunque no faltaron las malas lenguas que dijeron que murió envenenada y que su marido y su suegra habían introducido un alacrán en su cama cuando estaba moribunda.

La segunda esposa y los disfraces

Diez años permaneció viudo el ya rey Fernando VII hasta que volvió a casarse; esta vez con su sobrina Isabel de Braganza. La pobre no era muy agraciada, pero lo compensaba con una gran dulzura de carácter. Sin embargo, y aunque hacía todo lo posible por complacer a su marido, éste no estaba demasiado interesado en los insulsos encuentros con su esposa. Al rey lo que le gustaba era disfrazarse y salir por las noches con sus amigos, tanto para enterarse de los cotilleos sobre su persona como para irse después a los prostíbulos madrileños. Al parecer, su favorito era el de Pepa la Malagueña, donde hacía competiciones para ver quien la tenía más grande y, por supuesto, hacía uso de los servicios propios del lugar.

Isabel de Braganza
Para tratar de atraer la atención de su marido, la reina también se disfrazaba: se vestía, maquillaba y peinaba como una meretriz, y a la hora aproximada en que el rey volvía de juerga, se plantaba en lo alto de la escalera y lo esperaba con dos claveles reventones en el moño. Fernando, al que al parecer le sobraban energías, cuando veía a su esposa de esta manera se tiraba hacia ella y la poseía allí mismo. No obstante, el rey seguía prefiriendo lo que encontraba fuera antes que lo que tenía en casa, de modo que las salidas nocturnas continuaron. Aun así, la reina quedó embarazada, pero la niña que tuvo murió a los cuatro meses. Un segundo embarazo supuso la muerte de la pobre Isabel, ya que los médicos le practicaron una cesárea de urgencia creyéndola muerta, cuando en realidad todavía estaba viva (para un relato de su muerte, véase este artículo).

La tercera esposa y la apertura de la puerta que no debía

Nuevamente viudo y sin un heredero, a Fernando le entró la prisa por casarse de nuevo. La elegida fue esta vez una muchacha de 15 años llamada María Josefa Amalia de Sajonia. Quizá la mejor descripción que pueda hacerse de la novia es que era muy beata, inocente y totalmente ignorante de los misterios de la vida. Huérfana de madre a los 3 meses, había sido educada de forma estricta en un convento y nadie se había preocupado de ponerla en antecedentes de lo que debía hacer con su esposo. Con estos mimbres, el desastre estaba asegurado. Y así fue. Conocemos el relato de la noche de bodas por una carta que el escritor francés Prosper Mérimée le escribió a su amigo Stendhal, en la que se narra con un gran lujo de detalles lo que ocurrió.

María Josefa Amalia de Sajonia
Era costumbre por entonces que justo antes de comenzar la noche de bodas, la princesa de sangre ya casada y más cercana en categoría al rey pasase quince minutos con la novia explicándole lo que sucedería después. Ese papel correspondía a María Teresa de Braganza, hermana de la anterior esposa de Fernando. Sin embargo, llegado el momento, la cuñada del rey se negó a ejercer tal función ya que no quería “tener que lidiar con las cosas íntimas de aquella alemana que venía a sustituir a su hermana”. A falta de la princesa, la función debía de ser cumplida por la camarera mayor. No obstante, ésta también se negó, alegando que “nunca se había fijado en las cosas que su marido le hacía en la cama”. Así pues, cuando Fernando entró en la alcoba la novia seguía tan ignorante como cuando la sacaron del convento (según Mérimée, desconocía “cosas que conocen en España incluso las niñas de ocho años”)

María Teresa de Braganza
El rey empezó a toquetearla sin miramientos y ella, horrorizada, salió corriendo por la habitación. Fernando, en su afán de perseguirla, tropezaba continuamente con todos los muebles y caía de bruces al suelo. A la situación no ayudaba el hecho de que la recién casada no entendiera el español y que el rey no hablara una sola palabra de alemán. Tras un rato de persecuciones Fernando, visiblemente encolerizado, llamó a su cuñada y a la camarera mayor, las cubrió de insultos (Mérimée dice que las llamó por las palabras que empiezan por P y B. Es de suponer que serían “putains” y “brutes”) y les ordenó que debían tener lista a la novia en un cuarto de hora. Mientras lo hacían, él se salió al pasillo a pasearse mientras fumaba un cigarro.

Prosper Mérimée
Las damas trataron de tranquilizar a la novia, pero parece ser que consiguieron justo lo contrario: asustarla aún más. De modo que, cuando Fernando entró en la habitación, una aterrorizada novia le esperaba en la cama. Ahora el rey no encontró resistencia, pero “a su primer esfuerzo para abrir una puerta, abrióse con toda naturalidad la de al lado y manchó las sábanas con un color muy distinto al que se espera después de una noche de bodas”. Asqueado, Fernando se negó a ver a su esposa durante una semana. Claro que tampoco tuvo importancia, porque pasada esa semana la reina se negó en redondo a tener relaciones conyugales con su esposo.

Pío VII
Para ella, lo que pretendía el monarca era pecado mortal, y cuando se le explicaba la necesidad de un heredero, replicaba con toda seriedad que se pondría de inmediato a escribir una carta a la cigüeña y que el heredero estaría en la corte en un santiamén. Un encolerizado Fernando escribió al Papa exigiéndole que anulara su matrimonio por negarse la novia a consumarlo. Pío VII tuvo que intervenir asegurando a María Josefa Amalia que las relaciones entre esposos no eran pecado, y que no podía negarse a ellas. No obstante, la reina arrancó una concesión a su esposo: antes de realizar las labores conyugales, debían rezar juntos un rosario. Diez años estuvieron casados, en los que la reina no quedó embarazada ni una sola vez; pero es de suponer que ambos esposos rezaron juntos muchos rosarios.

La cuarta esposa y el ansiado heredero, ¿o no?

Viudo por tercera vez, con 45 años a sus espaldas, y todavía sin nadie que heredara el trono, Fernando necesitaba otra esposa; así que la corte empezó de inmediato a buscarla. Cuando le dijeron al rey que la mejor colocada tenía el mismo origen alemán que la anterior, a Fernando le salió del alma lo siguiente: “¡No más rosarios ni versitos, coño!”. Así que finalmente eligieron a su sobrina María Cristina de Borbón. A diferencia de las veces anteriores, la nueva reina era una joven de 23 años “ardiente e infatigable en sus juegos y escarceos amorosos” mientras que el rey era poco menos que un vejestorio, de modo que cada vez que tenía un encuentro sexual con ella, salía de la habitación resoplando y agotado.

María Cristina de Borbón
Ya estaba en funcionamiento el artefacto del que hablamos al principio de este artículo (el cojín con un agujero en medio). Así que, entre el invento y la fatiga el rey pudo por fin engendrar dos vástagos que sobrevivieran lo suficiente. O mejor dicho, dos “vástagas”. Al poco tiempo de la boda María Cristina quedó embarazada y 9 meses después nació la que sería conocida posteriormente como Isabel II. Poco después nacería otra niña, Luisa Fernanda. El problema era que no tenían el sexo adecuado, y el hermano del rey, Carlos María Isidro, no estaba dispuesto a que nadie del sexo femenino le arrebatara lo que él consideraba suyo: nada menos que el trono de España.

Isabel II
Fernando murió al cabo de poco tiempo, cuando sólo habían pasado tres años desde su último matrimonio. Y estoy seguro de que algunas de las últimas cosas que se le pasaron por la cabeza fueron lo feliz que había sido bordando zapatillas, las competiciones en el burdel de Pepa la Malagueña, la horrible noche de bodas que pasó aquel no tan lejano 20 de octubre de 1819 con aquella alemana que sólo sabía rezar rosarios y hacer versitos, y la constatación de su fracaso como rey.
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Charles de Beaumont, el espía de sexo misterioso

En un artículo anterior repasamos la vida de John Rykener, un transexual que vivió en la Inglaterra del siglo XIV. No es el único caso de la Historia en que se ha producido un fenómeno de transexualidad o travestismo, pero en todos ellos aparece un denominador común: este fenómeno era rechazado por la sociedad, llegándose a juzgar y condenar a los que los practicaban a condenas muy duras. En ocasiones, hasta a la pena de muerte. Por eso cabe preguntarse algo: ¿cuándo fue socialmente aceptado este fenómeno? O en otras palabras, ¿quién fue el primer travestí que no suscitó el rechazo de cuantos les rodeaban? La respuesta, probablemente, sea Charles de Beaumont.

Las dos personalidades de Charles de Beaumont
Este personaje, conocido en algunas ocasiones como el Chevalier d’Éon y en otras como Mademoiselle de Beaumont (según actuara con un rol masculino o femenino), tuvo la particularidad de pasar sus primeros 49 años de vida actuando como un hombre y sus últimos 33 viviendo como una mujer. Su vida fue apasionante, ya que ejerció como espía, diplomático y militar al servicio de Luis XV de Francia, destacando en sus misiones de inteligencia. Sin embargo, toda su labor quedó eclipsada por el misterio que suscitaba su verdadero sexo. Se cruzaron cuantiosas apuestas sobre ello, llegándose a especular con que era un auténtico hermafrodita. Esta es la historia de su increíble vida.

Un espía al servicio de Su Majestad

El 5 de octubre de 1728, en Tonerre, vino al mundo un precioso niño en el hogar del jurista Louis d’Éon de Beaumont, Director de Fincas del rey Luis XV. La familia pertenecía a la llamada nobleza de toga, un estado que se confería por el ejercicio de un cargo público al servicio de la corona (en contraposición a la nobleza tradicional, llamada nobleza de espada). El recién nacido fue bautizado con los nombres de Charles Geneviève Louise Auguste Andrée Timothée (es decir, Carlos Genoveva Luisa Augusto Andrea Timoteo). Llama poderosamente la atención que la criatura recibiera tres nombres masculinos y tres nombres femeninos, cuando para todo el mundo era un niño y no una niña.

Retrato de Beaumont por Thomas Stewart
En 1743 comenzó sus estudios en su localidad natal, aunque pronto viajó a París a estudiar leyes en el prestigioso Colegio Mazarino. Con sólo 20 años se convirtió en un brillante abogado tras graduarse con excelentes calificaciones, y empezó a trabajar como letrado en el Parlamento de París. Tenía aficiones literarias, por lo que comenzó a colaborar en la revista “L’année littéraire”, que se enfrentaba a los enciclopedistas, y publicó un ensayo llamado “Consideraciones Históricas y Políticas”. Dicho ensayo llamó la atención del rey, que le nombró Censor Real para la Historia y las Bellas Artes.

Luis XV
El joven Beaumont no sólo dedicaba su tiempo a las leyes. También se convirtió en un experto esgrimista y en un hábil jinete, cualidades que le vendrían muy bien en el futuro. A lo que no dedicaba su tiempo era a las mujeres, pues su apatía hacia el sexo opuesto era total. Este hecho, junto a que no tuviera vello facial y que poseyera algunos rasgos femeninos, no llamaba demasiado la atención, pues se pensaba que era un joven remilgado más de los muchos que poblaban París en aquel entonces. Lo que sí llamó la atención fue su ingenio y elegancia, lo que hizo que el príncipe de Conti lo introdujera en Le secret du roi (“el secreto del rey”, también llamado “Gabinete Negro”), una especie de gabinete en la sombra que hacía misiones de espionaje para el rey. Beaumont acababa de convertirse en espía al servicio de Luis XV.

Misión en Rusia

La primera misión que se le encomendó a Beaumont fue introducirse en la corte de la zarina de Rusia Isabel I Petrovna y ganarse su confianza. Francia deseaba una alianza con Rusia, pero se encontraba con las reticencias del Primer Ministro ruso. Introducirse en el círculo íntimo de la zarina era imposible para un hombre, por lo que se decidió que Beaumont fuera a la corte vestido de mujer y haciéndose llamar Mademoiselle Lía de Beaumont. Gracias a sus exquisitas maneras y su gracia, la señorita Beaumont se ganó la confianza de la zarina y pronto se convirtió en su lectora. Esa cercanía con la soberana le permitió influir para que el Primer Ministro fuera destituido y sustituido por otro más proclive a aliarse con Francia.

Isabel I Petrovna
El éxito de la misión fue tal que Luis XV le hizo regresar a Francia y le encomendó otras misiones. Pero al poco tiempo volvió a enviarlo a Rusia, sólo que esta vez vestido de hombre y presentándose como el hermano de la señorita Lía de Beaumont, que tan grato recuerdo había dejado en la zarina. Esto le permitió volver a ganarse su confianza. No se conoce ningún caso en que un mismo agente realizara sucesivamente dos misiones en el mismo lugar, una vestida de mujer y otra de hombre, y que ambas tuvieran éxito. No obstante, empezaron a extenderse por París rumores acerca de su sexualidad. Beaumont había interpretado su papel femenino muy bien; demasiado bien, de hecho. Además, no se le conocían conquistas femeninas, cuando pasaba por ser un hombre apuesto y de buena posición.

Retrato de Beaumont como mujer
Sin embargo, esos rumores no llegaban hasta la lejana Rusia. Beaumont estuvo en la corte de los zares hasta 1760, en que volvió a Francia y el rey le nombró capitán de Dragones. Acababa de convertirse en militar, algo que parece ser que le apetecía mucho. Estaba en marcha la Guerra de los Siete Años, considerado el primer conflicto global de la Historia, y el capitán Beaumont marchó a la guerra contra Inglaterra. Participó en algunas batallas, fue herido en varias ocasiones y acreditó sobradamente su valor, coraje y valentía. Regresó a Francia, donde el rey le concedió la más alta condecoración militar francesa: La Cruz de la Orden de San Luis. Desde entonces se convirtió en el Chevalier d’Éon, con una pensión de 12.000 libras anuales; y lo que es más importante, los rumores acerca de su feminidad cesaron.

De embajador en Londres

Beaumont era más útil en misiones diplomáticas y de espionaje que en el frente, así que en 1762 es enviado a Londres en calidad de Ministro Plenipotenciario. Se estaba negociando la paz con Inglaterra, de modo que su papel allí era no sólo diplomático, sino también de espionaje. De este modo, y según la misión que deba llevar a cabo, Beaumont se presentaba bajo el aspecto de hombre o mujer, y documentos de la embajada revelaban que compraba en secreto corsés femeninos. Esta ambigüedad llevó a que los ingleses empezaran a cruzar apuestas sobre su verdadero sexo, apuestas que en 1771 ascendían a la astronómica cifra de 300.000 libras.

Giacomo Casanova
La extraña personalidad de Beaumont llega a oídos de Giacomo Casanova, que le hizo una visita en Londres. Tras salir de la entrevista, el aventurero veneciano declaró que sin lugar a dudas Beaumont era una mujer. Pero el mayor problema para él era que no le caía bien a Madame de Pompadour, la amante del rey. Ésta nombró un nuevo embajador en Londres, el conde de Guerchy, que trató por todos los medios de hacerle la vida imposible a Beaumont. Guerchy contrató a un libelista, que publicó varios panfletos acerca de la ambigüedad sexual de Beaumont, como que no le había salido barba a pesar de tener más de 40 años (cosa que era verdad) o que aprovechaba las libertades inglesas para travestirse.

Madame de Pompadour
Todo esto hizo que Luis XV le retirara la pensión de la que disfrutaba. Beaumont, furioso, publicó en Ámsterdam una obra llamada “Divertimentos del caballero d’Éon sobre varios asuntos de gobierno”, donde revelaba secretos diplomáticos franceses. Las alarmas saltaron en Versalles, pues Beaumont tenía muchos más documentos secretos. El encargado de negociar con él fue nada menos que Pierre-Augustin de Beaumarchais, autor entre otras obras de “El barbero de Sevilla” y "Las bodas de Fígaro" (las versiones teatrales, no las óperas). Tras arduas negociaciones, Beaumarchais consiguió que le devolviera los documentos que tenía en su poder, que Beaumont declarara que en realidad era una mujer (declaración que fue confirmada por varios médicos franceses enviados al efecto), y que su familia había decidido educarla como un hombre para que pudiera heredar las tierras, títulos y rentas de su padre.

Pierre-Augustin de Beaumarchais
A cambio de un acuerdo económico muy ventajoso para el caballero, Beaumont renunció a su carrera militar, se le retiró del servicio activo, se le obligó a residir en Londres y se le prohibió volver a Francia a no ser que fuera vestido de mujer. Desde ese momento, pasó a llamarse Mademoiselle de Beaumont y a vestirse y actuar de acuerdo con el sexo declarado, aunque sin renunciar a las insignias conseguidas por sus servicios a la corona (entre ellas la Cruz de la Orden de San Luis). Las apuestas que se llevaban haciendo en Londres sobre el auténtico sexo de Beaumont se pagaron de inmediato. Todo parecía zanjado, y el asunto empezó a olvidarse.

El exilio y la sorpresa final

En 1774 muere Luis XV y le sucede su nieto Luis XVI. Beaumont se presentó entonces en Francia vestido de capitán de dragones, dispuesto a que le pagaran todos los atrasos y se le reconociera como hombre. El nuevo rey, a instancias de sus ministros Maurepas y Vergennes, se negó en redondo y le renovó la prohibición de vestir como hombre mientras estuviera en Francia. Beaumont se tomó una sutil venganza, ya que cuando fue presentado a la nueva reina María Antonieta “hizo contrastar su vestido de cola larga y sus adornos femeninos con los modales y lenguaje propios de un granadero”, según se recoge en las memorias de Madame Campan, dama de la reina. Se retiró entonces a su localidad natal de Tonerre, siempre vestido como una dama.

María Antonieta
Allí vivió una existencia sin sobresaltos hasta que, aburrido de su nueva vida, decidió trasladarse nuevamente a Londres en 1785. Allí renunció definitivamente a vestirse de hombre y vivió una vida de “Lady”, hasta que el estallido de la Revolución Francesa en 1789 le privó de la pensión que cobraba. Hizo un intento de recuperarla declarando su simpatía hacia los revolucionarios, pero éstos siempre le consideraron un “emigrado” (nombre que se daba a los nobles realistas huidos de la Revolución). Tuvo que ganarse la vida haciendo uso de sus habilidades como esgrimista, retando a duelos de exhibición en los que siempre luchaba vestido de mujer. Sus penurias económicas le llevaron un año a prisión y pasó sus últimos años postrado en una cama a consecuencia de una grave caída.

Duelo de esgrima de Beaumont vestido de mujer
Murió en Londres el 21 de mayo de 1810. Dos días después de su muerte le realizaron la autopsia, y los médicos revelaron que ¡en realidad era un hombre! La declaración de uno de los médicos dice: “Por la presente, yo certifico que he examinado y diseccionado el cuerpo del Caballero d'Éon y que he encontrado sobre ese cuerpo los órganos masculinos perfectamente formados desde todos los puntos de vista”. ¿Se confabularon estos médicos para decir que era del sexo masculino, o lo hicieron quizás los que le examinaron en 1774 y declararon que era una mujer? ¿Por qué declararía el propio interesado que era una mujer si en realidad era un hombre? A día de hoy, el verdadero sexo de Charles de Beaumont continúa siendo un misterio.

Havelock Ellis
Hay quien afirma que Beaumont era un caso extraño de hermafroditismo y que no tenía claro cuál era su verdadero sexo. En cualquier caso, fue un adelantado a su tiempo que exhibió su ambigua sexualidad sin tapujos en una época de grandes prejuicios morales. Su ejemplo sirvió para que el sexólogo Havelock Ellis, a principios del siglo XX, estableciera una identidad sexual “intermedia” distinta de la homosexualidad. Asimismo, y en homenaje al Caballero d’Éon, bautizó con el nombre de Eonismo a la tendencia a vestirse con ropas del sexo opuesto, y a la alteración de conducta que eso conlleva.
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