La Paz de las Tres Vacas

Cada 13 de julio se produce en un rincón de los Pirineos una ceremonia sacada de otro tiempo. Representantes de dos valles, uno a cada lado de la frontera hispano-francesa, y bajo la supervisión de las autoridades de Ansó (Huesca), se reúnen para repetir una tradición centenaria. Se pronuncian palabras de paz, se come en hermandad, y lo más extraño de todo: los franceses entregan a los españoles tres vacas. Todo esto se realiza en cumplimiento de una sentencia arbitral de 1375 que daba fin a un conflicto entre vecinos, conflicto que empezó siendo una discusión de dos ganaderos sobre agua y pastos y acabó en una guerra abierta entre los valles de uno y otro lado de la frontera.

Participantes de la ceremonia a principios del siglo XX
La sentencia arbitral que establece esta ceremonia se considera el tratado de paz en vigor más antiguo de Europa. Y aunque en dicha sentencia se certifica su existencia histórica, la mayoría de historiadores afirma que la entrega de estas tres vacas es bastante anterior. Con la excepción de algunos años en los que las circunstancias políticas y bélicas hicieron imposible que las vacas se entregaran, esta tradición se ha venido manteniendo en el tiempo, siendo hoy muy visitada, ya que el Gobierno Navarro la declaró Bien de Interés Cultural en 2011. Esta es la historia de esa ceremonia, de la guerra que la motivó y de la sentencia arbitral que le puso fin. 

Los antecedentes

Las disputas entre habitantes de los distintos valles de los Pirineos por el uso de las fuentes de agua se llevaban produciendo desde tiempos inmemoriales. De hecho, hay constancia escrita de ellas en el siglo XIII. Estas disputas a veces se solucionaban con pactos orales y otras veces con contratos escritos que recibían el nombre de facerías (de ahí que ahora se utilice ese término para designar los contratos que regulan la explotación de un territorio por parte de varios municipios). Pero fue a finales del siglo siguiente cuando los conflictos se enconaron. Por entonces, el vizconde Gaston de Foix había conseguido la independencia práctica del territorio de Bearn de las soberanías francesa e inglesa, y se produjo un acercamiento al Reino de Navarra.

Gastón III de Foix
La mayor parte de las veces los conflictos eran simples reyertas entre pastores, pero hubo ocasiones en que se produjeron batallas campales (aunque eso sí, entre ejércitos poco numerosos). Así, por ejemplo, se cuenta que en la Batalla de Beotivar de 1321 apenas hubo unos 15 muertos y que poco después hubo otra que se saldó con 35 bajas. El reducido número de víctimas era debido a que los bandos contendientes apenas contaban con unos 200 hombres cada uno. Todos estos enfrentamientos dieron lugar a intentos de mediación de los obispos de Bayona, Olorón, Pamplona y Jaca. Sin embargo, todos los esfuerzos fueron inútiles.

La guerra entre los valles

Todo estalló con mayor virulencia en 1372. Un ganadero del valle del Roncal (en la Navarra española) llamado Pedro Karrika y otro del vecino valle de Baretous (en la Navarra francesa) llamado Pierre Sansoler se enzarzaron en una discusión por el aprovechamiento de una fuente de agua en el monte Arlás. El motivo puede hoy parecernos trivial, pero en aquellos momentos el agua era un bien fundamental para los ganaderos de la zona. La discusión pasó a mayores y Karrika mató a Sansoler. La noticia no tardó en extenderse, y un primo de Sansoler, de nombre Anginar, organizó una expedición para vengarse. Él y unos cuantos amigos fueron a la casa de Karrika dispuestos a matarlo, pero allí no estaba. La que sí estaba era su esposa, que se encontraba embarazada. Después de preguntar sin respuesta por el paradero de su marido, los franceses la mataron.

Roncaleses en traje tradicional
Y la espiral siguió creciendo. Karrika y un grupo de convecinos fueron a la casa de Anginar. Allí se encontraban él y sus compañeros de expedición celebrando su éxito. Todos murieron a manos de los españoles a excepción de una mujer y un niño pequeño, que fueron respetados. A pesar de la masacre, pronto se enteraron los habitantes del pueblo vecino, que organizaron una emboscada para el grupo de Karrika en un desfiladero. Gran parte de los integrantes de la expedición de Karrika, unas veinticinco personas, murieron ese día. Para entonces estaba claro que la macabra rutina de venganzas y contravenganzas iría cada vez a peor, por lo que el rey de Navarra y el vizconde de Foix intentaron infructuosamente arreglar la situación. 

Imagen antigua de la ceremonia de entrega
La escalada continuó imparable, y el conflicto empezó a involucrar a los habitantes de todos los pueblos de ambos valles (y no sólo a los de los dos pueblos de donde eran Karrika y Sansoler). Aparecen entonces en la historia elementos fantásticos. Así, por ejemplo, se cuenta que los franceses estaban siendo dirigidos por un capitán agote de cuatro orejas que ganaba todos los encuentros, hasta que un tal Lucas López de Garde logró atravesarlo con su lanza, haciendo que sus tropas huyeran despavoridas. Finalmente, se produjo la batalla de Aguincea, que se saldó con 53 españoles y 200 franceses muertos. La situación se descontrolaba, así que los habitantes del lado francés pidieron una tregua.

El tratado

En vista de que nadie quería que lo que empezó como una discusión por el agua se convirtiera en una guerra de grandes proporciones, se decidió buscar un mediador que actuara como árbitro en el conflicto. La única condición que se puso fue que dicho árbitro conociera bien las costumbres y las leyes consuetudinarias de ambos valles. Fue así como se eligió para el papel al pueblo de Ansó (Huesca). Como evidentemente todo un pueblo no puede convertirse en mediador, se eligieron “seis omes buenos” (seis hombres buenos) que dilucidarían la cuestión, presididos por el alcalde del pueblo, Sancho García.

Iglesia y balcón de Isaba
Con la autorización del rey de Navarra y del vizconde de Foix, el comité se reunió en la iglesia de San Pedro de Ansó (se pensaba que así estarían inspirados por el Espíritu Santo). Durante tres semanas (entre el 28 de julio y el 18 de agosto de 1375), los seis hombres estudiaron el problema, consultaron los documentos y escucharon a los testigos de una y otra parte. Finalmente llegaron a un acuerdo que fue leído el 16 de octubre en la iglesia de San Pedro. La sentencia a la que se llegó regulaba el uso de las fuentes de agua, establecía los periodos en los que los rebaños de ambos valles podían pastar en el territorio e imponía severas penas a aquellos que incumplieran el tratado. Pero había algo más: establecía la obligación de perdón mutua por las muertes y que cada año, el 13 de julio, los franceses debían entregar a los españoles tres vacas.

Vista de Isaba
Para que todo quedara claro, en la sentencia se especificaba todo sobre las vacas. Habían de ser animales de dos años, no debían tener defectos (“sine macula”) y debían ser iguales (debían tener el mismo “astaje, pelaje y dentaje”, es decir, hasta los cuernos, los pelos y los dientes debían ser idénticos), y no tener tacha ni lesión alguna. Las vacas debían entregarse en la “Piedra de San Martín” (“Pierre de Saint Martin”, en el lado francés). Dicha piedra desapareció en 1858 tras el trazado de límites entre Francia y España, por lo que desde entonces se realiza en el mojón 262 de la actual división fronteriza, junto a la Mesa de los Tres Reyes, cada cual en su territorio. La sentencia especifica que dos de las vacas son para el pueblo de Isaba y la otra se da cada año de forma rotatoria a uno de los tres pueblos del valle del Roncal que participaron en la guerra: Uztárroz, Urzainki y Garde.

Los incidentes en la aplicación del tratado

A pesar de que la sentencia se dictó “por ciento et un aynnos” (lo que en el lenguaje de la época equivalía a decir “para siempre”), el cumplimiento del tratado no ha estado exento de dificultades. Así, por ejemplo, en 1389 hubo de redactarse un complemento tras algunos enfrentamientos entre los vecinos de los dos valles. Asimismo, en 1427 un pavoroso incendio destruyó Isaba (sólo quedaron en pie 25 casas) y los documentos originales se quemaron, por lo que tuvieron que hacerse copias del pacto. Y en 1450 se produjo una nueva crisis cuando los habitantes del Roncal robaron ganado a los baretoneses, que respondieron de igual modo. Asimismo, durante el siglo XVII se produjeron algunas dificultades derivadas de la pérdida de los documentos originales y de la Guerra de los Treinta Años.

La ceremonia despierta gran expectación
En 1793, en plena Revolución Francesa, estalló la Guerra de la Convención (también llamada Guerra del Rosellón) entre España y Francia y la entrega no pudo llevarse a cabo. Sin embargo, los baretoneses estaban dispuestos a seguir la tradición y el 17 de agosto se presentaron con las tres vacas en Isaba. Allí las dejaron junto a una carta en la que afirmaban que la guerra no podía romper el pacto y lo ratificaban con las palabras “Y entre tanto, estamos y correremos con la misma fraternidad o hermandad”. Asimismo, durante la Guerra de la Independencia española fue imposible la entrega, pero se sustituyó por su equivalente en dinero.

Mojón 262 de la frontera
A finales del siglo XIX se empezaron a publicar en los periódicos franceses unas descripciones de la ceremonia que buscaban sublevar a la opinión pública francesa contra este tratado. Así, por ejemplo, “Le Figaro” escribía que todo formaba parte de un tributo de guerra, que los españoles deseaban el conflicto mientras los franceses la paz, que los franceses debían ir descubiertos y sin armas mientras que los españoles iban con fusileros que apuntaban a territorio francés… Todo esto motivó que unas 600 personas subieran para protestar lo que consideraban un insulto. De hecho en 1895, y para evitar males mayores, se intentaron sustituir las vacas por dinero, algo que los roncaleses no aceptaron. Finalmente, las aguas se calmaron cuando los periódicos dejaron el asunto.

Firmando el acta
El último incidente se produjo durante la Segunda Guerra Mundial. Los alemanes, temiendo que los franceses escaparan a España durante la ceremonia, impidieron que se llevara a cabo. En compensación, y una vez acabado el conflicto, los baretoneses dieron durante unos años cuatro vacas en lugar de tres, para compensar las que no se habían entregado durante esos años. Hay que reseñar que en la actualidad, después de la ceremonia que describimos a continuación, las vacas vuelven a su territorio de origen y se paga con su valor en el mercado.

La ceremonia

Toda la ceremonia sucede en el mojón 262 de la frontera (que sustituye a la desaparecida Piedra de San Martín). Allí llegan los roncaleses con su atuendo tradicional (sombrero roncalés, capote negro, valona y calzón corto) y los baretoneses (con traje de domingo y con la banda tricolor francesa cruzada al pecho). Cada parte se queda en su territorio. A continuación el alcalde de Isaba, que preside el acto, pregunta tres veces a los franceses si van a pagar el tributo y los preguntados responden que sí las tres veces. Seguidamente uno de los alcaldes baretoneses coloca la mano derecha sobre la piedra o mojón, después va poniendo la suya encima un roncalés y así se van alternando los demás representantes. El último en posar la suya es el alcalde de Isaba, que pronuncia las palabras “Pax avant, pax avant, pax avant” (Paz en adelante).

Examen de las vacas
Es entonces cuando se entregan las vacas, que son examinadas por el veterinario de Isaba para garantizar que cumplen los requisitos del pacto. Finalmente, el alcalde de Isaba entrega un recibo al alcalde de Baretous. Se levanta acta de toda la ceremonia y todo termina con los roncaleses invitando a un banquete a los baretoneses, con cordero al chilindrón como plato fuerte. Todo el acto transcurre en un ambiente festivo, demostrando que la entrega de las vacas ya nada tiene que ver con la antigua enemistad de siglos pasados y sí con el deseo de cumplir con la tradición del que se considera el tratado de paz en vigor más antiguo de Europa. Y aunque algunos historiadores remontan la entrega del ganado a los tiempos de los cimbrios y no a la sentencia arbitral de 1375, toda la ceremonia nos demuestra que, en los Pirineos, el valor de la palabra es muy fuerte.
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¿A quién se le ocurre morirse así? Segunda parte

En un artículo anterior hablábamos de algunas muertes absurdas de personajes de la Edad Antigua. Continuamos ahora relatando cómo murieron algunos personajes de la Edad Media, siempre con el denominador común de que el tránsito a mejor vida se produjera de forma extraña, chocante o incluso cómica. Y es que, como dijimos en la anterior entrega, no todos mueren de la misma forma, y a menudo la forma de morir no hace justicia a los méritos que en vida tenía el difunto. Pero las cosas son así, y muchas veces se recuerda a alguien más por su extraña muerte que por las acciones en vida.


Sancho II de Castilla, el rey que murió cagando

Además de la muerte, hay otra gran igualadora: las necesidades corporales. Como dice la vieja canción, “en esta vida señores/ sin cagar nadie se escapa/ caga el rico, caga el pobre/ caga el rey y caga el Papa”. Lo difícil es que estas dos grandes igualadoras se presenten al mismo tiempo. Difícil pero no imposible, ya que, según la leyenda, al menos existe un caso en que parece que así ocurrió: la muerte de Sancho II de Castilla.

Todo comenzó con la muerte del rey de León Fernando I en la Nochebuena del año 1065. Según su testamento, el reino sería partido entre sus cinco hijos: al mayor Sancho le correspondió el Condado de Castilla (ascendido desde entonces a reino), al segundo (y favorito) Alfonso le dejó el reino de León, a su otro hijo varón García le legó el reino de Galicia (que entonces comprendía también el norte de Portugal), y a sus dos hijas Elvira y Urraca las ciudades de Toro y Zamora (para una descripción más detallada, véase mi artículo “Consuegra, la batalla donde murió el hijo de El Cid”). Claro está que este testamento no le gustó nada a Sancho, que pensaba que le correspondía todo el reino por derecho de primogenitura. Pero dejó estar todo el asunto mientras su madre, la reina Sancha, viviera.

Muerte de Sancho II, obviando la incómoda posición que adoptaba
En 1067 Sancha pasó a mejor vida, y su hijo mayor se lanzó a reconquistar lo que consideraba suyo. Primero se alió con su hermano Alfonso para derrotar al tercer hermano, García. Tras la victoria (el pobre García tuvo que exiliarse al reino musulmán de Sevilla), volvió sus armas contra Alfonso, al que también derrotó y exilió al reino de Toledo. Su hermana Elvira rindió de buen grado la ciudad de Toro, bien porque estaba de acuerdo con Sancho, bien porque veía cómo se las gastaba su querido hermano mayor. Ya sólo quedaba Zamora para restituir el reino a su antigua extensión. Pero su hermana Urraca iba a ser un hueso duro de roer.

El 1 de marzo de 1072, Sancho comienza el asedio a Zamora. Tras siete meses y seis día de duro cerco (lo que dio lugar a la frase “Zamora no se ganó en una hora”), Sancho estaba desesperado por encontrar una forma de conquistar la ciudad. En tiempos convulsos, no es buena política mantener al ejército inmovilizado largo tiempo ante una plaza. Fue entonces cuando uno de sus hombres de confianza, Vellido Dolfos, que había desertado de las filas zamoranas un par de meses antes (aunque en realidad todo era un plan de la maquiavélica Urraca), se ofreció a mostrarle una pequeña puerta que nunca se cerraba. Desde allí, las tropas de Sancho podrían entrar en la ciudad y poner fin al largo sitio.

Sancho y Vellido Dolfos fueron al sitio donde se encontraba la supuesta puerta. Fue entonces cuando al rey le dio un aprieto, es decir, que sus tripas pedían un vaciado urgente. Dejó a Dolfos su lanza y se dispuso a hacer lo que el cuerpo le pedía. Ese fue el momento en que el zamorano aprovechó para atravesar al rey de parte a parte. Acto seguido, huyó a la ciudad, que lo acogió con los brazos abiertos. De este modo tan poco decoroso encontró la muerte el primer rey de Castilla. Tras el luctuoso suceso, las tropas castellanas levantaron el sitio y el reino, nuevamente unido, fue heredado por Alfonso, que volvió de su exilio de Toledo.

La puerta donde todo ocurrió fue llamada “Puerta de la Traición”, hasta el año 2009 en que se cambió el nombre a “Puerta de la Lealtad”. En cualquier caso, hay que decir que el relato de la muerte de Sancho II no está del todo claro, pues toda esta historia sólo se recoge en los cantares de gesta y no en las crónicas del reino. Pero, como dicen los italianos, “se non é vero é ben trovato”.

El nauseabundo funeral de Guillermo el Conquistador

Cuando en enero del año 1066 moría sin descendencia el rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, se desató una lucha por el trono. De una parte, Harold de Wessex había sido nombrado rey por Eduardo en su lecho de muerte, pero el duque de Normandía Guillermo aducía que el trono debía ser suyo, pues el difunto, que era primo suyo, se lo había prometido en el pasado. Guillermo, conocido en esa época como El Bastardo, se preparó entonces para invadir Inglaterra, y el 14 de octubre de 1066 ambos ejércitos se encontraron en Hastings. Guillermo consiguió la victoria y fue coronado rey de Inglaterra en la Navidad de ese mismo año. El Bastardo pasó a ser llamado El Conquistador.

Sin embargo, la vida no se volvió más tranquila para el nuevo rey. Hasta el final de su vida tuvo que combatir a consecuencia de los numerosos problemas en sus dominios ingleses y franceses. Además, tuvo enfrentamientos con su hijo mayor, que se sentía poco valorado y exigía más poder y respeto. Todos estos quebraderos de cabeza causaron mella en la salud del monarca, que hacia el final de su vida empezó a engordar de manera considerable. Esta obesidad, unida a su gran altura para la época (medía alrededor de 1.80 metros de estatura) le convirtieron en blanco de burlas, tanto de sus enemigos como de la propia corte. Aun así, continuó combatiendo hasta el fin de sus días.

Guillermo el Conquistador
Y ese fin llegó en el año 1087. Mientras asediaba Mantes, cerca de Ruan, su caballo se paró en seco y Guillermo se golpeó en su oronda barriga con el pomo de la silla de montar. Dicho golpe le provocó una peritonitis. La infección consiguiente se fue propagando, y después de varios días de agonía, falleció el 9 de septiembre. La noticia de su muerte provocó algunos disturbios, por lo que los que le acompañaron en su lecho de muerte corrieron a defender sus propios intereses. Esto fue aprovechado por sus sirvientes, que le quitaron al cadáver todo cuanto de valor llevaba encima (incluso las ropas, con lo que el cuerpo apareció desnudo). Finalmente, el clero de Ruan lo trasladó a Caen para recibir sepultura.

Cuando llegó a la Abadía de los Hombres de Caen, el cuerpo de Guillermo era una masa hinchada y deforme producto del pus y de los gases de la descomposición. Durante su funeral, trataron de meter el cadáver en un sarcófago de piedra, pero el tamaño del cuerpo hacía que no cupiera. Los presentes lo empujaron hacia el interior, y entonces sucedió lo inevitable: el cadáver estalló. Todos los que estaban alrededor se vieron salpicados de una fétida masa de carne y pus, y un olor pestilente inundó la iglesia (según los fieles, ese olor duró meses). Sin duda, el funeral más nauseabundo de la Historia.

Cuando las caries del enemigo muerto mataron a un jefe vikingo

Los vikingos marcaron una importante huella en la Historia durante más de cinco siglos. Sus correrías les llevaron por toda Europa, desde Escandinavia hasta la Península Ibérica, desde Islandia hasta Kiev. Pero no se limitaron al Viejo Continente, también pisaron América y llegaron hasta Constantinopla y las puertas del califato de Bagdad. Montados en sus barcos (a los que equipaban con ruedas para desplazarse entre los ríos navegables), su presencia se hizo notar con fuerza en el mundo que surgió tras la caída de Roma. Naturalmente, tanto ir y venir trajo consigo multitud de historias épicas, pero también muchas absurdas o sencillamente ridículas.

Tal es el caso de la muerte de Sigurd Eysteinsson. Este caudillo vikingo gobernaba las Orcadas, un archipiélago al norte de las Islas Británicas, pero no se conformó con eso. Trató de expandir sus dominios por Escocia, llegando a conquistar los condados de Caithness y Sutherland. Este empeño le valió el título de El Poderoso. Sus campañas fueron de una crueldad  extrema, pues ni los vikingos ni los escotos (pueblo que vivía al norte de Escocia) tenían la costumbre de hacer prisioneros. Es más, ambos pueblos solían cortar las cabezas de sus enemigos y colgarlas de sus monturas a modo de trofeo. Y fue esta macabra costumbre la que provocó la absurda muerte de Sigurd el Poderoso.

Representación imaginaria de Sigurd el Poderoso
El caudillo vikingo retó a Máel Brigte, un jefe escoto, a un combate donde cada uno podría llevar un máximo de 40 hombres. Máel, cuyo apodo era “Dientes Salidos”, aceptó el desafío y allí se presentó junto a sus 40 hombres, sólo para ver que había sido traicionado por Sigurd, que se presentó a la batalla con 80 soldados. El escoto no se echó atrás, y arengó a sus hombres para que combatieran con valor y al menos mataran a uno de los dos enemigos a los que tocaban, pero el resultado fue el esperado: la superioridad numérica de Sigurd decantó la batalla. No quedó ningún escocés vivo.

Fieles a la costumbre, los hombres de Sigurd empezaron a cortar las cabezas de sus enemigos para colgarlas de su silla de montar como trofeo. El jefe vikingo se reservó la cabeza de Máel Brigte, que fue colgada de su montura. A medida que cabalgaba, los dientes salidos de su enemigo se fueron clavando en la pierna del vikingo de forma que se le hizo una pequeña herida. A resultas de la falta de higiene bucal de la época, la herida se infectó, provocándole a Sigurd una septicemia que le causó la muerte a los pocos días. Fue enterrado con todos los honores, como si hubiese muerto en combate, y su tumba se encuentra ignorada a día de hoy. Y es que hay que tener cuidado con la venganza de los enemigos muertos.

Martín el Humano, otro muerto de risa

En el artículo anterior vimos algunos casos de personajes que murieron a causa de un violento ataque de hilaridad. Hoy veremos aquí el caso de Martín I de Aragón, llamado El Viejo para distinguirlo de su hijo Martín el Joven, y El Humano, por su gran afición a las Humanidades y a los libros. Rey de Aragón, Valencia, de Cerdeña, de Sicilia y Conde de Barcelona, tuvo un final poco acorde con su extraordinaria vida.

Martín I el Humano
Este rey tuvo una existencia convulsa. En principio sólo había heredado el reino de Sicilia, y con muchas dificultades (los Anjou también aspiraban a ese trono), pero la muerte de su hermano Juan sin descendencia le dio también el resto de títulos. Su reinado se vio marcado por el Cisma de Occidente, donde tomó partido por el Papa de Aviñón Benedicto XIII (al que llegó a rescatar de un asedio y acogerlo en Peñíscola). Pero no contento con todo esto, lanzó dos cruzadas contra el norte de África (en 1398 y 1399), favoreció las artes y las letras y se vio envuelta en luchas internas de las noblezas aragonesas y valencianas. En resumen, una vida de película. Lástima que su muerte no estuviera a la altura de esta vida.

Y es que el 31 de mayo de 1410, después de haberse comido un ganso entero, se encontraba descansando cuando entró en la habitación su bufón. El rey le preguntó dónde había estado y el bufón le contestó: “En los viñedos, cuando vi un joven ciervo que colgaba por el rabo de un árbol, como si alguien le hubiera castigado por robar higos”. Posiblemente el chiste no le haya hecho al lector la más mínima gracia, pero parece ser que al rey sí, y mucha. Empezó a reír de forma descontrolada, lo que unido a la indigestión que tenía, le provocó un ataque al corazón. Y es que los chistes malos deberían haberse prohibido hace mucho. 
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Las extrañas inundaciones

La RAE define inundación como “la acción por la que se llena o cubre un lugar de agua u otro líquido”. Y en efecto, cuando evocamos esa palabra nos imaginamos un terreno anegado del que sobresalen algunos árboles y el tejado de algún que otro edificio donde algunas personas piden ayuda, y además suponemos que la causa de la catástrofe ha estado en las incesantes y fuertes lluvias, en la crecida de algún río o en la rotura de una presa. En resumen, siempre que evocamos una inundación, nos imaginamos que ha sido de agua. Pero la clave de la definición está en las palabras “u otro líquido”.

Imagen de la inundación de melaza de Boston
Porque no siempre las inundaciones han sido de agua. En 1814 se produjo en Londres una inundación de cerveza causada por la rotura de una inmensa barrica, y en 1919 un barrio de Boston quedó anegado de melaza tras la rotura de un tanque. En principio podría parecer que la primera habría sido el sueño de cualquier borracho y la segunda la fantasía de un goloso, pero los 9 ahogados de Londres y las 21 víctimas mortales de Boston quizá no habrían estado de acuerdo. Esta es la historia de estas extrañas inundaciones.

La inundación de cerveza de Londres

La fábrica de cerveza Meux, fundada en 1764, había ido creciendo a lo largo del tiempo adquiriendo otras pequeñas cervecerías, de forma que a comienzos del siglo XIX era una de las más importantes de Londres. Una de las cervecerías que había adquirido era la Horse Shoe Brewery, situada en la confluencia de las calles Oxford y Tottenham Court Road. Este lugar se encontraba en un barrio llamado St. Giles in the Fields, en esa época uno de los más pobres de la capital británica. El lugar estaba lleno de casas donde las familias vivían hacinadas en una sola habitación, en sótanos y en desvanes.

Cervecería londinense en el siglo XIX
La parte superior de la fábrica la ocupaban varias cubas enormes, donde la cerveza se dejaba fermentar. Una de esas cubas era realmente gigantesca. Medía 6,6 metros de altura y su diámetro era de unos 20 metros, por lo que podía almacenar hasta 610.000 litros de cerveza (el equivalente a 3.555 barriles normales). La cuba era tan descomunal que, cuando se inauguró en 1795, el periódico The Times la había calificado como un "barril de dimensiones casi increíbles". Y en efecto, dicho barril era tan grande que en ocasiones se habían dado en su interior fiestas en las que cabían holgadamente 200 personas.

Barrio de St. Giles hacia 1755
En el mes de octubre de 1814, la cerveza llevaba ya varios meses dentro de los barriles fermentándose. El 17 de octubre, uno de los operarios se dio cuenta de que uno de los 29 grandes aros metálicos del gran barril se había soltado. Sin embargo, no le dio importancia, ya que en otras ocasiones había sucedido algo similar y no había pasado nada, arreglándose el desperfecto cuando se sacaba la cerveza y el barril quedaba vacío. No obstante, esta vez la cosa sería distinta. La madera del inmenso tonel empezaba a dar signos de fatiga con los años, y la rotura del aro iba a ser el golpe de gracia. A eso de las 6 de la tarde, la cuba explotó derramando todo su contenido en un torrente imparable.

Cuba de cerveza como la rota en Londres
La explosión se oyó a 8 kilómetros de distancia. Además, la violencia con la que salieron el más de medio millón de litros de cerveza hizo que otros barriles adyacentes también cedieran y derramaran su contenido. Más de un millón y medio de litros de cerveza salieron a la calle, formándose una ola de casi 5 metros de altura que arrasó todo a su paso. La cerveza inundó los sótanos y derribó dos casas en su camino. La fuerza de la ola fue tal que echó abajo la pared de una taberna a varias calles de distancia sepultando a una persona. La gente corría despavorida intentando trepar a un sitio alto: tejados, pisos superiores de las casas, árboles…

Etiqueta de la cerveza de Meux
George Crick, el oficial de guardia en aquel momento, ofreció esta declaración para un periódico de la época: “Me encontraba en una plataforma a aproximadamente diez metros del tonel que explotó. Escuché un estruendo y corrí inmediatamente al almacén. El accidente causó una devastación terrible en el lugar. Entre 8 y 9 grandes barriles de cerveza fueron perdidos”. En un principio se calculó que entre 20 y 30 personas habían perdido la vida por la riada de cerveza, aunque luego el número de víctimas se redujo a 8 (eso sin contar los muchos que perdieron lo poco que tenían). Y aún hubo suerte, porque si el desastre hubiera pasado una hora más tarde, cuando los obreros salían de las fábricas y se iban a las tabernas, estaríamos quizá hablando de una catástrofe sin precedentes.

Calle de St. Giles
Cuando la ola pasó, el barrio quedó salpicado de grandes charcas de cerveza (se dice que su hedor duró meses). Como la noticia corrió como la pólvora por todo Londres, pronto una multitud de gente llegó a las calles armada de cacerolas, teteras y hasta macetas para recoger y beber toda la cerveza que pudieran. Los hubo incluso que recogían la cerveza con las manos o se la bebían directamente de los charcos. Esta conducta provocó una muerte más, aunque esta vez la causa fue intoxicación etílica. No obstante, varios historiadores afirman que en realidad no pasó así y que la gente del barrio se volcó en ayudar a los heridos, y los relatos de multitudes recogiendo cuanta cerveza pudieran es una leyenda muy posterior a los hechos.

Vecinos de Londres recogiendo cuanta cerveza podían
Sea como sea, y mientras todo esto pasaba en las calles, al hospital iban llegando los primeros heridos. El olor a cerveza que desprendían era tan fuerte que los demás enfermos creyeron que la estaban repartiendo gratis a los recién llegados, organizándose una tremenda trifulca. Pero no acabó la cosa aquí. Días después, los familiares de los ahogados exhibían los cadáveres en las casas, cobrando por verlos y visitar después el sótano aún lleno de cerveza. Los curiosos se agolparon en tal número, que en una de esas casas el suelo se hundió y cayeron todos al sótano inundado. El incidente provocó que la policía clausurara todas estas exposiciones. Los funerales de las víctimas, finalmente, fueron pagados por los habitantes del barrio.

Dominion Thetre en la actualidad
Naturalmente, una catástrofe de esas características provocó que la cervecera Meux fuera llevada a los tribunales. Después de un breve juicio, el juez dictaminó que la inundación había sido un acto fortuito (literalmente, se escribió en la sentencia que había sido un “acto de Dios”) y exoneró de toda responsabilidad a la compañía. Se consideró que todo fue un desafortunado accidente que no pudo ser previsto y mucho menos evitado. Sin embargo, el desastre hizo que la cervecera quedara en una difícil situación económica al perder una gran cantidad de su cerveza almacenada (unas 23.000 libras de la época, equivalentes a 1.250.000 libras actuales). Así pues, presentó una solicitud para que se le devolvieran los impuestos que se habían pagado de antemano por la mercancía. El Parlamento accedió a su petición y la compañía pudo seguir con su actividad. Y la continuó hasta el año 1961, en que fue vendida a Friary, Holroy and Healy´s Brewery. No obstante, el antiguo edificio donde todo pasó fue demolido mucho antes, en 1922. Parte del terreno lo ocupa en la actualidad el Dominion Theatre. Sin duda un final de comedia para un hecho que, sin duda, no deja de ser trágico.

La inundación de melaza de Boston

Algo más de un siglo después, el 15 de enero de 1919, una catástrofe parecida ocurrió en Boston, pero esta vez la inundación no fue de cerveza sino de melaza. La melaza es un subproducto de la fabricación y refinado del azúcar, tiene forma de un líquido espeso parecido a la miel (lo que hace que se la conozca también como miel de caña), es de sabor dulce, y aunque en ocasiones se emplea para el consumo humano o animal, su principal utilidad era la obtención de alcohol etílico para la fabricación de licores, municiones y explosivos.

El tanque de melaza que estalló
En aquel entonces, una de las principales compañías que destilaba este alcohol era la  Purity Distilling Company. Aunque la planta de procesado se encontraba en la vecina localidad de Cambridge, los tanques donde se almacenaba la melaza usada como materia prima se encontraban en Boston, en el barrio conocido como North End (concretamente en una calle llamada Commercial Street). Uno de estos contenedores era gigantesco: medía 15 metros de alto, 27 de diámetro, y tenía una capacidad de más de 8 millones de litros de este edulcorante.

Imagen del desastre de la melaza
En la mañana del 15 de enero de 1919 los trabajadores del almacén empezaron a oír una serie de extraños sonidos, como de crujidos, procedentes del tanque. Pero la catástrofe sobrevino a eso de las 12,30 del mediodía. Los remaches del depósito empezaron a saltar uno tras otro (produciendo un sonido parecido a una ametralladora), el suelo empezó a temblar y el enorme tanque estalló. Trozos de metal saltaron en todas direcciones (entre ellos un gran pedazo de hierro que impactó en un cuartel de bomberos de las inmediaciones), y el almacén quedó arrasado por la explosión y la metralla. Momentos después, los más de 8 millones de litros de melaza que contenía el depósito se precipitaron por los alrededores.

Estado en que quedó la estación elevada
La melaza formó una inmensa ola de 4 metros de altura que avanzó a 56 kilómetros por hora, anegando y aplastando todo a su paso. Arrastró hombres, animales y vehículos a su paso, dañó edificios e incluso rompió las vigas y levantó las vías de la Boston Elevated Railway, una cercana estación de tren, haciendo que varios vagones descarrilaran. En cuestión de minutos todo el barrio de North End quedó inundado de una capa viscosa de melaza que en algunos puntos alcanzó los 90 centímetros de altura. 21 personas murieron aplastadas o ahogadas por la mortal ola y alrededor de 150 resultaron heridas, además de producirse grandes daños materiales.

Bomberos rescatando víctimas
Las tareas de rescate comenzaron casi enseguida. Además de bomberos, policías y personal de la Cruz Roja, la tripulación del barco USS Nantucket (un viejo cañonero que había sido reciclado a buque escuela, y que se encontraba fondeado en el puerto) colaboró en los trabajos. Todos ellos se vieron obstaculizados por la pegajosa melaza, de modo que algunos de ellos tuvieron a su vez que ser liberados por sus compañeros. Las tareas se prolongaron durante 4 días hasta que todas las víctimas fueron rescatadas, y las tareas de limpieza, principalmente a base de arena y agua salada, tardaron otros 20 días más. Aun así, las aguas del puerto estuvieron de color pardo hasta el final de la primavera siguiente, y durante años rezumaba melaza de las grietas de los edificios en los días calurosos.

Estado en que quedó el almacén
La empresa trató desde el primer momento de eludir sus responsabilidades. Un rumor exagerado afirmaba que los abogados de la compañía llegaron al lugar de la catástrofe casi antes que los equipos de rescate. Uno de estos abogados echó la culpa de lo ocurrido a un atentado de saboteadores anarquistas. Pero lo cierto, tal y como reveló la investigación oficial, es que el tanque tenía numerosas irregularidades. Para empezar, no había pasado las pruebas de presión antes de su entrada en funcionamiento. Empleados del almacén narraron que desde el principio era usual que hubiera fugas, pero la compañía ignoró los avisos y se limitó a pintar el tanque de marrón para que no se notaran. Además, las paredes eran demasiado delgadas y se habían construido con acero de baja calidad.

Vagón descarrilado por la melaza
A todo eso hay que añadir que el tanque se encontraba casi completamente lleno, ya que la empresa estaba aumentando su producción ante la inminencia de la aprobación de la XVIII Enmienda a la Constitución de Estados Unidos (que dio lugar a la conocida como Ley Seca), y que casualmente fue ratificada un día después de la catástrofe. Un inusual aumento de las temperaturas el día anterior (se pasaron de 17 grados bajo cero a 5 sobre cero) favorecieron que se acumularan en el depósito grandes cantidades de gases producto de la fermentación de la melaza. Todas estas causas combinadas dieron lugar al desastre, aunque la empresa insistió durante años en su hipótesis del ataque anarquista.

Otra imagen del desastre
Los residentes de la ciudad presentaron una demanda colectiva que se prolongó hasta 1925. Finalmente, el jurado falló a favor de las víctimas y la compañía se vio obligada a pagar indemnizaciones por valor de más de un millón de dólares. El almacén donde se originó todo fue abandonado y acabó convertido en un garaje para la compañía municipal de transportes. Acababa así una de los desastres menos conocidos de la historia de Estados Unidos, tal vez porque, como dijo el escritor Stephen Puleo en su libro Marea Oscura: La gran inundación de melaza de 1919: “nadie prominente murió ese día. Los supervivientes no se hicieron famosos. En su mayoría eran inmigrantes y trabajadores de la ciudad que regresaron a sus vidas cotidianas”.
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¿A quién se le ocurre morirse así? Primera parte

La parca, la llorona, la segadora, la novia fiel, la gran igualadora… La muerte es conocida de muchas formas en distintas culturas, pero algo hay claro: una de las más grandes certezas humanas es que todos habremos de morir algún día. Claro que no todo el mundo pasa ese trance de igual modo. Hay quien muere de forma rápida y quien lo hace de forma lenta. Hay quien pasa a mejor vida sin enterarse y quien lo hace entre grandes sufrimientos. Y hay quien realiza el tránsito de forma gloriosa y quien lo hace de forma chocante, y en algunos casos de manera directamente ridícula.


De este tipo de muertes hablaré en esta serie de artículos: personajes históricos de los que las crónicas o las leyendas narran una forma de morir que mueve al asombro (cuando no a la risa). Me centraré en este primer artículo en aquellos que vivieron durante la Edad Antigua. He de resaltar que no pretendo ser exhaustivo, sino que se han elegido aquellos que a este humilde articulista más han llamado la atención, bien por la forma de morir, bien por lo que le pasó a su cadáver. Pasen, vean, asómbrense y, en algún caso, diviértanse, que la risa elimina todos los pensamientos funestos.

Pitágoras y su fobia a las habas

Poco se sabe con certeza sobre la vida de Pitágoras. La razón de este desconocimiento hay que buscarla en que no dejó nada escrito y que no existen documentos contemporáneos suyos que hablen de su vida. Los primeros textos detallados sobre él se escribieron entre 150 y 250 años después de su muerte, y presentan a un Pitágoras rodeado de mitos y leyendas, fruto de la propia naturaleza de la teoría pitagórica (una escuela hermética que consideraba los números como la esencia de todas las cosas). De hecho, en el siglo I solía representarse a Pitágoras como un ser semidivino, capaz de bajar a los infiernos y volver para contarlo.

Las biografías más influyentes que nos han llegado sobre él datan del siglo III, casi 800 años después de su muerte, y están escritas por Diógenes Laercio y Porfirio. Estas biografías guardan poco valor histórico y ensalzan la figura de Pitágoras, afirmando que era el origen de toda verdad filosófica cuyas ideas habían sido copiadas por todos los filósofos posteriores. Así pues, en torno a su figura se entretejieron multitud de mitos, algunos de ellos promovidos en vida por el propio Pitágoras y otros por sus discípulos, de modo que casi todo lo que rodea su figura se viste de leyenda. Y una de esas leyendas se refiere a su muerte.

Pitágoras en "La escuela de Atenas", de Rafael
Todo empezó con la naturaleza de las habas. Según Plinio el Viejo, estas legumbres encerraban el alma de los difuntos y por eso se utilizaban en los ritos funerarios. Sin embargo, Pitágoras iba un paso más allá; sostenía que las propias habas tenían alma, por lo que prohibió dañarlas y por supuesto comerlas. Decía que se parecían a los órganos reproductores femeninos y a las puertas del Hades (sitio que según otra leyenda, también visitó). Y aunque parezca mentira, la evidencia en que se basaba para sostener su afirmación estaba en los gases que se generaban tras comerlas. Según el filósofo, estos gases eran el alma de las habas tratando de escapar del cuerpo humano buscando un lugar de reposo más adecuado.

Con esta filosofía en mente, Pitágoras y sus discípulos huían de unos soldados de Siracusa cuando se toparon con un campo de habas. Coherente consigo mismo, Pitágoras se negó a atravesarlo, aduciendo que si lo hacía dañaría las plantas y por tanto estaría cometiendo un gran crimen. Así pues, él y sus discípulos trataron de rodear el campo pero los soldados les alcanzaron antes, matando al filósofo y a todos los que iban con él. Algunos aseguran que cuando pasó a mejor vida miraba pasmado el  sembrado de habas. Lo que no consta es si su alma se transformó en gas que pudiera ser expulsado por sus captores buscando un mejor sitio para pasar la Eternidad.

Esquilo y la tortuga

Además de ser considerado el predecesor de Sófocles y Eurípides, y por tanto el primer gran representante de la tragedia griega, la vida de Esquilo fue apasionante. Nacido en Eleusis, cerca de Atenas, fue soldado además de poeta y dramaturgo. Participó en las batallas de Maratón (490 a.C.) y Salamina (480 a.C.), y muy probablemente también en la de Platea (479 a.C.), todas ellas contra los persas. Por si todo esto fuera poco, fue acusado de revelar los Misterios de Eleusis, unos ritos de iniciación (considerados los más importantes del mundo antiguo) al culto de las diosas Démeter y Perséfone; juzgado por ello, fue no obstante absuelto. En resumen, una vida de lo más movida.

Esquilo
Y a la altura de su apasionante y curiosa vida estuvo su muerte. Según se cuenta, a Esquilo se le ocurrió hacer una consulta al oráculo de Delfos, un célebre lugar de culto al dios Apolo famoso por sus certeros pero oscuros vaticinios. Sin embargo, esta vez el oráculo fue de lo más cristalino con Esquilo; preguntado acerca de cómo moriría, la respuesta fue “morirás aplastado por una casa”. Ante un vaticinio tan claro, al bueno de Esquilo no se le ocurrió mejor solución para burlarlo que irse a vivir al campo, lejos de casas que pudieran caerse y aplastarlo.

Lo malo es que las profecías del oráculo de Delfos acababan por cumplirse de una manera o de otra. El dramaturgo paseaba tranquilamente por el campo cuando su calva cabeza fue confundida por un quebrantahuesos desde el aire con una roca. Lo peor del asunto es que dicho quebrantahuesos llevaba entre sus garras a una tortuga. El ave soltó a la tortuga sobre la cabeza de Esquilo para que el duro caparazón se rompiera y poder así comerse su contenido, y es de justicia reconocer que lo hizo con una puntería asombrosa. La cabeza del pobre Esquilo sufrió un fuerte impacto que le mató en el acto. Y es que por mucho que algunos traten de correr para eludir su destino, al final siempre acaban yendo a su encuentro.

Zeuxis, el pintor que se murió de risa

A todos nos ha pasado que algo nos ha hecho tanta gracia que decimos que estamos “muertos de risa”. Esta frase hecha fue, en algunas ocasiones, literal. Tal fue, por ejemplo, el caso de Calcante, un adivino que estuvo en la Guerra de Troya. Se dice que otro adivino profetizó que moriría sin llegar a probar el vino de sus uvas. Llegado el día de la vendimia, Calcante invitó a ese adivino a beber y le pidió que repitiera el augurio que le había hecho; al hacerlo, a Calcante le dio tal ataque de risa que falleció asfixiado. O el caso del filósofo Crisipo de Solos, una de las figuras más relevantes del estoicismo. Parece ser que dio de beber vino a un burro y el animal, totalmente ebrio, trató de comerse unos higos. A Crisipo le hizo tanta gracia que empezó a reírse sin control, muriendo poco después. Pero mi favorito es el caso del pintor Zeuxis.

Zeuxis era un afamado pintor siciliano nacido en Heraclea, aunque la mayor parte de su vida la pasó en Atenas. Plinio sitúa su apogeo en el año 397 a.C. (cuarto año de la 95 Olimpiada). En Atenas fue uno de los pintores más cotizados de su tiempo. Alcanzó tal fama entre sus contemporáneos que Plinio señalaba que llevaba en su capa su nombre bordado con letras de oro. Sin embargo, a Aristóteles no le gustaba en absoluto, ya que el filósofo le reprochaba no retratar el carácter de sus personajes y le reprochaba su excesiva composición expresiva. De él se cuentan abundantes anécdotas.

Muerte de Zeuxis, por Aert de Gelder
Una de ellas sucedió en el transcurso de una disputa pictórica con Parrasio, cuando pintó unas uvas tan realistas que los pájaros se abalanzaron sobre ellas para comérselas (no obstante, perdió dicha disputa). Otra anécdota fue la del encargo que recibió en Crotona para pintar un retrato de la bella y mítica Helena de Troya, y para realizarlo solicitó a los habitantes de la ciudad que le proporcionaran a las cinco mujeres más bellas para poder pintar de cada una su parte más perfecta y componer así el retrato de la belleza perfecta. Esta leyenda también se cuenta de otra de sus  obras, una tabla destinada al Templo de Juno, en Agrigento.

Pero sin duda, la anécdota definitiva fue su forma de morir. Según Sexto Pompeyo Festo, Zeuxis recibió el encargo de una rica y vieja mujer para pintar un retrato de Afrodita. Dicho retrato debía representar a una diosa del Amor sensual, impúdica e irresistible, de forma que el espectador que viera el cuadro se enamorara de inmediato de ella. El problema era que la viejecita que encargó el cuadro exigió que la modelo que debía posar tenía que ser ella. Según se cuenta, mientras pintaba a la anciana, a Zeuxis le entró tal ataque de risa que murió asfixiado.

Periandro, el maniaco suicida

Tan antiguo como la muerte es el suicidio. El acto que lleva a poner fin a tu vida por tu propia mano es tan viejo como el hombre, y ya Homero narraba cómo Ayax se había suicidado por una cuestión de honor. Sin embargo, del primer suicidio del que se tiene evidencia histórica (es decir, del que se encuentra constancia escrita) es muy posterior, del siglo VI a.C., y su protagonista fue el tirano griego Periandro.

Periandro, además de tirano de Corinto, fue uno de los Siete Sabios de Grecia. Era alguien capaz de lo mejor y de lo peor, y lo mismo abolía impuestos a las clases populares que mataba a algún noble sospechoso de conspirar contra él o porque sencillamente no les caían bien. Entre sus crímenes se narran que, en un ataque de ira, mató a patadas a su esposa Lísida (que estaba embarazada) y después echó la culpa a sus concubinas (decía que lo habían incitado a hacerlo), a las que quemó después como muestra de arrepentimiento. O desterrar a su propio hijo Licofrón a Corcira, ya que no le gustaban las excesivas muestras de dolor que hacía al llorar a su madre.

Periandro
Fue a este hijo Licofrón al que mandó llamar cuando se sintió viejo y cansado, con el fin de entregarle el trono. Su hijo respondió que no pondría los pies en Corinto mientras su padre viviese allí. Periandro entonces decidió irse él mismo a vivir a Corcira para que Licofrón pudiese hacerse cargo del gobierno de Corinto. Claro que a los habitantes de Corcira no les gustó mucho el intercambio, así que decidieron cortar por lo sano: mataron al hijo de Periandro. El tirano montó en cólera y ordenó castrar a todos los hijos de los que habían asesinado a Licofrón. Muchos huyeron a Samos, donde fueron perdonados.

Y viene ahora su suicidio. A Periandro no le hizo mucha gracia que muchos de los hijos de los asesinos de Licofrón estuvieran todavía enteros, así que fue sumiéndose en la depresión hasta que tomó la decisión de suicidarse. Claro que no iba a irse sin hacer ruido. A fin de evitar que sus enemigos encontraran su tumba y profanaran su cadáver, fue con dos soldados hasta un bosque y les ordenó que lo mataran y enterraran allí mismo. Y para evitar que esos soldados se fueran de la lengua, ordenó a otros dos soldados que los acecharan, los mataran y los enterraran. Y a su vez, mandó a otros dos soldados que siguieran y mataran a los dos anteriores, y así sucesivamente. No sabemos cuántas personas murieron aquel día, pero sí está claro que el plan de Periandro tuvo éxito, ya que nunca hallaron su tumba.

Murió así un tirano que mataba con facilidad, y que paradójicamente dejó para la posteridad frases tales como “los que quieran reinar seguros, se protejan con la benevolencia, no con las armas”, o “En las prosperidades sé moderado; en las adversidades, prudente. Serás siempre el mismo para tus amigos, sean dichosos o desdichados”. Y es que está claro que es más fácil hablar que cumplir lo que uno mismo predica.
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