¿A quién se le ocurre morirse así? Primera parte

La parca, la llorona, la segadora, la novia fiel, la gran igualadora… La muerte es conocida de muchas formas en distintas culturas, pero algo hay claro: una de las más grandes certezas humanas es que todos habremos de morir algún día. Claro que no todo el mundo pasa ese trance de igual modo. Hay quien muere de forma rápida y quien lo hace de forma lenta. Hay quien pasa a mejor vida sin enterarse y quien lo hace entre grandes sufrimientos. Y hay quien realiza el tránsito de forma gloriosa y quien lo hace de forma chocante, y en algunos casos de manera directamente ridícula.


De este tipo de muertes hablaré en esta serie de artículos: personajes históricos de los que las crónicas o las leyendas narran una forma de morir que mueve al asombro (cuando no a la risa). Me centraré en este primer artículo en aquellos que vivieron durante la Edad Antigua. He de resaltar que no pretendo ser exhaustivo, sino que se han elegido aquellos que a este humilde articulista más han llamado la atención, bien por la forma de morir, bien por lo que le pasó a su cadáver. Pasen, vean, asómbrense y, en algún caso, diviértanse, que la risa elimina todos los pensamientos funestos.

Pitágoras y su fobia a las habas

Poco se sabe con certeza sobre la vida de Pitágoras. La razón de este desconocimiento hay que buscarla en que no dejó nada escrito y que no existen documentos contemporáneos suyos que hablen de su vida. Los primeros textos detallados sobre él se escribieron entre 150 y 250 años después de su muerte, y presentan a un Pitágoras rodeado de mitos y leyendas, fruto de la propia naturaleza de la teoría pitagórica (una escuela hermética que consideraba los números como la esencia de todas las cosas). De hecho, en el siglo I solía representarse a Pitágoras como un ser semidivino, capaz de bajar a los infiernos y volver para contarlo.

Las biografías más influyentes que nos han llegado sobre él datan del siglo III, casi 800 años después de su muerte, y están escritas por Diógenes Laercio y Porfirio. Estas biografías guardan poco valor histórico y ensalzan la figura de Pitágoras, afirmando que era el origen de toda verdad filosófica cuyas ideas habían sido copiadas por todos los filósofos posteriores. Así pues, en torno a su figura se entretejieron multitud de mitos, algunos de ellos promovidos en vida por el propio Pitágoras y otros por sus discípulos, de modo que casi todo lo que rodea su figura se viste de leyenda. Y una de esas leyendas se refiere a su muerte.

Pitágoras en "La escuela de Atenas", de Rafael
Todo empezó con la naturaleza de las habas. Según Plinio el Viejo, estas legumbres encerraban el alma de los difuntos y por eso se utilizaban en los ritos funerarios. Sin embargo, Pitágoras iba un paso más allá; sostenía que las propias habas tenían alma, por lo que prohibió dañarlas y por supuesto comerlas. Decía que se parecían a los órganos reproductores femeninos y a las puertas del Hades (sitio que según otra leyenda, también visitó). Y aunque parezca mentira, la evidencia en que se basaba para sostener su afirmación estaba en los gases que se generaban tras comerlas. Según el filósofo, estos gases eran el alma de las habas tratando de escapar del cuerpo humano buscando un lugar de reposo más adecuado.

Con esta filosofía en mente, Pitágoras y sus discípulos huían de unos soldados de Siracusa cuando se toparon con un campo de habas. Coherente consigo mismo, Pitágoras se negó a atravesarlo, aduciendo que si lo hacía dañaría las plantas y por tanto estaría cometiendo un gran crimen. Así pues, él y sus discípulos trataron de rodear el campo pero los soldados les alcanzaron antes, matando al filósofo y a todos los que iban con él. Algunos aseguran que cuando pasó a mejor vida miraba pasmado el  sembrado de habas. Lo que no consta es si su alma se transformó en gas que pudiera ser expulsado por sus captores buscando un mejor sitio para pasar la Eternidad.

Esquilo y la tortuga

Además de ser considerado el predecesor de Sófocles y Eurípides, y por tanto el primer gran representante de la tragedia griega, la vida de Esquilo fue apasionante. Nacido en Eleusis, cerca de Atenas, fue soldado además de poeta y dramaturgo. Participó en las batallas de Maratón (490 a.C.) y Salamina (480 a.C.), y muy probablemente también en la de Platea (479 a.C.), todas ellas contra los persas. Por si todo esto fuera poco, fue acusado de revelar los Misterios de Eleusis, unos ritos de iniciación (considerados los más importantes del mundo antiguo) al culto de las diosas Démeter y Perséfone; juzgado por ello, fue no obstante absuelto. En resumen, una vida de lo más movida.

Esquilo
Y a la altura de su apasionante y curiosa vida estuvo su muerte. Según se cuenta, a Esquilo se le ocurrió hacer una consulta al oráculo de Delfos, un célebre lugar de culto al dios Apolo famoso por sus certeros pero oscuros vaticinios. Sin embargo, esta vez el oráculo fue de lo más cristalino con Esquilo; preguntado acerca de cómo moriría, la respuesta fue “morirás aplastado por una casa”. Ante un vaticinio tan claro, al bueno de Esquilo no se le ocurrió mejor solución para burlarlo que irse a vivir al campo, lejos de casas que pudieran caerse y aplastarlo.

Lo malo es que las profecías del oráculo de Delfos acababan por cumplirse de una manera o de otra. El dramaturgo paseaba tranquilamente por el campo cuando su calva cabeza fue confundida por un quebrantahuesos desde el aire con una roca. Lo peor del asunto es que dicho quebrantahuesos llevaba entre sus garras a una tortuga. El ave soltó a la tortuga sobre la cabeza de Esquilo para que el duro caparazón se rompiera y poder así comerse su contenido, y es de justicia reconocer que lo hizo con una puntería asombrosa. La cabeza del pobre Esquilo sufrió un fuerte impacto que le mató en el acto. Y es que por mucho que algunos traten de correr para eludir su destino, al final siempre acaban yendo a su encuentro.

Zeuxis, el pintor que se murió de risa

A todos nos ha pasado que algo nos ha hecho tanta gracia que decimos que estamos “muertos de risa”. Esta frase hecha fue, en algunas ocasiones, literal. Tal fue, por ejemplo, el caso de Calcante, un adivino que estuvo en la Guerra de Troya. Se dice que otro adivino profetizó que moriría sin llegar a probar el vino de sus uvas. Llegado el día de la vendimia, Calcante invitó a ese adivino a beber y le pidió que repitiera el augurio que le había hecho; al hacerlo, a Calcante le dio tal ataque de risa que falleció asfixiado. O el caso del filósofo Crisipo de Solos, una de las figuras más relevantes del estoicismo. Parece ser que dio de beber vino a un burro y el animal, totalmente ebrio, trató de comerse unos higos. A Crisipo le hizo tanta gracia que empezó a reírse sin control, muriendo poco después. Pero mi favorito es el caso del pintor Zeuxis.

Zeuxis era un afamado pintor siciliano nacido en Heraclea, aunque la mayor parte de su vida la pasó en Atenas. Plinio sitúa su apogeo en el año 397 a.C. (cuarto año de la 95 Olimpiada). En Atenas fue uno de los pintores más cotizados de su tiempo. Alcanzó tal fama entre sus contemporáneos que Plinio señalaba que llevaba en su capa su nombre bordado con letras de oro. Sin embargo, a Aristóteles no le gustaba en absoluto, ya que el filósofo le reprochaba no retratar el carácter de sus personajes y le reprochaba su excesiva composición expresiva. De él se cuentan abundantes anécdotas.

Muerte de Zeuxis, por Aert de Gelder
Una de ellas sucedió en el transcurso de una disputa pictórica con Parrasio, cuando pintó unas uvas tan realistas que los pájaros se abalanzaron sobre ellas para comérselas (no obstante, perdió dicha disputa). Otra anécdota fue la del encargo que recibió en Crotona para pintar un retrato de la bella y mítica Helena de Troya, y para realizarlo solicitó a los habitantes de la ciudad que le proporcionaran a las cinco mujeres más bellas para poder pintar de cada una su parte más perfecta y componer así el retrato de la belleza perfecta. Esta leyenda también se cuenta de otra de sus  obras, una tabla destinada al Templo de Juno, en Agrigento.

Pero sin duda, la anécdota definitiva fue su forma de morir. Según Sexto Pompeyo Festo, Zeuxis recibió el encargo de una rica y vieja mujer para pintar un retrato de Afrodita. Dicho retrato debía representar a una diosa del Amor sensual, impúdica e irresistible, de forma que el espectador que viera el cuadro se enamorara de inmediato de ella. El problema era que la viejecita que encargó el cuadro exigió que la modelo que debía posar tenía que ser ella. Según se cuenta, mientras pintaba a la anciana, a Zeuxis le entró tal ataque de risa que murió asfixiado.

Periandro, el maniaco suicida

Tan antiguo como la muerte es el suicidio. El acto que lleva a poner fin a tu vida por tu propia mano es tan viejo como el hombre, y ya Homero narraba cómo Ayax se había suicidado por una cuestión de honor. Sin embargo, del primer suicidio del que se tiene evidencia histórica (es decir, del que se encuentra constancia escrita) es muy posterior, del siglo VI a.C., y su protagonista fue el tirano griego Periandro.

Periandro, además de tirano de Corinto, fue uno de los Siete Sabios de Grecia. Era alguien capaz de lo mejor y de lo peor, y lo mismo abolía impuestos a las clases populares que mataba a algún noble sospechoso de conspirar contra él o porque sencillamente no les caían bien. Entre sus crímenes se narran que, en un ataque de ira, mató a patadas a su esposa Lísida (que estaba embarazada) y después echó la culpa a sus concubinas (decía que lo habían incitado a hacerlo), a las que quemó después como muestra de arrepentimiento. O desterrar a su propio hijo Licofrón a Corcira, ya que no le gustaban las excesivas muestras de dolor que hacía al llorar a su madre.

Periandro
Fue a este hijo Licofrón al que mandó llamar cuando se sintió viejo y cansado, con el fin de entregarle el trono. Su hijo respondió que no pondría los pies en Corinto mientras su padre viviese allí. Periandro entonces decidió irse él mismo a vivir a Corcira para que Licofrón pudiese hacerse cargo del gobierno de Corinto. Claro que a los habitantes de Corcira no les gustó mucho el intercambio, así que decidieron cortar por lo sano: mataron al hijo de Periandro. El tirano montó en cólera y ordenó castrar a todos los hijos de los que habían asesinado a Licofrón. Muchos huyeron a Samos, donde fueron perdonados.

Y viene ahora su suicidio. A Periandro no le hizo mucha gracia que muchos de los hijos de los asesinos de Licofrón estuvieran todavía enteros, así que fue sumiéndose en la depresión hasta que tomó la decisión de suicidarse. Claro que no iba a irse sin hacer ruido. A fin de evitar que sus enemigos encontraran su tumba y profanaran su cadáver, fue con dos soldados hasta un bosque y les ordenó que lo mataran y enterraran allí mismo. Y para evitar que esos soldados se fueran de la lengua, ordenó a otros dos soldados que los acecharan, los mataran y los enterraran. Y a su vez, mandó a otros dos soldados que siguieran y mataran a los dos anteriores, y así sucesivamente. No sabemos cuántas personas murieron aquel día, pero sí está claro que el plan de Periandro tuvo éxito, ya que nunca hallaron su tumba.

Murió así un tirano que mataba con facilidad, y que paradójicamente dejó para la posteridad frases tales como “los que quieran reinar seguros, se protejan con la benevolencia, no con las armas”, o “En las prosperidades sé moderado; en las adversidades, prudente. Serás siempre el mismo para tus amigos, sean dichosos o desdichados”. Y es que está claro que es más fácil hablar que cumplir lo que uno mismo predica.
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