La Campana de Huesca

Aquél que alguna vez haya tenido la ocasión de ir a Huesca, habrá podido visitar su Museo Provincial, enclavado en el antiguo palacio de los Reyes de Aragón. Bajo el Salón de Trono, existe una oscura estancia a la que se accede por unas estrechas, cortas y empinadas escaleras; es la conocida como “Sala de la Campana”, porque según la tradición, en ella tuvieron lugar en el siglo XII los acontecimientos que hoy voy a narrarles. Unos acontecimientos que muchos consideran una leyenda, pero que sin duda esconden un trasfondo histórico innegable.

Detalle del cuadro "La Campana de Huesca"
Recogida por primera vez en la “Crónica de San Juan de la Peña”, escrita casi dos siglos después de los hechos que narra (pero que recoge romances orales muy anteriores, casi contemporáneos de los acontecimientos), la leyenda de la “Campana de Huesca” contiene elementos del suficiente interés como para ser digna de ser contada. En cualquier caso, constituye una bonita historia que narra cómo la astucia y la tranquila venganza a menudo es más poderosa que las conspiraciones y la fuerza bruta.

Un rey que no estaba destinado a serlo

El protagonista principal de nuestra historia se llamaba Ramiro, y era el tercer hijo de los Reyes de Aragón Sancho Ramírez y Felicia de Roucy. Sus dos hermanos mayores, Pedro y Alfonso, eran fuertes y belicosos, por lo que eran los destinados a ocupar el trono llegado el momento. Ramiro, como cualquier hijo menor de la nobleza, fue destinado a tareas eclesiásticas y pronto ingresó como monje en el monasterio francés de San Ponce de Tomeras. El hecho de ser hijo de rey le garantizaba que alcanzaría altos cargos dentro de la Iglesia, y en efecto así ocurrió. Fue nombrado Abad del monasterio de San Pedro el Viejo (Huesca) y posteriormente Obispo de Roda-Barbastro.

Su hermano Pedro murió sin descendencia, por lo que la corona de Aragón pasó a Alfonso, su otro hermano, que reinó bajo el nombre de Alfonso I El Batallador. El nuevo rey hizo honor a su apodo y combatió sin descanso contra los musulmanes, conquistándoles numerosas tierras. Sin embargo, tampoco tuvo descendencia, por lo que a su muerte, el 8 de septiembre de 1134, la cuestión sucesoria volvió estar sobre la mesa. El inaudito testamento de Alfonso tampoco contribuyó a aclarar las cosas, pues en él se disponía que el reino entero pasara a estar bajo el dominio de las Órdenes Militares de los Templarios, Hospitalarios y del Santo Sepulcro, sin duda en agradecimiento a la ayuda que estas Órdenes le habían prestado en sus conquistas.

Alfonso I El Batallador
Los nobles aragoneses no tenían ninguna intención de cumplir la última voluntad de Alfonso, así que se reunieron en Jaca y tomaron la decisión de nombrar como nuevo rey a Ramiro, como único pariente vivo del fallecido rey anterior. A su decisión ayudó el hecho de que el testamento de Alfonso fuera declarado contrario a la ley aragonesa, pues el difunto sólo podía disponer a su antojo de las tierras conquistadas y no del resto del reino. Así pues, Ramiro fue sacado del monasterio y coronado nuevo Rey en Zaragoza el 29 de septiembre de 1134, bajo el nombre de Ramiro II. La nueva situación no sólo conllevaba tener que hacerse cargo de un reino que daba síntomas de descomposición, sino que también debía abandonar los hábitos, elegir una esposa y engendrar un heredero. Y todo eso tenía que hacerlo de inmediato.

El consejo del Abad

El nuevo rey, conocido como “El Monje” o “El de la Cogulla” (y posteriormente como “El de la Campana”, por la historia que aquí contamos) se encontró desde el principio con grandes problemas. El reino de Navarra se desgajó del de Aragón, y Castilla se apoderó de la ciudad de Zaragoza aduciendo derechos sucesorios de la esposa del anterior rey aragonés, Urraca de Castilla. Además, los nobles dieron por sentado que podrían mangonear al nuevo rey, ante su inexperiencia y su falta de inclinación por los asuntos mundanos, así que se dedicaron a cometer tropelías. Estaban a la orden del día el abuso a los labriegos y el rapto de sus hijas por parte de los nobles, se hurtaba sin recato del Diezmo Real, y había luchas internas por la más mínima menudencia. El respetado Reino de Aragón estaba a punto de convertirse en un puñado de taifas.

Además, algunos nobles tomaron la decisión de acercarse a los reinos de Castilla y Navarra como mejor forma de aumentar su poder, de modo que dejaron de apoyar a Ramiro II con la misma celeridad con la que antes lo habían entronizado. En una de esas disputas, Ramiro tuvo que huir a Besalú en 1135, ante el grave peligro de perder el trono frente unos nobles que aprovechaban el cambio de monarca para satisfacer sus ansias de poder. En nada ayudaba el hecho de que Ramiro fuera un ávido lector de los clásicos en unos tiempos en los que los miembros de la nobleza se enorgullecían de ser analfabetos, y que tuviera fama de gustarle más la recolección de setas que los asuntos de Estado. Pero los nobles habían subestimado a Ramiro.

Ramiro II El Monje
El Rey volvió y trató de hacerse cargo de la situación, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo; así que despachó un mensajero de confianza al monasterio de San Ponce de Tomeras para pedir consejo a su Abad, con el que le unía una profunda amistad desde su juventud, cuando tomó allí los hábitos de monje. El mensajero llegó al monasterio y rápidamente pidió ser recibido por el Abad, al que le transmitió el mensaje del Rey. Éste, después de un breve silencio pensativo, ordenó al mensajero que lo acompañara al huerto. Mientras paseaban, y sin que nadie pronunciara palabra alguna, el Abad fue cortando las coles (algunas fuentes hablan de rosas) que más sobresalían sobre las demás. Acabado el paseo, el Abad se volvió hacia el mensajero y le dijo:

Vuelve a mi Señor el Rey, y cuéntale cuánto has visto

El mensajero, atónito ante lo que había pasado, montó en su caballo y regresó a transmitir al Rey el mensaje del Abad. El monarca, al contrario que el estupefacto mensajero, sí que entendió lo que el Abad quería decir. Ahora sabía exactamente lo que tenía que hacer.

La campana

Ramiro convocó a los nobles a Cortes en Huesca comunicándoles que quería enseñarles una campana que había mandado construir, cuyo sonido se escucharía por todo el reino. Los nobles recibieron la noticia entre la sorpresa y la burla, pero el día fijado allí se presentaron, curiosos por contemplar esa campana de la que el Rey les hablaba (“vayamos a ver esa locura que el Rey quiere hacer”, dice la Crónica de San Juan de la Peña que pensaron los nobles). Antes de empezar las Cortes, les invitó a un copioso asado regado con abundante buen vino para consensuar un orden del día entre todos. En la sobremesa, el Rey fue invitando uno a uno a los principales miembros de la nobleza a entrar en la sala de debajo del trono para debatir en privado con ellos y enseñarles la famosa campana.

Sala de la Campana, en una fotografía antigua
Los nobles, conforme iban entrando, eran reducidos por seis fornidos montañeses que sin perder tiempo los decapitaban. Los cuerpos descabezados eran echados a un rincón mientras las cabezas eran dispuestas en un círculo. Quince cabezas se disponían de esta forma en el suelo cuando hizo entrar al Obispo Ordás de Zaragoza, principal cabecilla de las conjuras contra él. El Obispo, al ver el espectáculo, quedó sobrecogido. El Rey le preguntó si no le parecía la más hermosa campana jamás hecha, y si creía que le faltaba algo, a lo que el Obispo, lleno de terror, contestó que no faltaba nada. El Rey entonces le contestó: “Sí que le falta algo, y esto es el badajo, y para suplirlo destino tu cabeza”. Ordás fue también decapitado y su cabeza colgada de un gancho en medio del círculo que formaban las otras cabezas.

Una vez terminada la campana, el Rey invitó al resto de los nobles a entrar con él para admirar la campana de la que tanto les había hablado:

¡Vais a ver la campana que he hecho fundir en los subterráneos para que repique a mayor gloria y fortaleza de Ramiro II! Estoy cierto que su tañido os hará comedidos, solícitos y obedientes a mis mandatos

Los nobles quedaron aterrorizados ante lo que vieron. Comprendieron que no se las tenían con un pelele al que pudieran manejar a su antojo, sino que Ramiro II había demostrado ser un rey fuerte que no vacilaría ante nada con tal de conservar el reino.

"La Campana de Huesca", de José Casado del Alisal
Ramiro reinó hasta su muerte, el 16 de agosto de 1157. Dejó el reino de Aragón a su hija Petronila, aunque el regente de facto fue su marido, el Conde de Barcelona Ramón Berenguer IV. Hasta el fin de su reinado, Ramiro II El Monje no tuvo que preocuparse más por sublevaciones de nobles ni conjuras de obispos. Efectivamente, el tañido de la campana de Huesca fue tan poderoso que llevó la paz a todo el reino.

¿Leyenda o realidad?

Durante mucho tiempo, la historia de la Campana de Huesca fue considerada real, hasta el punto de que, como ya hemos mencionado, existe una sala en el antiguo Palacio Real de Huesca donde se afirma que ocurrieron los hechos. Sin embargo, la historia no hace más que adaptar y repetir una leyenda clásica que ya se contaba en los tiempos de Heródoto (siglo V a.C.), que en su “Historia” relata lo siguiente:

Periandro despachó un heraldo a la corte de Trasibulo para preguntarle que con qué tipo de medidas políticas conseguiría asegurar sólidamente su posición y regir la ciudad con el máximo acierto. Entonces Trasibulo condujo fuera de la capital al emisario de Periandro, entró con él en un campo sembrado y, (...) cada vez que veía que una espiga sobresalía, la tronchaba (...) Acabó por destruir lo más espléndido y granado del trigal. Y, una vez atravesado el labrantío, despidió al heraldo sin haberle dado ni un solo consejo.

Esta misma historia es contada de forma más breve por Aristóteles en su “Política”. Asimismo Tito Livio, a finales del siglo I a.C., atribuye la leyenda al rey de los romanos Tarquino, que con un bastón cortaba las adormideras más altas para aleccionar al rey de los gabios Sexto Tarquino.

Firma de Ramiro II
Sin embargo, sí que puede haber un poso de verdad en todo el asunto. Está acreditado que el comienzo del reinado de Ramiro II fue una constante lucha entre la corona y la nobleza, y que el Rey tuvo que actuar expeditivamente contra unos nobles que querían usurpar las funciones y el poder del monarca. Unos cincuenta años después de los hechos, los “Anales Toledanos Primeros” contienen la escueta nota siguiente: “Mataron las potestades en Huesca”. Más extensa es la “Primera Crónica General” o “Estoria de España”, que a mediados del siglo XIII narra lo siguiente:

aquel don Ramiro el Monge (...) no lo quiso mas sofrir, et guisó desta manera que en un día en la çibdat de Güesca en un corral de las sus casas, fizo matar onze rricos omnes, con los quales murieron muy grant pieça de cavalleros

No obstante, la narración más detallada se encuentra en la ya mencionada “Crónica de San Juan de la Peña”, escrita alrededor del año 1369, y que recoge un romance contemporáneo de los hechos que cuenta el episodio en su forma ya definitiva.

Sala de la Campana, en una fotografía actual
Asimismo, tenemos el relato del cronista árabe Ibn Idari, que narró el episodio de unos caballeros aragoneses que rompieron la tregua acordada entre Aragón y el gobernador árabe de Valencia y Murcia asaltando una caravana. Ramiro II tuvo que tomar cartas en el asunto y mandó decapitar a los siete nobles que habían participado en el asalto.

Es muy probable que todos estos hechos fueran reunidos y embellecidos dando forma a una leyenda que tuvo su máxima difusión en el siglo XIII, cuando nuevamente los reyes aragoneses tuvieron sus más y sus menos con los nobles. El mensaje que transmitía la historia era “tened cuidado, nobles, pues mis antepasados ya sabían tratar a gentes de vuestra calaña”. Posteriormente, todo fue recogido en la antedicha “Crónica de San Juan de la Peña”, que ha sido la que nos legado la historia hasta nuestros días.
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Zenobia, la gran enemiga de Roma

Durante el siglo III, Roma vivió una de las mayores crisis de su historia. En el algo menos de un siglo que transcurrió entre la muerte de Cómodo y la subida al poder de Diocleciano, 27 emperadores se sucedieron unos a otros en rápida sucesión, de los que sólo dos murieron en su cama. La situación estaba tan deteriorada que hubo momentos en que varios emperadores gobernaban distintas partes del imperio, ocupados en rechazar a los enemigos externos y en matarse entre sí más que en gobernar.

Imagen de la ciudad de Palmira
Pero fue en la segunda mitad del siglo cuando el Imperio Romano estuvo a punto de sucumbir ante la abundancia de enemigos y el desgobierno interno. La Galia se había separado para formar un imperio independiente, los godos se internaban en territorio romano a través de las defensas fronterizas saqueando y matando por doquier, y los persas amenazaban con conquistar toda la parte oriental del Imperio. Sin embargo, entre todos estos enemigos destaca la figura de una mujer, Zenobia, que empezó siendo aliada de Roma para convertirse en su encarnizada rival, y a punto estuvo desde Palmira de crear su propio imperio a costa de las posesiones romanas en oriente.

Palmira, una ciudad en mitad del desierto

Los primeros testimonios sobre la ciudad de Palmira datan del segundo milenio antes de Cristo, cuando los archivos cuneiformes de Mari hablan de una ciudad llamada Tadmor, localizada en el oasis de Afqa, en pleno desierto sirio. Sin embargo, parece ser que la ciudad es mucho más antigua, remontándose los primeros asentamientos a cinco mil años antes. Sus habitantes eran una mezcla de siríacos y arameos, con el añadido posterior de comerciantes griegos. Situada en un cruce de caminos, era lugar de paso obligado de las caravanas comerciales entre oriente y occidente, lo que le procuró gran riqueza.

Zenobia (Herbert Schmalz)
Tras la muerte de Alejandro, la ciudad cayó en el área de influencia del Imperio Seléucida. Pero el momento en que Tadmor adquirió gran relevancia fue en el siglo I a.C., cuando Siria se convirtió en provincia romana. Sus habitantes reconocieron el dominio romano sobre la región y éstos la dotaron de un régimen fiscal favorable, lo que permitió que prosperara notablemente. ¡Y vaya si prosperó! Los romanos la rebautizaron con un nuevo nombre (Palmira, que significa “lugar de palmeras”) y se convirtió en una de las ciudades más ricas y esplendorosas de oriente.

Ruinas de Palmira
Palmira pasó a ser el sitio donde los imperios rivales de Partia y Roma hacían negocios, el lugar donde las caravanas cargadas de especias y seda de oriente se intercambiaban por el oro romano, del que la ciudad se quedaba un porcentaje. El esplendor de Palmira fue legendario, con construcciones que mezclaban los estilos oriental y helenístico, combinando un ágora griega y una arquitectura romana con bajorrelieves persas. Algunas de sus construcciones más imponentes eran el templo de Baal, el Teatro Romano y el Tetrápilo (especie de monumento con cuatro puertas que se construía en el cruce de dos vías). Para la segunda mitad del siglo III Palmira llegó a tener 200.000 habitantes, una cifra enorme teniendo en cuenta que, por ejemplo, Emérita Augusta (la actual Mérida, una de las ciudades más importantes del occidente romano) nunca pasó de 20.000.

Los persas amenazan el este

En el año 260, el emperador romano Valeriano y todo su séquito fueron capturados por el rey persa Sapor I en el curso de unas negociaciones de paz cerca de Edesa (Siria). No se conoce el destino exacto que corrió Valeriano. Algunas fuentes señalan que Sapor lo conservó con vida y le hizo actuar de escalón humano para subir a su caballo, y otras dicen que fue llevado a Persépolis y allí se le hizo beber oro fundido, se le desolló y con su piel Sapor se hizo un trofeo. En cualquier caso, el pánico se apoderó del imperio, pues nada parecía ahora poder detener a los persas. Éstos se sentían muy confiados y albergaban sueños de control de todo el oriente romano, y llegaron a saquear gran parte de Siria, Cilicia y Capadocia. A esta difícil situación se unió que un usurpador, Iunius Quietus, se proclamara emperador en la ciudad de Emesa (la actual Homs).

Busto del Emperador Valeriano
Todas estas circunstancias hicieron que Palmira se replanteara su lealtad hacia Roma. Una guerra en la zona afectaba al comercio, que era el modo de vida de la ciudad. Además, la paz y seguridad que Roma ofrecía eran cada vez más tenues. La ciudad estaba entonces gobernada por Septimio Odenato (que significa “oreja pequeña”), quien haciéndose eco del sentir de la población, envió una propuesta de alianza a Sapor. El rey persa le contestó arrogantemente que Odenato podría considerarse afortunado de seguir siendo un vasallo si se presentaba personalmente ante él y le llevaba presentes para hacerse perdonar su insolencia. Odenato se enfadó mucho ante la respuesta persa, y se embarcó en una guerra que de todos modos no podría evitar.
 
Moneda acuñada por Quietus
Atacó por sorpresa a las tropas persas que volvían del saqueo de Antioquía, dando comienzo a las hostilidades. Pronto recuperó las estratégicas fortalezas de Carras y Nisibis, e incluso llegó a someter al rey persa a un breve asedio en su capital, Ctesifonte. Después, en vista de que también tenía que elegir entre los distintos pretendientes a la púrpura imperial, puso rumbo a Emesa y mató a Quietus, al que en su breve reinado apenas le había dado tiempo a acuñar alguna moneda. Roma, en manos de Galieno (hijo de Valeriano), estaba encantada con Odenato y el emperador lo nombró “vir consularis” (un título que significaba que había servido como cónsul en las provincias, pero no había sido nombrado por el Senado como tal) y le dio el título de “corrector totus orientis” (supervisor de todo el este). Odenato, por su parte, se proclamó a sí mismo “Rey de Palmira”, dejando bien claras sus intenciones.

Dibujo de un catafracto
El ejército de Palmira se basaba en dos formidables armas: los arqueros y los catafractos. Los catafractos eran una caballería pesada en la que tanto jinete como caballo iban protegidos por una fuerte armadura (los jinetes tenían un nombre para esa armadura: clibanus, que significa “horno”, por el calor que pasaban con ella). Galieno, concentrado en mantener el dominio sobre el corazón del Imperio, estaba dispuesto a ceder el control de las zonas periféricas con tal de que quién lo ejerciese lo hiciera en nombre de Roma. Pero estaba claro que Odenato estaba desarrollando su propio proyecto personal y no el de los romanos.

Busto de Galieno
En el año 267, una incursión goda en Capadocia obligó a Odenato a marchar a toda prisa hacia el norte. En el curso de esa expedición, Odenato y su primogénito y heredero Septimio Herodes fueron asesinados por su sobrino Meonio. Meonio alegó haber vengado una ofensa recibida del rey, pero el hecho de que Herodes también muriera demuestra que ambicionaba ocupar el trono. Los historiadores no se ponen de acuerdo en quién pudo estar detrás del doble asesinato. Unos creen que Meonio estaba pagado por los persas, otros afirman que Roma alentó el crimen, y la mayoría opina que tras todo estaba la viuda de Odenato, Zenobia.

La viuda de Odenato

Odenato se había casado en el año 258 en segundas nupcias con una bella y joven mujer llamada Zenobia, que por aquel entonces tenía 13 años. Cuando Odenato murió, Zenobia actuó de regente de su hijo Vabalato, que contaba entonces con un año de edad. Es precisamente el hecho de que el trono pasara a Vabalato lo que alimenta las sospechas de que Zenobia estaba detrás del asesinato de Odenato y de su hijo Herodes (fruto de un matrimonio anterior de Odenato), pues mientras éste viviera no había posibilidad alguna de que sus hijos subieran al trono. Una de sus primeras acciones de gobierno fue capturar al asesino de su marido y ejecutarlo. A continuación, se dedicó a consolidarse en el trono y embellecer Palmira, animando a cada ciudadano rico a que encargase una estatua suya y la erigiera en la ciudad (Palmira llegó a tener más de 200 de estas estatuas).

Boda de Odenato y Zenobia (Van Egmont)
Zenobia, que se autoproclamaba descendiente de Cleopatra, controlaba un imperio que se extendía desde los Montes Tauro en el norte al Golfo de Arabia al sur, e incluía Cilicia, Mesopotamia y partes de Siria y Arabia. De vez en cuando se presentaba ante sus tropas vestida con la armadura de combate y se dirigía a sus soldados con voz alta y muy masculina. Sin embargo, se trataba de la misma reina que reunió en su corte una escuela de los filósofos neoplatónicos de moda, y que hizo de uno de ellos, Longino, su principal consejero, junto al teólogo Pablo de Samosata (famoso por intentar conciliar cristianismo y paganismo). Era por tanto una mujer culta e inteligente, y por lo que parece, de gran ambición. Y ahora estaba esperando el momento propicio para expandir sus dominios a costa de romanos y persas.

Moneda de Claudio Gótico
Ese momento llegó pronto. El emperador Galieno murió asesinado en el año 268, y su sucesor Claudio Gótico tuvo que dedicar todos sus esfuerzos a combatir a los godos que amenazaban la frontera nororiental del imperio. Así pues, con la atención romana en otra parte, Zenobia dirigió su ejército contra la ciudad de Bostra, y posteriormente se hizo con el control de Antioquía bajo el pretexto de que era la “ciudad ancestral” de Vabalato. Todos estas maniobras provocaban gran recelo en Roma, que no sabía muy bien cómo tratar a una aliada tan decidida. Pero sin duda el punto de inflexión llegó cuando Zenobia recibió una carta de un jefe militar egipcio llamado Timágenes que le informaba de que la presencia militar romana en el país era débil y la instaba a invadirlo. La decisión que se presentaba ante la reina era vital, pues atacar Egipto la pondría en guerra abierta contra Roma, pero una oportunidad así era demasiado tentadora como para dejarla pasar.

En guerra contra Roma

Egipto no era cualquier provincia del Imperio Romano. Su importancia estratégica era vital, pues de ella salía la mayor parte del trigo que se consumía en Roma. Intentar conquistarla sería tanto como declarar la guerra a los romanos, pero Zenobia creyó tener calculados todos los riesgos y tomó la decisión de invadirla. En el año 269, un ejército palmireño de 70.000 hombres entró en Egipto. A él se unieron las tropas de Timágenes, y ambos derrotaron fácilmente a la escasa guarnición romana del país. Gótico envió al almirante Probo, que consiguió rechazar a las tropas de Palmira y los persiguió hasta Gaza, pero finalmente cayó víctima de una emboscada y murió. El imperio de Palmira alcanzaba así su máxima extensión.

Mapa del Imperio de Palmira en su máxima extensión
En principio Zenobia trató de hacer creer a los romanos que seguía siendo una fiel aliada suya. Se proclamó “Reina de Egipto”, pero afirmaba que lo hacía para defender los intereses romanos; a la vez, construía unas fuertes murallas alrededor de Palmira en previsión de la respuesta de las tropas romanas. Las monedas acuñadas en las zonas bajo su dominio en esa época muestran al Emperador en el reverso y a su hijo Vabalato en el anverso, tocado con la corona de laurel romana en lugar de la típica diadema de los reyes orientales. Pero Roma ya no se llamaba a engaño, y Zenobia fue pronto considerada como la mayor amenaza para el Imperio. Gótico había muerto en el año 270 víctima de la peste, y su sucesor Quintilio apenas tuvo tiempo de instalarse cuando fue depuesto por Aureliano, uno de sus generales.

Zenobia se dirige a sus tropas (Tiépolo)
Aureliano (cuyo sobrenombre era “Manu ad ferrum”, mano en la espada) no estaba dispuesto a tolerar la presencia de las tropas de Zenobia en Egipto. Después de conjurar una invasión germana en Italia y de haber derrotado a los godos en Dacia, mandó a su ejército contra Palmira en el año 272. De su carácter da buena cuenta una anécdota de esta campaña. Ante las murallas de Tyana, en Capadocia, declaró que “en esta ciudad no va a quedar vivo ni un perro”. Los habitantes de la ciudad, temerosos de las represalias romanas si no se rendían, abrieron las puertas y dejaron paso libre a las legiones. Aureliano prohibió que fuera saqueada, y cuando los legionarios le reprocharon que no les permitiera el saqueo y le recordaron la frase que había pronunciado, hizo honor a su palabra y ordenó matar a todos los perros de la ciudad. Esta actitud de clemencia hizo que las ciudades de Asia Menor le fueran favorables y que su ejército se fuera engrosando paulatinamente. Zenobia ya no albergaba dudas de que el enfrentamiento era inminente, como demuestra el hecho de que en las nuevas monedas acuñadas no apareciera Aureliano y que Vabalato pasara a recibir la denominación de “Imperator”.

Busto de Aureliano
Ambos ejércitos se encontraron finalmente cerca de Antioquía, y los romanos obtuvieron una gran victoria. Los catafractos de Palmira sufrieron la táctica romana de ataque y huida hasta que, agotados por el calor y el peso de sus corazas, fueron presa fácil. Aureliano evitó que los legionarios saquearan la ciudad, y esta táctica de perdón propició que otras ciudades se pusieran inmediatamente de su parte, como Apamea, Larissa y Aretusa. Zenobia estaba perdiendo la guerra tanto en el plano militar como en el de la propaganda, pues las noticias de que los romanos perdonaban las ciudades conquistadas la estaban dejando sin apoyos. Así que se puso personalmente al frente de su ejército y se enfrentó a los romanos cerca de la ciudad de Emesa.

Moneda con la efigie de Zenobia
Los catafractos de Zenobia arrasaron a la caballería romana. Sin embargo, desobedeciendo las órdenes de sus oficiales, los jinetes desmontaron para saquear los cadáveres romanos. Fue entonces cuando entró en acción la infantería romana, que fueron sistemáticamente rodeando y matando a los catafractos desmontados, que agobiados por el peso de sus armaduras, apenas podían moverse. Mención aparte merece un cuerpo especial de guerreros palestinos al servicio de Roma, que armados de una larga maza tachonada de clavos de hierro, literalmente convertían a los catafractos en papilla dentro de sus armaduras. Las tropas de Palmira sufrieron una aplastante derrota y Zenobia tuvo que huir. Esta derrota fue decisiva, pues los romanos se apoderaron también del tesoro de la reina y con ello se evaporó cualquier posibilidad de que los palmireños pudieran continuar una campaña tan costosa.

El fin del sueño

Zenobia se retiró con el resto de su ejército hacia Palmira. Su única esperanza era pedir ayuda a su antiguo enemigo Sapor, en la convicción de que unidos podrían hacer frente a los romanos. Sin embargo, los romanos se presentaron ante las murallas de la ciudad y de los persas no había noticia alguna. Aureliano, consciente de no poder asaltarlas, prometió respetar la vida de los habitantes de Palmira si Zenobia se rendía, a lo que la reina contestó que “Cleopatra prefirió morir antes que vivir de manera diferente a una reina”. Y así quedaron las cosas por el momento, con los romanos sin fuerzas para asaltar la ciudad y con Zenobia sin fuerzas para intentar romper el cerco.

Plano de Palmira
Este punto muerto no favorecía a ninguno de los dos contendientes. Por una parte, Aureliano se había presentado como “Restaurador de Oriente”, de forma que no conquistar Palmira sería un duro golpe a su prestigio y daría alas a un posible usurpador. Por otra parte, los romanos habían prometido piedad si Palmira se rendía, pero esa piedad sería de peor calidad cuanto más se abusara de la paciencia romana. En este juego del gato y el ratón, Zenobia fue la primera que hizo un movimiento: escapó de la ciudad con un pequeño séquito y trató de llegar al Éufrates para conseguir la ayuda persa. Fue una apuesta arriesgada y perdió. La reina fue capturada cuando estaba a punto de alcanzar el río. Cuando la noticia llegó a Palmira, la ciudad abrió sus puertas a los romanos, y Aureliano, fiel a su palabra, no la saqueó.

Moneda que representa a Aureliano derrotando a Palmira
El juicio a Zenobia se celebró en Emesa, y en él la reina trató de zafarse culpando a sus consejeros de todas sus acciones. Particularmente dura fue con Longino, que soportó todas las acusaciones con una dignidad que avergonzó a la misma Zenobia. Aureliano, a pesar de que sus soldados le pedían que la matara, perdonó la vida de la reina, aunque la sometió a todo tipo de humillaciones en su regreso hacia Roma; así, por ejemplo, fue paseada por las calles de Antioquía montada en un dromedario y luego exhibida durante tres días en una plataforma especialmente construida para la ocasión. Aureliano trataba de destruir el prestigio de Zenobia para evitar que nadie pudiera volver a levantarse por su causa. En cuanto a Vabalato, no se sabe qué suerte corrió, aunque probablemente murió en el viaje hacia Roma.

Estatua de Zenobia encadenada
Sin embargo, la alegría no le duró mucho a Aureliano. En el año 273, tuvo que ocuparse de un senador llamado Tétrico que se rebeló en la Galia y trató de independizarse de Roma. Los partidarios de Zenobia en Palmira, al ver que las tropas romanas debían dirigir su atención a otra parte, volvieron a rebelarse bajo el mando de un pariente de la reina y mataron a la guarnición. Aureliano, para sorpresa de muchos, aparcó el problema galo y volvió sobre sus pasos, consiguiendo sofocar la rebelión fácilmente. Esta vez no tuvo piedad de Palmira, y ordenó saquearla y destruir sus murallas.
Murallas interiores de Palmira
Zenobia fue exhibida junto a Tétrico en el triunfo que Aureliano celebró después de pacificar el Imperio. Se dice que desfiló detrás del carro del Emperador cargada con cadenas de oro tan pesadas que necesitó ayuda para mantenerse en pie. Contrariamente a lo que solía hacerse, las vidas de ambos fueron perdonadas, y Zenobia se estableció en una hacienda, donde poco después se casó con un senador romano. Pero no crean que fue por benevolencia de Aureliano, sino por simple cálculo político: era más difícil que hubiera rebeliones en Oriente por una matrona romana que vivía con toda clase de lujos que por la memoria de una reina indómita y mártir. Fue así como acabó sus días después de haber sobrevivido a Aureliano, que como buen emperador de aquellos convulsos años, fue asesinado por sus colaboradores en el año 275. 
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El experimento de la cárcel de Stanford

¿Qué pasaría si se ponen buenas personas en un entorno maligno y se les da la oportunidad de hacer el mal? A esta interesante pregunta trató de responder el profesor de Psicología de la Universidad de Stanford Philip Zimbardo. En el verano de 1971, llevó a cabo un experimento con voluntarios que trataba de demostrar lo delgada que puede llegar a ser la línea que separa el bien y el mal. Dicho experimento consistía en simular las condiciones de vida de una cárcel donde los diversos voluntarios se repartirían los papeles de presos y guardianes, o en palabras del propio Zimbardo, se trataba de “ver cómo se comportaba gente buena en situaciones malvadas”.

El Profesor Zimbardo con los padres de uno de los "presos"
días antes de comenzar el experimento
Sin embargo, el conocido como el “Experimento de la cárcel de Stanford” pronto se les fue de las manos a los investigadores. Lo que empezó siendo un estudio sobre la conducta y resistencia humanas, se convirtió en pocos días en un muestrario completo de actos de sadismo y crueldad, hasta el punto de que tuvo que ser cancelado antes de finalizar el plazo previsto. Objeto de estudios, libros y películas (entre las que destaca la excelente “La ola”), este experimento sigue generando polémica aún hoy en día, en parte por las nefastas consecuencias que tuvo para todos los protagonistas.

Planteamiento del experimento

En 1971, la Armada norteamericana estaba buscando una explicación a los conflictos en su sistema de prisiones y en las del cuerpo de los Marines. Para encontrarla, la Oficina de Investigación Naval (ONR) subvencionó al equipo del profesor Philip Zimbardo, célebre por aquel entonces en el campo de la Psicología Social y estudios sobre el comportamiento, para que diseñara y llevara a cabo un experimento que simulara las condiciones de vida en una prisión, de forma que se pudiera conocer la capacidad humana tanto para aguantar el castigo como para ejercerlo. Zimbardo, profesor de Psicología en la Universidad de Stanford, se puso manos a la obra.

Anuncio en prensa pidiendo voluntarios para el experimento
Lo primero que hizo fue poner una serie de anuncios en la prensa para recabar voluntarios. Atraídos por los 15 dólares diarios que se ofrecían de retribución (unos 90 dólares actuales), 70 personas se presentaron. A los aspirantes se les realizaron una serie de test de selección y finalmente el equipo de Zimbardo eligió los 24 que llevarían a cabo el experimento, primando a aquellos que eran más estables y sanos psicológicamente. La mayoría de ellos eran jóvenes, blancos, de clase media y estudiantes universitarios; es decir, candidatos a futuros pilares de la comunidad.

Los aspirantes quedaron divididos en dos grupos de 9 personas cada uno, quedando 6 como reservas. Uno de los grupos sería el de los “guardias” y el otro el de los “prisioneros”. La pertenencia de los aspirantes a cada uno de estos grupos se hizo al azar, tirando una moneda al aire. Aunque con posterioridad los prisioneros se quejaron de que el grupo de los guardianes estaba integrado por aquellos más fuertes y robustos físicamente, la realidad es que no había diferencias significativas entre los integrantes de los dos grupos en esta cuestión. Un investigador asistente haría las veces de “alcaide” y Zimbardo sería el “superintendente”. La cárcel ficticia se instaló en los sótanos del Departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, y consistía en una sala de confinamiento con tres celdas (una por cada tres presos) y un patio, todo monitorizado con cámaras y micrófonos. La instalación de esta prisión era algo desconocido para los que tenían que hacer de prisioneros, de modo que cuando posteriormente fueron trasladados allí creyeron estar en una cárcel real.

Uno de los guardias vestido de uniforme
Zimbardo buscaba que se provocara rápidamente un efecto de desorientación y despersonalización de los prisioneros, por lo que estableció una serie de condiciones muy precisas para ambos grupos. Los guardias recibirían una porra y un uniforme caqui de inspiración castrense que ellos mismos escogieron en un almacén militar. Además, tendrían que llevar siempre puestas unas gafas de espejo para evitar que los prisioneros pudieran tener contacto visual con ellos (Zimbardo sacó la idea de la película “La leyenda del indomable”). Los prisioneros, por su parte, debían vestir sólo batas de muselina (una tela semitransparente utilizada para confeccionar cortinas y visillos) sin ropa interior debajo y sandalias con tacones de goma, que se eligieron de forma que les forzara a tener posturas corporales “poco familiares” y contribuyeran a su incomodidad. No se les designaría por nombres sino por números, que estarían cosidos a su “uniforme”. Asimismo, tendrían que llevar una media de nylon en la cabeza para simular que las tenían rapadas. Por último, deberían tener permanentemente una pequeña cadena alrededor de sus tobillos como recordatorio constante de que estaban encarcelados.

Detalle de la cadena del tobillo de uno de los prisioneros
Un detalle importante es que los prisioneros deberían estar las 24 horas en el módulo-prisión del experimento, pero los guardias trabajarían por turnos de 8 horas y podrían irse a su casa en sus horas libres. Sin embargo, durante el experimento muchos de ellos se ofrecieron a hacer horas extras gratis, sin paga adicional.

A los prisioneros se les dijo simplemente que se fueran a sus casas hasta que “alguien” les visitara y les avisara de que el experimento iba a comenzar. A los guardias, sin embargo, sí se les informó cuándo sería ese comienzo, y el día de antes Zimbardo y su equipo tuvieron una reunión con ellos. Se les recordó que no podrían utilizar la violencia física y que su responsabilidad era dirigir la “prisión” de la forma que consideraran más conveniente. Zimbardo les transmitió también las siguientes instrucciones:

Podéis producir en los prisioneros que sientan aburrimiento, miedo hasta cierto punto, podéis crear una noción de arbitrariedad y de que su vida está totalmente controlada por nosotros, por el sistema, vosotros, yo, y de que no tendrán privacidad... Vamos a despojarlos de su individualidad de varias formas. En general, todo esto conduce a un sentimiento de impotencia. Es decir, en esta situación tendremos todo el poder y ellos no tendrán ninguno”.

Como veremos más adelante, algunos se tomaron estas instrucciones demasiado al pie de la letra. El experimento, con una duración prevista de 14 días, estaba listo para empezar.

Comienza el experimento

El 14 de agosto de 1971, sin previo aviso, los prisioneros recibieron la visita prometida de “alguien” para avisarles del inicio del experimento. Ese “alguien” resultó ser el Departamento de Policía de Palo Alto (que “amablemente” colaboró en el experimento). Los prisioneros fueron detenidos con cargos por robo a mano armada y se les hizo pasar por todo el procedimiento de detención: se les esposó, se les tomaron las huellas dactilares, se les realizaron fotografías para su ficha policial y se les informó de sus derechos. Una vez realizado todo el proceso, se les vendaron los ojos y fueron trasladados a la prisión ficticia (de la que ellos desconocían su existencia). Cuando llegaron allí, fueron desnudados, “explorados” y desparasitados rociándoles con un spray. Posteriormente se les dieron sus nuevos “uniformes” (cadena tobillera incluida) e identidad, y se les recluyó en sus celdas.

Detención de uno de los prisioneros del experimento
El primer día transcurrió sin más sobresaltos. El trato dado por los guardias era casi hospitalario. Parecía que todos se resistían a meterse en sus respectivos roles. Sin embargo, los prisioneros no estaban demasiado contentos con la forma en que habían sido tratados hasta ese momento, así que el segundo día, a la hora del recuento, algunos prisioneros se quitaron la media de la cabeza y se arrancaron los números de sus uniformes. Acababa de empezar un motín.

El motín

Los guardianes se tomaron el motín muy en serio. De hecho, muchos de ellos se presentaron voluntarios en su tiempo libre para reprimirlo. Los guardias atacaron a los prisioneros con extintores para reducirlos, sin que los supervisores, que lo observaban todo a través de los monitores, hicieran nada para detenerlos. Una vez aplacado el motín, comenzaron los castigos. Dividieron a los presos en “buenos” y “malos” de forma semialeatoria, situando a cada grupo en celdas diferentes. Esta división fomentó la idea entre los presos de que entre ellos había informantes, de modo que todos empezaron a desconfiar de todos. A los buenos se les ofrecían pequeñas recompensas si no protestaban (algo que aparentemente funcionó, pues no volvieron a producirse motines), mientras que a los malos se les empezó a tratar de forma cada vez más cruel. Los prisioneros, hasta entonces unidos por un enemigo común, se fueron convirtiendo poco a poco en un grupo incapaz de rebelarse, de luchar o de reaccionar.

Ficha policial ficticia de uno de los prisioneros
Algunas de las vejaciones que recibieron fueron obligarles a ir desnudos para humillarles, o negarles el derecho de ir al lavabo, algo que pronto empezó a ser un privilegio otorgado discrecionalmente por los guardias. El siguiente paso fue hacer eso mismo con la comida, de forma que el hecho de poder comer se convirtió en una recompensa en lugar de un derecho fundamental de los presos. Durante los días sucesivos se pasaron a prácticas cada vez más crueles y humillantes, como obligarles a dormir desnudos en el suelo después de retirarles el colchón y la ropa, o el ejercicio físico forzado (en forma de flexiones y abdominales). Los recuentos diarios, que en principio habían sido ideados para ayudar a los presos a familiarizarse con sus números, se convirtieron en experiencias traumáticas en las que los guardias frecuentemente castigaban y humillaban a los prisioneros. A algunos de ellos, como medida punitiva, se les obligó a limpiar los retretes con sus manos desnudas. Para los guardianes, ya no bastaban los castigos corrientes, así que empezaron a imponer penas arbitrarias y humillaciones gratuitas. Las zancadillas, empujones y zarandeos comenzaron a ser frecuentes.

Guardia y prisioneros en el trascurso del experimento
La situación dio una vuelta más de tuerca: empezaron las “visitas nocturnas” de los guardias a los presos. Creyendo que las cámaras estaban desconectadas por la noche, grupos de guardianes accedían a las celdas y sometían a los prisioneros a toda clase de vejaciones. Los guardias asumieron rápidamente la convicción de que tenían todo el poder sobre los presos y a su vez éstos asumieron su papel de víctimas indefensas sometidas a los caprichos de esos guardianes. Muchos de los guardias empezaron a mostrar “tendencias sádicas genuinas”, en palabras del propio Zimbardo. Había uno en especial que se mostraba particularmente activo en su sadismo, y el equipo investigador comenzó a apodarlo como “John Wayne”.

Uno de los presos limpiando retretes como castigo
Al cuarto día, comenzó a extenderse el rumor de que se preparaba un intento de fuga. La reacción de Zimbardo y su equipo fue intentar trasladar el experimento a un bloque de celdas reales, las de la policía de Palo Alto. Éstos se negaron argumentando problemas con los seguros, y Zimbardo se enfadó mucho ante lo que consideraba una falta de colaboración por parte de la policía.

Algunos presos se derrumban

Zimbardo y su equipo, que hacía tiempo que habían dejado de ser unos observadores imparciales para convertirse en unos sujetos más del experimento (como probaba el hecho de que observaran todo lo que pasaba sin intervenir), se inventaron entonces una nueva treta: ofrecieron la “libertad condicional” a los prisioneros a cambio de renunciar a toda su paga. La mayoría de los presos aceptaron el trato y presentaron su solicitud, sólo para ver que ésta era rechazada por el “superintendente” Zimbardo. A pesar de ese rechazo, ninguno abandonó el experimento. Zimbardo diría después que ese hecho probaba que los sujetos de la experiencia habían internalizado sus papeles, pues ninguno tenían razón alguna para quedarse si eran capaces de rechazar su paga con tal de salir de la prisión.

Presos con la cabeza tapada como castigo
Algunos prisioneros, tras las reiteradas muestras de sadismo, opresión y humillación, empezaron a desarrollar trastornos agudos graves, incluyendo uno que tuvo una profunda depresión. Otro de los presos desarrolló un sarpullido psicosomático cuando su “libertad condicional” fue denegada. Se oían llantos en las celdas y el pensamiento de los presos empezó a desorganizarse, de modo que la comunicación con ellos se hacía cada vez más difícil. El estrés y el pánico dominaban el ambiente. Y a todo esto, el sadismo de los guardias continuaba incrementándose. Dos prisioneros sufrieron traumas tan graves que tuvieron que ser evacuados y sustituidos por dos miembros del grupo de reserva.

Recuento en el que se obliga a un preso a hacer flexiones
Uno de esos prisioneros de reemplazo, el número 416, se quedó aterrorizado ante el tratamiento que los guardias daban a los prisioneros y nada más llegar comenzó una huelga de hambre. La reacción de los guardianes fue confinarle desnudo y aislado en un pequeño habitáculo mientras sostenía en alto las salchichas que no había querido comerse. Pero lo más extraño fue el comportamiento del resto de presos, que inmediatamente vieron al recién llegado como un alborotador que buscaba causarles problemas en lugar de alguien que protestaba ante la situación de todos. Cuando los guardias detectaron esa actitud, decidieron aprovecharla en su propio beneficio (lo que constituye una muestra clara de conducta sádica). Les dieron a elegir a los prisioneros entre entregar todas sus mantas o que el nuevo inquilino de la prisión estuviera en su pequeña celda de aislamiento toda la noche: todos los presos eligieron conservar sus mantas. Zimbardo tuvo que intervenir para que el preso 416 volviera a su celda y los guardias lo dejaran dormir.

Uno de los presos llorando
Algunos padres de los voluntarios que hacían de presos en el experimento reclamaron la suspensión de la experiencia y la "liberación" de sus hijos. Lo hacían tras algunos horarios de visita concertados durante la misma. Aunque Zimbardo ordenaba que tanto los voluntarios como sus celdas estuviesen limpios en esas ocasiones, esta petición fue inevitable. Y por supuesto, se desestimaba en toda ocasión. La ficción de la cárcel de Stanford ganó tanto poder que, durante muchos días, ni los voluntarios ni los investigadores fueron capaces de reconocer que el experimento debía detenerse. Todos asumían que lo que ocurría era, en cierto modo, natural. Al sexto día, la situación estaba tan fuera de control que un equipo de investigación notablemente conmocionado tuvo que ponerle fin de manera abrupta. Pero no fue de forma espontánea ni voluntaria.

El fin del experimento

Al sexto día, una estudiante de posgrado llamada Christina Maslach accedió al recinto de la prisión con el fin de entrevistar a prisioneros y guardianes. Lo que vio la dejó horrorizada, e inmediatamente pidió que la experiencia fuera cancelada. Fue la única que dio la voz de alarma ante lo que se estaba viviendo, pues la cincuentena de personas que hasta entonces habían estado observándolo vio en todo momento “normal” lo que allí sucedía. El experimento, previsto para que durara 14 días, fue inmediatamente suspendido cuando apenas habían pasado seis días desde que comenzó.

El prisionero 416
La huella psicológica que dejó esta simulación en todos los que participaron en él fue muy importante. Supuso una experiencia traumática para gran parte de los voluntarios, y muchos de ellos encuentran complicado aún hoy explicar su comportamiento durante esos días: es difícil hacer compatibles la imagen del guardián o el preso que se fue durante el “Experimento de la cárcel de Stanford” y una imagen positiva de uno mismo. Para Philip Zimbardo también supuso un desafío emocional. El “efecto espectador” hizo que durante muchos días los observadores externos aceptaran lo que estaba pasando a su alrededor y que, sobre todo, lo consintieran sin ningún problema. Un grupo de jóvenes normales se habían transformado en torturadores y delincuentes de una manera tan natural que nadie había reparado en el aspecto moral de la situación, a pesar de que los problemas se presentaron prácticamente de golpe.

Zimbardo hablando con algunos de los presos
Pero lo más importante de todo es lo que nos dice este experimento acerca de la naturaleza humana. Mientras duró, la cárcel de Stanford fue un lugar en el que cualquier persona mentalmente sana y con valores podía entrar y corromperse. Unos cambios en el marco de relaciones y ciertas dosis de despersonalización, impunidad y anonimato fueron capaces de derribar el modelo de convivencia que impregna todos los ámbitos de nuestra vida como seres civilizados. Y de entre los escombros de lo que antes había sido la convivencia y la humanidad no surgieron seres humanos capaces de generar por ellos mismos un marco de relaciones igualmente válido y sano, sino personas que interpretaban normas extrañas, ambiguas e insanas de manera sádica y arbitraria.

Y para mí, ésto es lo más inquietante de este experimento.
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La caída de Masada

Situada en una montaña en el límite oriental del desierto de Judea, y cerca de las orillas del Mar Muerto, la fortaleza de Masada fue el escenario del último capítulo de la Gran Rebelión Judía contra Roma. La fortaleza se había convertido en el último refugio de un grupo de rebeldes, y hasta el año 73 no fue tomada por los romanos. Considerada desde el año 2001 Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, posee una gran carga simbólica para los nacionalistas judíos, que la ven como uno de los últimos episodios de resistencia nacional antes de la definitiva diáspora.

Vista aérea de Masada
La historia de su caída contiene elementos trágicos y heroicos a la vez, pues al igual que ocurrió en otras plazas asediadas por los romanos, sus defensores prefirieron el suicidio colectivo antes de caer en sus manos. Objeto de una gran excavación arqueológica durante la década de los 60 del siglo XX, la principal fuente de los acontecimientos que allí pasaron es Flavio Josefo, que en su libro “La guerra de los judíos” hace un pormenorizado relato basándose en los informes oficiales romanos y en los relatos de los supervivientes. Esta es la historia del último reducto de resistencia judía contra Roma. 

La fortaleza

El nombre de Masada es la forma latinizada de la palabra judía “metzuda”, que significa “fortaleza”. Está enclavada en la cumbre en forma de meseta de una montaña que se alza solitaria en el desierto de Judea. La altura de la montaña es de 450 metros sobre el Mar Muerto (63 metros sobre el Mediterráneo). Las laderas de la montaña están cortadas a pico, con una altura de sus acantilados que varían entre los 100 metros y los 400. La superficie de la cumbre es unas 9 hectáreas. Todas estas características contribuyen a que la montaña sea un reducto natural prácticamente inexpugnable, con unos accesos extremadamente complicados. De hecho, en el siglo I sólo existían dos caminos para llegar arriba: el sinuoso “Camino de la serpiente”, de 30 estadios (algo más de 5 kilómetros) de longitud en la ladera este por el que sólo se podía ascender en fila india y al descubierto, y el “Camino de la Roca Blanca”, más corto y directo, pero también más empinado y protegido por una de las torres de la muralla. La única dificultad que tenían los defensores de la fortaleza era la ausencia casi total de lluvias, lo que hacía complicado mantenerse en ella si no se lograban llenar las cisternas.

Palacio de Herodes en Masada
La cumbre fue ocupada como baluarte por primera vez por los reyes asmoneos. Pero fue el Rey Herodes el Grande quién vio pronto la importancia que esta fortaleza natural podría tener, así que se encargó de fortificar la cima y construir un palacio en tres terrazas para su familia. Edificó también grandes cisternas (a la que las mulas traían agua desde el cercano río Jordán subiendo por el “camino de la serpiente”, y que recogían también el agua de lluvia) y almacenes para contener víveres y armas. Las cisternas podían contener hasta 40.000 metros cúbicos de agua (40 millones de litros). A pesar de apenas necesitarlo, también rodeó todo el complejo con una muralla doble guarnecida con torres y casamatas. El propósito de Herodes era construir un complejo palaciego amurallado tanto para protegerse de posibles rebeliones de su propio pueblo (no era un rey muy popular) como de eventuales invasiones desde Egipto.

La Gran Rebelión Judía

En el año 66, los judíos se sublevaron contra Roma en la que constituyó la llamada Gran Rebelión Judía (conocida también como la Primera Guerra Judeo-Romana). Los primeros éxitos de los rebeldes (aniquilaron a las fuerzas romanas en una emboscada en Beth Horón, matando a más de 5.000 legionarios) hicieron que Roma mandara al general Vespasiano al mando de cuatro legiones para sofocar la revuelta. En el año 68, los romanos habían aplastado a las fuerzas judías en el norte del país y se preparaban para poner sitio a Jerusalén. Ocurrió entonces algo que retrasó las operaciones: Vespasiano fue nombrado Emperador y tuvo que partir hacia Roma (véase mi artículo “El año de los 4 emperadores”), dejando a su hijo Tito al frente de las tropas.

Camino de la Serpiente
A pesar de tener en común un fuerte sentimiento religioso y nacionalista, los judíos distaban mucho de ser un pueblo homogéneo socialmente. Las clases sociales eran muy diferentes, existiendo una casta sacerdotal y de altos funcionarios copada por los saduceos, una clase a la que podríamos identificar con la cultura dominada por los fariseos, y una clase popular muy pobre. Existía además un grupo social muy fanático tanto en el terreno religioso como en el nacionalista llamada zelotes, que abogaban por el uso de la violencia para acelerar la llegada de un mesías guerrero que les librara del invasor romano. De una escisión de estos zelotes nacieron los llamados “sicarios”, denominados así por el puñal (sica) que utilizaban en sus asesinatos políticos. Fueron estos sicarios quienes, en el año 66, tomaron por sorpresa a las tropas romanas estacionadas en Masada, pasaron a cuchillo a toda la guarnición y conquistaron la fortaleza. En ella se apoderaron de gran cantidad de armas y suministros, suficientes para armar un numeroso ejército y resistir un asedio prolongado.

Los sicarios hicieron grandes cambios en el complejo, orientándolo a alojar una guarnición de varios cientos de hombres junto a sus familias. Desde ella, y a lo largo de los años, lanzaban ataques a guarniciones romanas cercanas y asaltaban aldeas vecinas para proporcionarse víveres. En estos asaltos no solían dejar a nadie con vida, pues para ellos, los judíos a los que consideraban tibios con los romanos eran tan culpables como los romanos mismos. Dirigidos por Eleazar ben Yair, sembraron el terror por los alrededores durante casi 7 años (en el asalto de la población vecina de Eingedi dejaron tras de sí los cadáveres de 700 hombres, mujeres y niños). Sin embargo, todo llega a su fin. Después de la conquista de Jerusalén en el año 70, sólo quedaban tres fortalezas aisladas en manos de los rebeldes: Herodión, Maqueronte y la propia Masada. Herodión cayó en el año 71 y Maqueronte en el 72. Ya sólo quedaba Masada como único reducto de los rebeldes.

Comienza el asedio

En octubre del año 72, El comandante de la Legión X Fretensis, Flavio Silva, se dirigió a Masada dispuesto a conquistarla. Habían pasado ya dos años desde la caída de Jerusalén, por lo que es difícil explicar la tardanza romana en tratar de conquistar la fortaleza (tanto más si tenemos en cuenta que el asedio se inició por razones económicas y no militares, al amenazarse desde Masada el comercio de las plantaciones de bálsamo vecinas). El ejército romano de Silva contaba con una legión (no completa), cuatro cohortes auxiliares y dos alas de caballería, unos 7.000 hombres en total. A ellos había que añadir prisioneros judíos esclavizados, que se utilizaron tanto en labores de construcción como de aprovisionamiento. Frente a ellos, 960 rebeldes les esperaban en la cima. Hay que decir, sin embargo, que en ese número está incluido una gran cantidad de no combatientes: mujeres, niños y ancianos.

Vista de la rampa romana desde la fortaleza
Silva construyó ocho campamentos de piedra (la madera era escasa) para alojar a sus legionarios y auxiliares, uniéndolos todos (salvo uno, que dejó fuera) con una muralla guarnecida por torres. Con ello se aseguraba que los sitiados no pudieran escapar. Sin embargo, su mayor problema consistía en que era muy difícil el asalto directo a la fortaleza y además los defensores estaban mejor abastecidos que ellos, por lo que un asedio prolongado tampoco era posible. Para hacernos una idea de los problemas de abastecimiento que tenían los romanos, baste decir que el agua tenían que traerla de Eingedi (a 6 kilómetros), y los víveres tenían que transportarse desde Jericó o Jerusalén, a más de 90 kilómetros. Todo ello por una carretera que atravesaba el desierto y que fue construida para la ocasión. Así pues, cuatro meses después de iniciado el asedio, Silva decidió que su mejor opción era construir una rampa (agger) por la que llegar a la muralla y asaltar la fortaleza.

La rampa

Por el lado oeste de la fortaleza existía un saliente de piedra llamado “la Roca Blanca” que llegaba hasta pocos metros por debajo de la muralla occidental. Aprovechando este promontorio natural, Silva mandó construir una rampa que llegara a la muralla para subir por ella la maquinaria de asedio. Empleó para ello a los trabajadores judíos esclavizados que había llevado consigo. Fue una obra formidable que duró tres meses, pues este agger tenía una anchura en la base de 100 metros (otros autores elevan esta anchura hasta los 196 metros), llegaba hasta los 100 metros de altura y tenía una pendiente del 33% (aunque hay quién eleva el porcentaje de la rampa hasta el 51%). El agger finalizaba con una plataforma cuadrada de 22 metros de lado, en la que los romanos se disponían a emplazar una torre de asedio.
 
Vista de Masada, con la rampa romana a la derecha
Josefo no narra ninguna acción de los sicarios para tratar de entorpecer la construcción de la rampa. Esto puede ser debido a dos razones fundamentalmente; por un lado, es posible que los sitiados no tuvieran material para tratar de rechazar dicha construcción, y por otro, el hecho de que el agger fuera construido por judíos hacía que los defensores se mostraran reacios a atacarlos. En cualquier caso, la rampa se finalizó sin incidentes y se subió hasta la plataforma de la cima una torre de asedio provista de un ariete en su parte inferior y con balistas en su parte superior, cuyos disparos hacían que el parapeto estuviera libre de defensores.

Torre de asedio romana
El ariete empezó a golpear la muralla, y al cabo de poco tiempo consiguió abrir una brecha. Sin embargo, los defensores habían construido detrás una segunda muralla con capas alternas de madera y arena. Esta muralla, llamada “muro galo”, absorbía los golpes del ariete mientras se fortalecía, pues dichos golpes prensaban la arena y la hacían más dura. Silva ordenó entonces que se prendiera fuego a la madera de esta segunda muralla para hacer que cayera. Nada más hacerlo, se levantó un fuerte viento que dirigió las llamas hacia la torre de asedio romana y amenazó con destruirla por completo. Sin embargo, poco después la dirección del viento cambió y volvió a dirigir las llamas contra la muralla de la fortaleza. Este hecho fue tomado por los romanos como un signo de buen augurio, mientras que los defensores lo interpretaron como un castigo divino por sus pecados. La caída de la fortaleza era cuestión de poco tiempo.

La última noche de los defensores

En el interior de la fortaleza, los defensores eran conscientes de que no podían hacer nada para evitar la derrota. Eliazar ben Yair reunió entonces a los suyos y les lanzó un encendido discurso, en el que les instaba a acabar su vida por su propia mano antes que ser esclavizados por los romanos. Josefo nos dejó dicho discurso:

Valientes hermanos: hace tiempo hemos llegado a un acuerdo de no someternos a los romanos, como tampoco a otras fuerzas que quieran dominarnos. (…) Está en nuestras manos el poder elegir una muerte heroica, nosotros junto a nuestros seres queridos. No podrá nuestro enemigo impedirlo a pesar de su anhelo de apresarnos vivos. Tampoco nosotros podemos derrotarlos, por lo tanto, mueran nuestras mujeres antes de ser profanadas, mueran nuestros hijos antes de experimentar la esclavitud, que felices seremos llevando nuestra independencia hasta los sepulcros y destruyendo con el fuego la fortaleza y todo lo que dentro de ella se encuentra. (…) Vayamos a la muerte antes de ser esclavos del enemigo. Libres quedaremos al abandonar este mundo, ¡nosotros, nuestras mujeres y nuestros hijos!

Existía sin embargo un grave problema, pues la ley judía prohibía expresamente el suicidio. Así que decidieron que cada hombre matara a su familia (mujer e hijos), y luego se decidió que diez hombres elegidos por sorteo mataran a todos los demás. Realizado el macabro cometido, se decidió entre ellos a suertes uno que matara a los otros nueve. Finalmente, el único defensor de Masada en pie, puso fin a su vida “pasándose su espada con toda su fuerza por todo su cuerpo”, no sin antes prender fuego a toda la fortaleza, a excepción de los almacenes de víveres. De este modo, daba a entender a los romanos que el suicidio colectivo no había sido por falta de alimentos para resistir.

Plano de Masada
A la mañana siguiente, los romanos entraron por fin en Masada. Encontraron un silencio sobrecogedor, llamas y los cuerpos sin vida de los defensores. Josefo escribe así sobre ello:

Cuando allí se toparon con el montón de muertos, no se alegraron, como suele ocurrir con los enemigos, sino que se llenaron de admiración por la valentía de su resolución y por el firme menosprecio de la muerte que tanta gente había demostrado con sus obras.”

Todos habían muerto a excepción de siete personas: una anciana, una mujer y sus cinco hijos, que se habían escondido para no morir con los sitiados. Impresionados por la resolución de los defensores, los romanos les perdonaron la vida. Probablemente, Josefo pudo hablar con ellos años después para escribir la historia del asedio.

Masada tras la conquista

Era mediados de abril del año 73 (aunque algunos autores cuestionan la fecha y defienden que todo sucedió un año más tarde, en el 74). Tras la caída de Masada, la Gran Rebelión Judía se dio por finalizada, y Vespasiano acuñó monedas con la leyenda “Iudea Capta” (Judea capturada) en la que se ve una mujer (representando a Judea) encadenada bajo una palmera.

Moneda con la leyenda Iudea Capta
Silva retiró sus tropas hasta Cesarea, dejando en Masada una pequeña guarnición. Esta ocupación se mantuvo hasta el siglo II, cuando las tropas de la fortaleza se retiraron a uno de los campamentos que había levantado Silva 150 años atrás y que todavía se encontraba en pie debido a las secas condiciones climatológicas del lugar (de hecho, se conservan en bastante buen estado la muralla y todos los campamentos construidos por los romanos). Posteriormente, toda la región fue abandonada. En el siglo V, San Eutimio construyó en la cima una capilla que dio origen a un pequeño monasterio, que también fue abandonado en el siglo VII tras la conquista árabe. El lugar cayó en el olvido, y no fue hasta el siglo XIX que la visita de historiadores y anticuarios puso de nuevo sobre el mapa a Masada.

Hoy en día, Masada permanece como un símbolo de la resistencia judía contra el invasor. Y todo eso a pesar de que Josefo describe a los defensores como “los ladrones que estaban en Masada”, entre otros epítetos no muy amables. Pero lo cierto es que Masada es una de las fortalezas más impresionantes del mundo, y en ella unos judíos llevaron a cabo uno de los episodios más impresionantes de la historia.
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