Itter, cuando aliados y alemanes lucharon juntos

A finales de la Segunda Guerra Mundial, ocurrió uno de los combates más extraños de la Historia. Soldados de las SS alemanas se enfrentaron a un grupo de soldados norteamericanos. El objeto de la batalla fue el control de un castillo austriaco que había servido durante la guerra de prisión de alto nivel para prisioneros importantes de los nazis. Hasta aquí, todo normal, de no ser por varios detalles. En primer lugar, los norteamericanos fueron ayudados por varios de los prisioneros del castillo, entre ellos dos antiguos Primeros Ministros franceses. En segundo lugar, porque esa batalla fue la única ocasión en la Historia en que el ejército de los Estados Unidos defendió un castillo medieval. En tercer lugar, porque la batalla se produjo cuando Hitler ya se había suicidado, Berlín ya había sido tomada por los soviéticos y la rendición definitiva alemana era una cuestión de horas.

Castillo de Itter, en una imagen de la época
Pero sin duda el remate de lo absurdo lo pone el que varios soldados alemanes lucharan codo con codo junto a los norteamericanos contra sus compatriotas. La batalla del Castillo de Itter se ha convertido así en la única de la Historia en que alemanes y aliados lucharon juntos, en este caso contra otros alemanes. Y es que parece ser que Austria se ha convertido en un imán para sucesos extraños relacionados con la guerra, pues no en vano su ejército protagonizó la Batalla de Karánsebes, considerada la más absurda de todos los tiempos.

Una prisión para personas importantes

El Castillo de Itter se encuentra enclavado en el norte del Tirol austriaco. Está construida en una colina a las afueras del pueblo del mismo nombre. Si bien no es una construcción muy impresionante (sobre todo en esa zona, llena de palacetes muy bellos), sí que tiene difícil acceso y cuenta con unos muros muy sólidos. De modo que después de la anexión de Austria por parte de la Alemania de Hitler en 1938, las SS lo confiscaron para convertirlo en prisión bajo el mando administrativo del campo de prisioneros de Dachau. En mayo de 1943 se acabaron las obras de acondicionamiento y se convirtió en el lugar de confinamiento de una serie de personalidades francesas hechas prisioneras durante la invasión de Francia de 1940.

Jean Borotra
Entre los “huéspedes” se encontraban los antiguos Primeros Ministros franceses Édouard Daladier y Paul Reynaud, el que fuera Comandante en Jefe del ejército francés Maurice Gamelin, el General Maxime Weygand, el tenista reconvertido en político Jean Borotra, un líder político como François de la Rocque y otro sindical como Leon Jouhaux, y la hermana mayor del General De Gaulle Marie Agnès Cailliau, además de algunos personajes más. A ellos se unían algunos de sus familiares y otros presos de Dachau, a los que se les encargaba la limpieza y mantenimiento del castillo. La vigilancia de los prisioneros se asignó a 25 miembros de las SS, la mayoría de edad avanzada y sin experiencia en combate, que también veían el servicio en el castillo como una forma de pasar la guerra lejos de tareas más duras y de la “Solución Final”. La guerra transcurría tranquila para ellos, fuera de algunas quejas de los prisioneros sobre las deficiencias de las instalaciones (supongo que porque tan importantes personajes estaban acostumbrados a otro tipo de vida), deficiencias que se acentuaban conforme la suerte de las armas alemanas se volvía adversa, pues el racionamiento de la comida y la electricidad empezó a ser frecuente. Sin embargo, todo cambió el 2 de mayo de 1945.

Las SS abandonan el castillo

Tras el suicidio de Hitler el 30 de abril de 1945, muchos mandos de las SS y la Gestapo siguieron su ejemplo. Fue este el caso del Comandante de Dachau Eduard Weiter, que se quitó la vida el 2 de mayo. Tras este suicidio, el nuevo Comandante Sebastian Wimmer abandonó el castillo durante la madrugada junto a su esposa, no sin antes asegurar a los prisioneros franceses que trataría de proteger sus vidas contra las tropas de las SS que aún continuaban activas por la zona. Lo único que hizo para cumplir su palabra fue contactar con otro oficial de las SS, herido de guerra, que se encontraba recuperándose cerca. Éste accedió a ponerse su uniforme y trasladarse al castillo. La partida del Comandante hizo que el resto de las tropas también se fueran, con lo que al amanecer del 3 de mayo los prisioneros tenían el castillo para ellos solos.

Estos prisioneros, a instancias de Weigand y Gamelin, decidieron asaltar la sala de armas y coger pistolas, fusiles y metralletas. Sabedores de que podían ser asesinados si las SS se hacían de nuevo con el castillo, decidieron pedir ayuda a los aliados, pero no sabían dónde se encontraban y salir a buscarlos era una misión muy peligrosa. Zvonimir Cuckovic, un preso trasladado desde Dachau para hacer labores de electricista, se presentó voluntario para encontrarlos y pedir ayuda. Cuckovic partió en bicicleta la mañana del 3 de mayo, encontrándose a los ocho kilómetros con una unidad de la Wermacht (Fuerzas Armadas alemanas) al mando del Mayor Josef "Sepp" Gangl.

Josef "Sepp" Gangl
En contra de lo que pudiera parecer, este encuentro fue una suerte, pues Gangl estaba deseoso de deponer las armas y, sabedor de los crímenes que las SS estaban ejecutando en su huida, decidió ayudar a los prisioneros del castillo. Gangl mandó a Cuckovic en dirección a Innsbruck, situada a 60 kilómetros, donde creía que podría contactar con tropas norteamericanas. Gangl y una veintena de hombres, por el contrario, tomaron la dirección contraria, buscando también tropas aliadas a las que rendirse. A partir de aquí, los destinos de ambos sufrieron uno de esos curiosos cruces a los que el destino es tan aficionado.

El Capitán Lee
Cuckovic partió en la dirección que le habían indicado, y a medio camino de Innsbruck se encontró con elementos de la División de Infantería 103 de los Estados Unidos. Les informó de la situación, no tardando en ser presentado ante el Mayor John Kramer. Éste envió el 4 de mayo hacia el castillo una fuerza formada por cuatro cazacarros, tres Jeep y un pelotón de infantería. Sin embargo, esta pequeña fuerza fue detenida en los alrededores del pueblo de Wörgl por una barrera de artillería alemana y tardaron mucho en llegar a su destino (aunque su concurso fue decisivo, como veremos más adelante).

Por el contrario, Gangl había contactado con una avanzadilla del 23 Batallón Acorazado norteamericano en los alrededores de Kufstein. Allí informó de la situación de los prisioneros del castillo y se ofreció a colaborar en su rescate. Se mandó el día 4 de mayo al Teniente John C. Lee junto a dos tanques, un puñado de soldados estadounidenses y los soldados alemanes de Gangl hacia Itter. En su camino, Lee decidió dejar uno de los carros sobre un puente para evitar que fuera destruido, llegando poco después a las cercanías del castillo donde tuvieron un primer intercambio de disparos con las SS, que huyeron hacia los bosques. Estaba anocheciendo cuando la columna llegó a la antigua prisión. Los prisioneros, que esperaban una nutrida fuerza, vieron con sorpresa que sus salvadores eran un tanque Sherman, siete soldados americanos y ¡un camión del que salían varios soldados alemanes! Este grupo se incrementó con otro soldado alemán y dos miembros de la resistencia austriaca después de que Gangl contactara por radio con grupos antinazis del cercano pueblo de Wörgl.

Comienza la batalla

Lee era un hombre antipático y cortante (de hecho, Reynaud en sus memorias lo tilda de “bruto en la mirada y en las maneras” y apostilló “Si Lee es un reflejo de las políticas de Estados Unidos, Europa se encuentra en dificultades”). Sin embargo, sabía hacer su bien trabajo, así que después de un pequeño brindis de celebración, empezó a organizar la defensa. Dejó al Sherman defendiendo la entrada del castillo, y junto a Gangl y al joven de las SS que se curaba de sus heridas empezó a inspeccionar el perímetro para establecer las mejores posiciones para la defensa. Consciente de que no disponía de vehículos suficientes para evacuar el castillo, su estrategia se basaba en resistir hasta la llegada de refuerzos, confiando en que las gruesas paredes del castillo serían suficientes para detener un posible ataque de las fuerzas de las SS que andaban por la zona.

Tanque Sherman
El ataque empezó mucho antes de lo previsto. Un poco después de las 11 de la noche, tropas de las SS (alrededor de 150 hombres de la 17 División de Granaderos) comenzaron a abrir fuego con fusiles y ametralladoras contra el castillo. Los defensores se retiraron a sus posiciones previamente establecidas y empezaron a devolver los disparos. Hay que decir que Lee ordenó a los prisioneros que se pusieran a salvo y no participaran en los combates, pero éstos se negaron y lucharon junto a los soldados. El intercambio de fuego ligero se prolongó hasta el amanecer del día 5 de mayo, momento en que la luz del día permitió disparar con mayor precisión y las tropas de las SS subieron la apuesta.

Y es que se incorporó al ataque un cañón antitanque de 88 milímetros, que empezó a arrojar sus mortales proyectiles mientras se mantenía oculto. Uno de ellos impactó en la planta superior del castillo, destruyendo el dormitorio de Gamelin (que se encontraba vacío en ese momento). Pero lo peor para los defensores fue la destrucción del Sherman, que recibió un impacto directo del cañón y saltó por los aires envuelto en llamas. A sus ocupantes apenas les dio tiempo de salir y ponerse a salvo antes de que fuera destruido.

El asalto de las SS

La destrucción del Sherman fue el detonante para el asalto general. Un grupo de las SS corrió hacia la puerta principal del castillo, mientras otro empezaba a trepar por la colina buscando la protección de las paredes inferiores. El fuego de los defensores hizo pagar un alto precio a estas maniobras, pero los disparos del cañón de 88 milímetros estaban causando estragos. Varios soldados alemanes defensores murieron por sus disparos. El propio Gangl fue alcanzados por el disparo de un francotirador mientras trataba junto a Lee de localizar la posición del cañón desde un puesto elevado en la azotea.

Cañón alemán de 88 mm.
Sin embargo, no todo eran malas noticias para los defensores. El grupo de Kramer, que había quedado atascado un día antes ante la feroz resistencia alemana, pudo por fin ponerse en camino. Cuando llegó al puente donde Lee había dejado uno de sus Sherman, contactó con otro grupo de norteamericanos y juntos emprendieron la marcha hacia el castillo, no sin antes hablar con Lee para informarle de la situación y pedirle que resistiera hasta su llegada (curiosamente, lo hizo a través del teléfono del Ayuntamiento de Wörgl al no poder contactar por radio).

A pesar de que los refuerzos estaban en camino, la situación de los defensores estaba empezando a volverse muy delicada. Apenas quedaban municiones y el avance de los hombres de las SS parecía imparable. Aún no habían logrado romper las paredes del castillo y penetrar en su interior, pero estaban atacando con “extremo vigor” (como Lee diría más tarde). El antiguo tenista Jean Borotra se presentó voluntario para escapar del cerco y tratar de contactar y guiar a las fuerzas de socorro, y Lee aceptó su oferta. Por increíble que parezca, Borotra consiguió salir en una pausa de los disparos, atravesando los bosques en dirección al pueblo de Itter. Lee se preparó para la eventualidad de que los refuerzos tardaran en llegar, y la solución adoptada fue defenderse a la antigua usanza: todos se retirarían a la Torre del Homenaje del castillo y desde allí lucharían con las bayonetas, sus últimas municiones y con todo lo que pudiera utilizarse como arma.

Llega por fin la caballería

Alrededor de las tres de la tarde, las tropas de las SS se disponían a derribar la puerta principal con un proyectil antitanque cuando empezaron a oír a sus espaldas el ruido de las armas estadounidenses que venían al rescate. Un soldado defensor alemán gritó “Amerikanische Panzer!” (“tanques americanos”), lo que provocó el júbilo de los defensores y la retirada desordenada de las tropas de las SS hacia los bosques. La caballería por fin había llegado, y la batalla del castillo de Itter llegaba a su fin. Las tropas de refuerzo de Kramer fueron recibidas por unos felices defensores norteamericanos, franceses y alemanes, y un periodista que los acompañaba empezó a entrevistar a los supervivientes. Lee, fingiendo irritación, se dirigió a Kramer y le dijo: “¿Qué te ha retenido?”. Todos empezaron a reír.

Weygand, su esposa y otro prisionero abandonan Itter
Los prisioneros franceses fueron evacuados en vehículos requisados rumbo a las líneas aliadas para ser recibidos por oficiales de alta graduación en Innsbruck. Los alemanes que habían defendido el castillo fueron montados sin contemplaciones en vehículos semiorugas para ser llevados a un campo de prisioneros, aunque fueron liberados más tarde. Dos días después, Alemania se rendía y la guerra en Europa llegaba a su fin.

Lee fue ascendido a Capitán y condecorado más tarde con la Cruz de Servicios Distinguidos y con la Estrella de Plata por esta batalla. A Josef Gangl, que había muerto durante el combate, el reconocimiento le vino por parte del estado austriaco, que lo nombró héroe nacional. Terminaba así la acción más extraña de la Segunda Guerra Mundial, objeto de artículos en los periódicos y revistas de la época, donde alemanes y aliados lucharon juntos contra los infames SS. Pero sin duda, el mejor resumen de estos acontecimientos lo dio el propio Lee poco antes de morir en 1.973. A preguntas de un periodista, se limitó a contestar: “Bueno, fue algo de lo más raro”.
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Baguio, Guerra Fría sobre el tablero

En 1978 se disputó en Baguio (Filipinas) uno de los encuentros por el campeonato del mundo de ajedrez más tensos de todos los tiempos. Se enfrentaban dos formas contrapuestas de entender el juego, pero también dos contrincantes que encarnaban bloques enfrentados en el más complejo tablero de la Guerra Fría. Por un lado Anatoli Karpov, el favorito de las clases dirigentes de la URSS, considerado un ejemplo, un héroe y un emblema de la Unión Soviética después de haber conseguido recuperar para su país el título mundial de las manos del norteamericano Bobby Fischer (aunque fuera por incomparecencia de su rival). Por otro lado Viktor Korchnoi, soviético de nacimiento que había desertado en 1976, considerado un traidor a la patria y cuya figura era denostada por todos los medios posibles, pero que contaba con las simpatías de occidente.

Karpov (izq) y Korchnoi (der) en Baguio
A lo largo de tres meses la atención del mundo estuvo fijada en la pequeña ciudad filipina, en otro episodio más de la intensa lucha que las dos superpotencias mantenían de forma soterrada. Ya desde antes del comienzo del match la tensión entre ambas delegaciones era palpable, con exigencias cruzadas que fueron creciendo a lo largo del trascurso del encuentro. Exigencias que, en muchos casos, eran notablemente infantiles. Se discutió de todo y por todo, hubo agentes secretos actuando entre bastidores, aparecieron extraños personajes en el encuentro (un parasicólogo y unos yoguis ¡acusados de asesinato!), y un yogur llegó a ser una cuestión capital en el desarrollo del match. Esta es la historia de este extraordinario campeonato, que más bien parece una novela escrita al alimón entre John Le Carré y los Monty Pithon.

La larga sombra de Bobby Fischer

Desde 1945, la Unión Soviética había dominado el panorama ajedrecístico mundial. Para ellos, tener el título de campeón del mundo era una cuestión de orgullo nacional. Por eso fue una catástrofe que el norteamericano Bobby Fischer se proclamara campeón mundial en 1972 en Reykjavik, barriendo del tablero a Boris Spasski. Desde ese momento, recuperar el trono llegó a ser poco menos que un deber patriótico para la URSS, y se aplicó a ello de inmediato. La humillación debía ser reparada costara lo que costara, y la poderosa maquinaria soviética se puso en marcha para que el reinado del norteamericano fuera efímero. Por aquel entonces, el título se disputaba cada tres años, y siempre entre el campeón y un aspirante que debía soportar un durísimo periplo para llegar hasta el encuentro final.

Spasski y Fischer en el match de 1972
Ese duro periplo era conocido como “Torneo de Candidatos”, y a su final llegaron en 1974 los dos mejores jugadores soviéticos del momento: Anatoli Karpov y Viktor Korchnoi. El duelo para decidir quién sería el rival de Fischer se disputaría en Moscú, y Karpov ganó por un solo punto de diferencia. Sin embargo, el resultado provocaría la ira de Korchnoi, que acusó a la Federación soviética de favorecer descaradamente a su rival. Así, en su posterior libro “Chess is my life”, Korchnoi relata que el régimen prefería a Karpov por su juventud y por lo que representaba (un niño enfermizo, hijo de un obrero, que se había abierto camino a base de puro talento) frente a un “viejo” como él, que a sus 43 años empezaba a ver su declive (se consideraba que los buenos años de un jugador de ajedrez eran de los 25 a los 35). Relata que se le facilitaron a Karpov los mejores analistas, que él tuvo que luchar prácticamente solo (incluso dice que un Gran Maestro que se ofreció a ayudarle fue inmediatamente trasladado), y que se le obligó a jugar en Moscú a pesar de que él prefería Leningrado, por el sencillo método de añadir un punto más a un documento que previamente él había firmado.

Final de Torneo de Candidatos de 1974
Esa rabia la canalizó en una entrevista que concedió poco después del encuentro a un periódico yugoslavo, donde criticó duramente a la Federación soviética y afirmó que “Igualmente, el norteamericano (Fischer) es mejor que Karpov”. El régimen vio en estas declaraciones una herejía, e inmediatamente desposeyó a Korchnoi de los privilegios que tenía como ajedrecista de élite (coche, casa y visado) y le prohibió competir fuera de la URSS durante dos años (castigo que él mismo hizo extensivo a los torneos de su propio país). Mientras tanto, Fischer planteó a la Federación Internacional unas exigencias leoninas para poner su título en juego. La Federación, dominada por los soviéticos, las rechazó. Fischer renunció entonces a defender la corona y fue desposeído del título por incomparecencia. Karpov, a los 24 años, se proclamó campeón del mundo sin necesidad de mover un solo peón. Para la URSS, la misión se había cumplido.

Anatoli Karpov
Sin embargo, a Korchnoi (apodado “Viktor el Terrible”) este giro de los acontecimientos no hizo sino aumentarle la amargura que ya sentía. Pensar que si la autoridades no hubieran favorecido tan descaradamente a su rival podría haber sido campeón del mundo tuvo que ser un duro trago para él. Por eso, en 1976, aprovechando que la sanción había expirado, fue sacando del país su biblioteca de ajedrez. A finales de año viajó hasta Amsterdam para jugar el torneo internacional IBM y allí le pidió a su amigo y Gran Maestro Anthony Miles que le enseñara a decir en inglés “asilo político”. Cuando el torneo finalizó, Korchnoi no regresó a la Embajada soviética sino que se presentó en una comisaría y desertó oficialmente de su país, dejando en la URSS a su mujer y a su hijo. Acababa de convertirse oficialmente en “traidor a la patria”.

Viktor Korchnoi
A pesar de que la URSS trató por todos los medios que Korchnoi no participara en el siguiente Torneo de Candidatos, no pudo impedir que tomara parte en él. Y no sólo participó, sino que también lo ganó, con lo que conseguía el derecho de volver a enfrentarse a Karpov con el título mundial en juego. Y aunque el joven campeón era el favorito, los soviéticos no podían arriesgarse a que Korchnoi ganara. Si perder el título ante un norteamericano había sido una humillación, perderlo contra un disidente sería una debacle en toda regla. Por eso pusieron todos los medios disponibles (que eran muchos) al servicio del objetivo de retener la corona.

Las banderas y el himno

El encuentro tendría lugar en Baguio, una pequeña ciudad filipina, y se había pactado que ganaría aquel que primero obtuviera seis victorias, sin límite de partidas. El árbitro del encuentro sería el alemán Lothar Schmid, quien ya había dirigido el encuentro entre Fischer y Spasski de 1972. Ya desde antes de comenzar hubo problemas. Korchnoi dio una conferencia de prensa en la que leyó una carta abierta al líder de la URSS Breznev solicitando que dejara salir a su esposa e hijo (y eso a pesar de que ya contaba con una nueva compañera sentimental). Por su parte, la delegación soviética llegó acompañada de un nutrido grupo de especialistas en los más diversos campos. Había entrenadores personales, un parasicólogo (que se convertiría en uno de los grandes protagonistas del choque), abogados, y según se supo después, 18 agentes de la KGB.

Korchnoi y Karpov jugando sin banderas
Nada más llegar, se suscitó el tema de las banderas. Korchnoi residía en Suiza pero aún no tenía la nacionalidad, por lo que los soviéticos se negaron a que jugara con dicha enseña y en su lugar exigieron que jugara con una bandera blanca con la leyenda “Apátrida”. Korchnoi replicó que jugaría con bandera blanca si la leyenda fuera “Yo escapé”. Al final se decidió que ninguno tuviera al lado una bandera. Otro incidente llegó con el tema de los himnos. Como a Korchnoi no le dejaban jugar bajo bandera suiza, tampoco podía pedir el himno del país helvético en la ceremonia de apertura, así que eligió el “Himno a la Alegría” de la Novena Sinfonía de Beethoven. Karpov, por su parte, eligió el Himno de la URSS. Sin embargo, los organizadores se equivocaron y pusieron “La Internacional”, que se escuchó con los soviéticos rojos de ira y con Korchnoi sentado y muy divertido. En lo único en que estaban de acuerdo ambos contendientes era en que las piezas eran demasiado ligeras, por lo que se encargaron otras más pesadas. Las piezas llegaron en avión minutos antes de la primera partida, por un problema logístico.

El parasicólogo, los yoguis, las patadas y el yogur

La primera partida se disputó el 18 de julio y su resultado fue de unas rápidas tablas. Sin embargo, lo más destacado no ocurrió en el tablero sino fuera de él. El parasicólogo soviético Vladimir Zukhar se sentaba en las primeras filas frente a Korchnoi y se le quedaba mirando fijamente durante las cinco horas de juego. El aspirante, que sostenía que Zukhar le hipnotizaba, protestó airadamente sin resultado alguno. Así que en las siguientes partidas se presentó a jugar con unas gafas de espejo, tanto para neutralizar al “hipnotizador” como para no tener que soportar la molesta costumbre de Karpov de mirar fijamente a su adversario cuando pensaba. Los soviéticos protestaron por las gafas del aspirante (¡afirmaban que lanzaban Rayos X!), y después de algunas soluciones intermedias, al final se llegó al acuerdo de que el parasicólogo no pisara la sala a cambio de que Korchnoi jugara con gafas normales. Claro que a esas alturas ya estábamos en la partida 17.

Korchnoi con gafas de espejo
Mientras la solución llegaba, Korchnoi trataba de neutralizar la acción de Zukhar de manera, digamos, creativa. Por ejemplo, su compañera sentimental se sentaba detrás del parasicólogo y le pinchaba con un alfiler de vez en cuando. En una ocasión, para desconcentrarle, le puso ante sus ojos un libro que estaba prohibido en la URSS. Pero la solución que finalmente adoptó el aspirante fue contratar a unos yoguis de la secta Ananda Marga, que supuestamente neutralizaban mentalmente a Zukhar. Lo malo es que estos yoguis eran sospechosos de la muerte de un diplomático y estaban en Baguio pendientes de juicio por ello (aunque Korchnoi insistiera en que sólo eran testigos del hecho). En cualquier caso, en las primeras doce partidas el aspirante dejó escapar posiciones claras a su favor (incluso un mate directo en la quinta), por lo que estaba convencido de que estaba siendo sometido a una mala influencia.

Korchnoi con los yoguis
Otro detalle curioso es que ya desde la primera partida los contrincantes se daban patadas por debajo de la mesa, y la organización tuvo que recurrir a poner un tablero de madera para evitarlo. Pero sin duda, lo más delirante fue el episodio del yogur. Era costumbre que a Karpov se le pasara un yogur a mitad de cada partida. Korchnoi sostenía que dicho yogur estaba lleno de cortisona (en resumen, acusaba a Karpov de dopaje) y además que dicho alimento contenía mensajes secretos de su equipo de analistas. La tesis del aspirante era que según el sabor, el tamaño, la hora e incluso el camarero que lo servía, el mensaje era “sigue atacando” o bien “ofrece el empate”. Una desquiciada organización decidió que el famoso yogur llegara en un vaso siempre del mismo color y servido por la misma persona, y que cualquier alteración debía comunicarse con antelación al árbitro.

Lothar Schmid, árbitro del encuentro
Todo esto trajo como consecuencia que Karpov se negara a estrechar la mano de su rival al comienzo de la octava partida, molesto con las constantes quejas de Korchnoi. Nunca más volvieron a estrechárselas en este match. El aspirante, por su parte, anunció que exigía que se respetara el reglamento al pie de la letra, que prohibía que los contendientes se hablasen, por lo que las propuestas de tablas debieron desde entonces hacerse a través del árbitro. Y mientras tanto, Ronald Reagan (Presidente de los Estados Unidos) y Margaret Thatcher (Primera Ministra británica) hacían declaraciones en las que exigían que la URSS permitiera salir del país a la familia de Korchnoi. Como ven, la tensión extradeportiva era más que palpable. Y no sólo afectó a los jugadores, sino también al árbitro del encuentro Lothar Schmid, que presentó su dimisión tras la partida número 27 alegando “motivos de negocios”. Le sustituyó su ayudante, el checo Miroslav Filip.

El papel de la KGB

A estas alturas ya debemos tener claro que la URSS haría todo lo que fuera posible para que Karpov ganara “a cualquier precio” (según se lee en papeles de la KGB referidos a este match y desclasificados posteriormente). Y el término “a cualquier precio” puede resultar muy inquietante en manos de según quién. Ya hemos dicho anteriormente que 18 agentes de la KGB estaban en Baguio durante el trascurso del encuentro. De su actividad poco se sabe, pero Korchnoi tenía sospechas de que había micrófonos ocultos en la sala donde él y sus ayudantes analizaban las partidas. Muchos años después, acusó también a uno de esos ayudantes de estar a sueldo de la Unión Soviética. Incluso sospechaba que los soviéticos descifraban su jugada secreta (la que se escribe en un sobre y no se realiza sobre el tablero, justo antes de aplazar la partida) por el movimiento de su mano al escribirla.

Korchnoi
Lo que sí está confirmado es que, valiéndose de su influencia, la URSS coló líneas falsas en la Enciclopedia Yugoslava, que era la biblia de las aperturas por aquel entonces, y que todos los Grandes Maestros utilizaban con regularidad. Naturalmente, Karpov y su equipo estaban al tanto de qué líneas eran falsas. Y ya que hablamos de espionaje, el equipo de Korchnoi también hizo de las suyas al difundir el falso rumor de que el padre de Karpov había muerto. Esa noticia, en una época en que las conexiones telefónicas entre países tan alejados eran deficientes y comprobarla era poco menos que imposible, buscaba desestabilizar al campeón.

Mikhail Tal
Pero sin duda, la palma de todo este tinglado de locos se la lleva un comentario que Mikhail Tal (ayudante de Karpov y antiguo campeón mundial) hizo a Korchnoi advirtiéndole de que la KGB planeaba asesinarle si ganaba. A pesar de que tanto Karpov como otras personas aseguraron años después que Tal sólo trataba de gastar una broma a Korchnoi, parece extraño que alguien bromee con un asunto tan serio. Y más cuando en 1988 salió a la luz que Karpov también tenía pensado desertar si perdía el campeonato, porque pensaba que su vida correría peligro de no ganar (de hecho, se había comprado una casa en Pasadena a través de un representante). Como ven, todo muy siniestro. Demasiado para algo tan noble como el Ajedrez.

La traca final

Hablando estrictamente de Ajedrez, hay que decir que todos los analistas coinciden en que el nivel del match fue bastante bajo. Nada que ver con los encuentros entre Karpov y Kasparov de una década después ni por supuesto con el sublime Fischer-Spasski de 1972. A pesar de que Karpov era el favorito, Korchnoi dominó las primeras partidas dejando escapar posiciones muy ventajosas por apuros de tiempo (de hecho, y como ya hemos mencionado, omitió un mate directo en la quinta partida). Sin embargo, poco a poco el campeón fue haciéndose con el dominio del juego llegando a ponerse 4-1 y posteriormente 5-2 tras la vigesimoséptima partida. Sólo una victoria más, y retendría el título.

Durante una de las partidas
No obstante, a partir de ahí la situación dio un vuelco. Con un Karpov acusando evidentes síntomas de cansancio, Korchnoi ganó tres de las siguientes cuatro partidas y puso el marcador en un emocionante 5-5 tras la trigésimo primera partida. Las espadas estaban en todo lo alto después de 3 meses de lucha, y la sensación era que Korchnoi estaba más entero que su rival, más después de haber protagonizado una remontada tan espectacular. Los pronósticos aventuraban un largo duelo a partir de entonces con ligero favoritismo hacia el aspirante. Y como siempre, los pronósticos se equivocaron, porque el encuentro acabaría en la siguiente partida.

Karpov y Korchnoi en Merano, en 1981
La partida número 32 empezó el 17 de octubre en medio de una gran expectación. Pasados unos minutos del comienzo, el parasicólogo Zukhar hizo su aparición de nuevo (en contra del acuerdo alcanzado antes de la partida 18), sentándose en las primeras filas. A pesar de las protestas de Korchnoi (que se hacían mientras su reloj seguía corriendo), Zukhar no se movió de donde estaba sentado. El aspirante, visiblemente desconcentrado, pronto quedó inferior y se llegó al aplazamiento en una posición sin esperanza para él. Al día siguiente, uno de sus ayudantes anunció que abandonaba. Karpov acababa de revalidar su título mundial por el ajustado tanteo de 6-5 (y 21 tablas). Como protesta, Korchnoi abandonó Filipinas sin asistir a la ceremonia de clausura y sin recoger su premio en metálico.

Karpov y Korchnoi, ya reconciliados
Se escenificaba así un bochornoso final a la altura del resto de la “comedia”. Tres años después, en Merano (Italia), volvió a repetirse otro campeonato del mundo con los mismos protagonistas, y a pesar de que también hubo algunos incidentes, la tensión no llegó a ser ni la mínima parte de la que se había vivido en Baguio, y Karpov destrozó a Korchnoi por 6-2. Con el tiempo, los dos jugadores se reconciliaron al calor de la perestroika y cuando Korchnoi manifestó su deseo de volver a Rusia, Karpov le ayudó (incluso declaró “Fui responsable de su huida; ahora, lo estoy ayudando a tramitar su visado y seré responsable de su regreso”). Korchnoi siempre se mantuvo cerca de un tablero (llegó a ganar un torneo de primer nivel con más de 60 años), y Karpov protagonizó épicas batallas con Gari Kasparov entre 1984 y 1995. Pero el match de Baguio en 1978 siempre será recordado como uno de los encuentros más tensos y violentos de la historia del Ajedrez. 
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Las Horcas Caudinas

Dicen que la virtud está en el término medio. Casi todo el mundo está de acuerdo con esta frase desde que Aristóteles la formulara en la antigüedad. Un extraño consenso se ha suscitado en torno a esta idea, convencidos todos de que es necesario hallar un punto intermedio entre los extremos para estar más cerca de la verdad, la virtud o la justicia. Sin embargo, la Historia demuestra que, en ocasiones, lo más sensato es precisamente elegir uno de los extremos opuestos que se nos presentan, pues justo en ese término medio que todos dicen desear se encuentra el error más fatal.

Representación del paso bajo el yugo en las Horcas Caudinas
Un buen ejemplo de lo que decimos lo tenemos en el episodio que hoy narramos. La duda que se le presentó al comandante de un ejército samnita ante dos consejos totalmente contradictorios le llevó a tomar una solución intermedia que, a la larga, resultó fatal para su pueblo. Teniéndolo todo para ganar, terminó perdiendo. Algo que le ha ocurrido a muchos grandes jefes militares, que sabían cómo conseguir la victoria pero no cómo sacarle provecho. El ejemplo más palmario es, sin duda, Aníbal tras la batalla de Cannas, pero el episodio de las Horcas Caudinos también nos ilustra muy bien. Esta es la historia.

Los samnitas y sus guerras contra los romanos

Los samnitas eran una de las duras tribus de montañeses que habitaban los Apeninos en la antigüedad. Estas endurecidas tribus habían ido expandiéndose hacia el sur y hacia el Mar Tirreno, chocando en ocasiones contra romanos, etruscos y las colonias griegas del sur (la llamada Magna Grecia). Entre los años 343 a.C. y 341 a.C. se produjo una primera confrontación armada entre Roma y sus aliados contra los samnitas, motivada por la coincidencia de intereses entre ambas. Tanto unos como otros pretendían expandir sus intereses comerciales, en el caso de los romanos para paliar su excesiva dependencia de la agricultura, y en el caso de los samnitas para tener salidas comerciales al Mar Tirreno.

La península italiana en el Siglo IV a.C.
No le fue demasiado bien en esta Primera Guerra Samnita a la joven República romana. A pesar de obtener algunas victorias, la guerra era impopular entre algunos sectores de la sociedad de Roma, llegando a rebelarse algunas guarniciones romanas en la Campania. Estas rebeliones fueron sofocadas finalmente, pero Roma no tuvo más remedio que poner fin a la guerra sólo dos años después de iniciada. El balance fue de empate técnico, pues si bien Roma obtuvo ciertas concesiones comerciales y territoriales, tuvo que ceder territorios a los samnitas. Además, tuvo que afrontar una rebelión de sus aliados italianos contra ella, que habían sido obligados a luchar sin consultarles y que poco menos que se sintieron traicionados por el acuerdo. Esta rebelión fue conocida como la Segunda Guerra Latina. Curiosamente, en esta guerra Roma se alió con los samnitas para derrotar a la llamada Liga Latina, sus antiguos aliados.

Guerreros samnitas
Sin embargo, y a pesar de su reciente alianza, las fricciones entre samnitas y romanos continuaron. Roma seguía ambicionando las tierras samnitas y construía fortalezas para prepararse para una guerra que consideraba inevitable. Una de estas fortalezas fue la de Fregelas, erigida en el año 328 a.C. La peculiaridad de esta fortificación es que estaba situada en el margen opuesto del río Liris (considerado la frontera entre Roma y el Samnio, y por tanto en pleno territorio enemigo). Esto, unido al apoyo que Roma dio a la ciudad de Nápoles (cercada por las tropas samnitas), provocó que en el año 327 a.C. el Samnio declarara nuevamente la guerra. Y es en esta Segunda Guerra Samnita donde ocurre el episodio de las Horcas Caudinas.

Los falsos pastores

La Segunda Guerra Samnita empezó con los romanos intentando cercar en su territorio a los samnitas. Sin embargo, la empresa no era fácil. El Samnio era una región demasiado montañosa para invadirla con facilidad y además, los samnitas poseían una eficaz red de fortificaciones que obstaculizaba el avance romano. Si a eso añadimos que contaban con una buena red de comunicaciones (a través, sobre todo, de sus arrieros) y que conocían profundamente el terreno, hacía que la estrategia romana no diera los frutos deseados. Esta situación se mantuvo hasta el año 321 a.C., en que la guerra dio un brusco giro. El episodio que provocó dicho giro es el conocido como Las Horcas Caudinas.

El comandante samnita era Cayo Poncio, que ocupaba el cargo de meddix tuticus (similar a los cónsules romanos, aunque con menos poder efectivo al estar la población samnita más dispersa). Había infringido ya varias derrotas a los romanos, aunque parece ser que no había sabido sacarles provecho. Su ejército utilizaba como unidad básica el manípulo, algo que fue adoptado por Roma después de esta guerra. En el 321 a.C. se hallaba acampado cerca de la ciudad de Caudio, y allí tuvo conocimiento de que un importante ejército romano, al mando de los cónsules Espurio Postumio Albino y Tito Veturio Calvino se hallaba cerca de Calacia, al otro extremo del valle. Ideó un ardid para atraer a los romanos a una trampa: mandó a diez de sus soldados disfrazados de pastores al campamento romano para que hicieran correr el rumor de que los samnitas estaban asediando la ciudad de Lucera, una colonia romana situada en la retaguardia del Samnio.

Ruta del ejército romano
El ardid tuvo éxito. Los cónsules creyeron los rumores y decidieron ponerse en marcha con varias legiones (Apiano habla de 50.000 hombres) para auxiliar a la ciudad y coger al ejército samnita por la retaguardia. El camino más rápido para llegar allí pasaba a través del desfiladero conocido como “Las Horcas Caudinas”, un angosto paso entre escarpadas montañas en pleno corazón de los Apeninos. Cuando llegaron al final del paso, se encontraron una enorme barricada de piedras y troncos que les impedía el avance. Los cónsules, temiéndose ya una trampa, dieron la orden inmediata de volver sobre sus pasos. Sin embargo, se encontraron con que el ejército samnita les estaba esperando, y que las alturas estaban cuajadas de arqueros enemigos. El ejército romano había caído en la trampa perfecta: estaban encerrados y a merced de los samnitas.

Los romanos intentaron abrirse paso escalando, pero los samnitas mataron a todos los que lo intentaron. Los cónsules decidieron entonces levantar una empalizada y cavar fosos, en previsión de que los samnitas atacaran. Sin embargo, éstos no tenían intención alguna de hacerlo, pues les bastaba esperar a que los romanos murieran de hambre. Y así quedó la situación, con los romanos cercados y con el comandante samnita Cayo Poncio no sabiendo muy bien cómo aprovechar esta circunstancia. Y ante la duda, mandó un mensaje a su padre Herenio (considerado entre los samnitas uno de los hombres más sabios) para que le aconsejara qué hacer.

Los dos consejos

El mensajero explicó la situación a Herenio, y éste respondió que los romanos deberían ser liberados inmediatamente después de desarmarlos. Ante este consejo, Poncio pensó que su anciano padre no había entendido bien la situación, así que mandó un nuevo mensajero, mejor instruido, para que volviera a pedir el consejo de Herenio. La nueva respuesta no se hizo esperar, y esta vez decía que los romanos debían morir hasta el último hombre. Si Poncio se había sorprendido con la primera respuesta, esta segunda le dejó estupefacto. Dos consejos tan dispares hechos por el mismo hombre le dejaron aún más dudoso de lo que ya estaba. Así que decidió hacer venir a Herenio para que le explicara qué era lo que quería decir exactamente.

Guerreros samnitas, según un antiguo mosaico
Herenio llegó hasta el desfiladero y explicó a Poncio que si dejaban en libertad a los romanos después de haberlos desarmado, obtendrían su respeto y puede que incluso su amistad, dando fin a la guerra de forma honorable. Por otra parte, si mataban a todo el ejército, Roma quedaría tan débil que durante muchos años dejaría de ser una amenaza para los samnitas.

“Es necesario o ganar la amistad de los romanos mediante un beneficio insigne como es no aniquilar sus ejércitos o acobardarlos por completo con la pérdida irreparable de sus mejores legiones, asesinándolos a todos”

Poncio preguntó si no habría una opción intermedia entre sus dos consejos, y Herenio respondió que la había, pero que sería una completa locura, puesto que los romanos quedarían sedientos de venganza sin haber sido debilitados seriamente. A pesar de las palabras de su padre, Poncio decidió que debía liberar a los romanos después de desarmarles, pero en condiciones humillantes. Estas condiciones fueron aceptadas por los cónsules romanos, que ya empezaban a ver como los estragos del hambre pasaban factura a sus tropas. El juramento de rendición fue llevado a cabo por Poncio por el lado samnita y por los dos cónsules, cuatro legados de las legiones y doce tribunos militares por parte romana (toda la oficialidad que había sobrevivido al desastre).

La humillación

Los samnitas desarmaron y desvistieron a los romanos, que quedaron sólo ataviados con una túnica. A continuación, dispusieron una lanza horizontal (otras fuentes hablan de un yugo) apoyada sobre otras dos lanzas verticales, e hicieron pasar a los romanos uno a uno bajo ella. La altura de la lanza era tal, que los romanos tenían que inclinarse para poder pasar por debajo, quedando así humillados frente a los samnitas. Además, el acuerdo incluía la entrega al Samnio por parte de Roma de las poblaciones fronterizas de Fregelas, Terentino y Satrico, la evacuación de todos los colonos romanos de Lucera y el valle del río Liris, la retirada de todos sus ejércitos del Samnio y una tregua de cinco años de duración.

Paso bajo la lanza
Para garantizar que el Senado romano ratificara el acuerdo, Poncio envió a Roma a los cónsules a la vez que retenía como rehenes a 600 caballeros. La llegada de los legionarios a Roma fue vergonzosa, desarmados y sin sus estandartes. La mayoría regresó de noche para que nadie los viera,  escondiéndose en sus casas o sus granjas. Los cónsules llegaron a plena luz del día, obligados por la ley romana que exigía que mostraran la dignidad y autoridad de su cargo. Los historiadores romanos intentaron paliar el desastre difundiendo la leyenda de que los cónsules exhortaron al Senado a continuar la lucha sin importar la suerte de los 600 caballeros retenidos por los samnitas. Sin embargo, lo cierto es que los senadores no tuvieron más remedio que ratificar el acuerdo, y Roma no volvió a desatar hostilidades contra los samnitas hasta el 316 a.C., cinco años después. De hecho, la ratificación del acuerdo constituyó un día nefasto para la ciudad, lo que significó que los senadores se despojaran de sus togas púrpuras, se produjeran escenas de duelo y se prohibieran las fiestas y casamientos durante todo un año.

La venganza romana

Los cónsules dejaron su cargo y el Senado nombró a un dictador. Además, los senadores resolvieron que todos los que habían jurado la paz fueran entregadas a los samnitas. Sin embargo, éstos se negaron a aceptarlos, con lo que desaparecieron de la vida pública. Roma reanudó la guerra en el 316 a.C., pero fue derrotada nuevamente por las armas samnitas en la Batalla de Lautulae (315 a.C.), con lo que cambiaron de estrategia. Construyeron la Vía Apia y fundaron colonias a lo largo de ella, para encerrar a los samnitas en su propio territorio. Habían aprendido la lección, y sustituyeron los rígidos cuadros que formaban el ejército romano por los más flexibles manípulos samnitas, más aptos para luchar en terrenos irregulares y que tan buenos resultados les darían en el futuro. En el año 310 a.C. derrotaron a los etruscos (aliados de los samnitas) en la Batalla del Lago Vadimo, y posteriormente tomaron Boviano, la capital samnita.

Paso bajo las Horcas Caudinas
Esto puso fin a la Segunda Guerra Samnita. Antes, las tropas romanas habían capturado la ciudad de Lucera, recuperando los estandartes que había perdido en las Horcas Caudinas. Se dice que, después de la captura de la capital del Samnio, los romanos obligaron a las tropas samnitas a pasar bajo un yugo, tomándose así cumplida venganza y dando la razón a Herenio, que estaba en lo cierto cuando afirmó que la afrenta quedaría grabada a fuego en el orgullo de Roma. El tratado posterior a la guerra, en el año 304 a.C., supuso que toda la Campania estuviera bajo dominio romano y que los samnitas renunciaran a expandirse.

Hubo una Tercera Guerra Samnita algunos años después (298 a.C.-290 a.C.), y tras la derrota del Samnio sus habitantes fueron progresivamente romanizados y asimilados. En esta guerra murió uno de los protagonistas de nuestra historia, Cayo Poncio, tras ser capturado y ejecutado por las tropas romanas al mando de Fabio Máximo Ruliano. Al igual que otros generales a lo largo de la Historia, obtuvo una gran victoria pero su indecisión le impidió sacar provecho de ella. Teniéndolo todo, acabó sin nada. De todas formas, hay otra razón para recordar a este infortunado general, pues la tradición le considera antepasado directo de Poncio Pilato, el famoso Prefecto de Judea en el Siglo I. Para acabar, indicar que la frase "pasar bajo las Horcas Caudinas" se utiliza actualmente en nuestro idioma para indicar que alguien tiene que pasar una gran humillación, haciendo algo que no quería hacer.
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Struensee, el vértice del triángulo

El 28 de abril de 1772, en Copenhague, un hombre pálido y sudoroso subió al cadalso. Sabía que lo que le esperaba allí era la mutilación, la muerte y el deshonor. Después de leída la sentencia, al reo se le cortó la mano derecha (algo para lo que se necesitaron tres intentos) y a continuación se le decapitó. Su cabeza fue expuesta en una pica ante una multitud que rugía y aplaudía. Cuando el griterío se apagó, las vísceras se sacaron del cuerpo y acto seguido fue descuartizado. Se cumplía así la espeluznante sentencia que había sido emitida unos días antes, y que acabó (durante algunos años) con el sueño de un gobierno ilustrado en Dinamarca.

Ejecución de Struensee, según un grabado de la época
El hombre que sufrió tan horrible suplicio se llamaba Johann Friedrich Struensee, y en pocos años había pasado de ser un oscuro médico en Alemania a regente de Dinamarca, gobernando de facto el país. Pero no se limitó sólo a asumir las funciones del rey en lo político, sino que también lo hizo en lo conyugal, convirtiéndose en el amante de la reina y en probable padre de uno de sus hijos. Las reformas ilustradas que aplicó al país (que por entonces era una gran potencia en Europa) le granjearon muchos enemigos entre la nobleza y el alto clero, y finalmente fue depuesto por una conjura palaciega. Esta es su historia.

El médico del rey

Johann Friedrich Struensee había nacido en Halle (Alemania) el 7 de agosto de 1737, en el seno de una familia formada por el pastor protestante Adam Struensee y Maria Dorothea Carl. A los 15 años empezó a estudiar Medicina, rama en la que se graduaría cinco años después. Pero lo más importante de su periodo de estudios fue que abrazó fervientemente las ideas ilustradas que empezaban a circular por Europa, hasta el punto de que se adhirió al ateísmo y dejó atrás las convicciones religiosas familiares. No obstante, siguió viviendo con sus padres al no tener suficientes ingresos para independizarse. Esto le conllevaría tener que trasladarse junto a ellos en las continuas mudanzas provocadas por la actividad pastoral del padre.

En 1761, con 21 años, empezó a ejercer la medicina en la localidad alemana de Altona, que a pesar de hablar alemán, por aquel entonces pertenecía a Dinamarca. Este país era en ese momento una gran potencia regional, dueño, entre otros territorios, de Noruega y algunos puertos alemanes, y disputaba el dominio del Báltico y el Mar del Norte a suecos y hanseáticos. En Altona adquirió pronto fama por dedicarse a atender a numerosos enfermos de males considerados entonces como incurables y por sus ideas avanzadas para la época. Sus actividades profesionales le reportaban pocos ingresos, pero allí conoció a un grupo de nobles daneses, entre los que estaban Enevold Brandt y el Conde Carl Rantzau, algo que sería muy importante en el futuro. Además, en el tiempo que estuvo allí, se sacó el doctorado honorífico por la Universidad de Cambridge y publicó varios libros.

Johann Friedrich Struensee
En el año 1768 el rey danés Christian VII comenzó una larga gira por Europa, y el conde Rantzau propuso a Struensee como médico del monarca. El rey había llegado al poder en 1766 con sólo 17 años, y en el mismo año de su coronación se casó con Carolina Matilde de Hannover (de apenas 15 años), hermana menor del rey de Inglaterra Jorge III. Fue uno de esos matrimonios de conveniencia tan propios de las monarquías europeas, pero éste fue particularmente desgraciado. Se cuenta que la futura reina no paró de llorar durante la ceremonia de la boda por poderes y el posterior viaje a Copenhague. El rey, por su parte, admitía abiertamente no amar a su esposa y se pasaba el día frecuentando burdeles y maltratando a sus numerosas amantes. Christian además sufría de episodios de demencia (se piensa que padecía de esquizofrenia) que hacían que se pusiera en ridículo públicamente y se despreocupara de los asuntos de Estado. Fue esta demencia la que aconsejó que partiera en un largo viaje, con la esperanza de que su salud mejorara.

Una de las primeras paradas del viaje fue Altona, y fue allí donde Struensee fue recomendado al monarca como médico. Aceptado, se incorporó a la gira, y durante los ocho meses que duró el viaje se ganó la confianza del rey (que solía mantener con él largas conversaciones en sus momentos de lucidez) y de algunos de sus ministros más importantes, incluido el canciller Bernstorff. Pronto fue nombrado médico personal del rey (lo que equivalía a nombrarlo médico de toda la familia real), y gracias al tratamiento que le recetó (que incluía largos paseos al aire libre, ejercicio físico y abstinencia absoluta del alcohol), el monarca mejoró visiblemente. Struensee fue nombrado conde y Consejero de Estado (un cargo honorífico) y se estableció en Copenhague al regreso del viaje del rey Christian.

El amante de la reina

A pesar de su desgraciado matrimonio, la reina Carolina Matilde había tratado de convertirse en una soberana modelo. Aprendió el idioma danés y se interesó por los problemas de su nuevo país. Al principio acogió el nombramiento de Struensee como médico real con desconfianza, pero pronto cambió de opinión cuando aplicó con éxito al príncipe heredero una vacuna contra una epidemia de viruela que asolaba Dinamarca. Además, parece ser que curó a la reina de una enfermedad venérea que su libertino marido le había transmitido. Así pues, la confianza que Struensee ya tenía con el rey empezó pronto a tenerla también con la soberana.

Christian VII
La influencia de Struensee sobre la familia real fue creciendo con el tiempo. Aprovechando que la reina simpatizaba también con las ideas ilustradas, aplicó al príncipe heredero un programa educativo propio basado en el de Rousseau. Además, se aplicó sin descanso a arreglar la deteriorada vida marital de la pareja real. El médico se fue convirtiendo así en confidente y paño de lágrimas de la reina, lo que unido a su carisma y a sus profundos ojos azules, hizo que el siguiente paso lógico no tardara en darse: hacia 1770 se hicieron amantes. Ese mismo año fue nombrado Consejero Real (este cargo ya no era honorífico), y tras pasar el verano con la familia real, recibió el cargo de Consejero Privado, consiguiendo que echaran al canciller Bernstorff sustituyéndolo como máxima autoridad danesa tras el rey.

Carolina Matilde, reina de Dinamarca
Al principio actuó con cautela desde su nuevo puesto, intentando conocer la maquinaria del Estado, pero poco a poco se fue volviendo más audaz. El 10 de diciembre disuelve el Consejo de Estado, y una semana más tarde se proclama maître des requêtes (“Maestro de peticiones”, por el que pasaban todos los asuntos antes de remitirlos al rey). Este hecho coincidió con una recaída del monarca, por lo que en la práctica el que decidía sobre todas las cuestiones era el propio Struensee. Esto se reforzó al despedir poco después a todos los jefes de departamento y anular el cargo de Virrey de Noruega. El Gabinete, presidido por él, pasaba a ser la máxima autoridad de Dinamarca. Era el 18 de diciembre de 1770, y acababa de empezar lo que se conoció como el “tiempo de Struensee”.

La revolución ilustrada en Dinamarca

Durante los trece meses que Struensee fue el regente de facto de Dinamarca, emitió más de 1.000 órdenes (a una media de más de tres por día). El objeto de sus reformas fue introducir y aplicar las ideas de la Ilustración en el país. Entre las medidas destacan la abolición de la tortura y la trata de esclavos, la eliminación de las prerrogativas de la nobleza (incluida la prioridad para ocupar cargos públicos), el reparto de tierras a los campesinos y el control del precio del grano, la creación de impuestos al lujo y al juego para financiar el cuidado de niños abandonados y la sanidad, anulación de varios días feriados, reforma de la Educación, de la Justicia y del Ejército (reduciendo las fuerzas armadas), abolición de las reglas de etiqueta en la corte, vacunación universal y obligatoria contra la viruela, criminalización y castigo del soborno y la corrupción, y sin duda su medida estrella, la anulación de la censura de prensa en Dinamarca, Noruega y sus colonias (fue el primer país del mundo en instaurar la libertad de publicación). Como veremos, esta última medida acabaría volviéndose en su contra.

Struensee y la familia real, de Zahrtmann
Para asegurarse el cumplimiento de todas estas medidas, Struensee mandó despedir sin pensiones ni compensación a numerosos funcionarios y los sustituyó por hombres de su confianza. En muchas ocasiones, los recién nombrados carecían de experiencia y conocimiento de los asuntos públicos. Además, el hecho de que Struensee no hablara danés (sólo hablaba alemán) hacía que los elegidos fueran alemanes que apenas conocían la realidad del país que se suponía que debían gobernar. Cabe destacar también el hecho de que las medidas que se iban aprobando estuvieran en contra de muchas tradiciones danesas y noruegas, y que dejara ostensiblemente de lado al rey en la toma de decisiones (algo inevitable por otra parte, dado el comportamiento errático de Christian), lo que hizo que los enemigos se le fueran acumulando.

Y es que a los directamente perjudicados por las reformas (gran parte de la nobleza) se le unieron los nostálgicos del Antiguo Régimen (que veían peligrosas las ideas de la Ilustración que Struensee estaba imponiendo), el clero (que odiaba a Struense por su ateísmo) y los que pensaban que el que debía gobernar era el rey, por muy estrafalario que fuera su comportamiento (había muchos en la corte que pensaban que el monarca no estaba loco, sino que sólo tenía la voluntad un poco debilitada). Estos últimos se vieron reforzados cuando, el 14 de julio de 1771, Struensee se dio a sí mismo autoridad para que sus órdenes tuvieran la fuerza de Decretos Reales, aunque no contaran con la aprobación ni el sello del rey. Así que todos se confabularon en torno a la reina madre Juliana y al príncipe Federico, hermano del rey. Las horas de Struensee estaban contadas.

El fin de Struensee

Apoyándose en la recién creada libertad de prensa, empezaron a aparecer numerosos panfletos anónimos contra el médico que lo acusaban de “Spinozismo” (seguidor de la doctrina de Spinoza, algo muy grave por entonces) y de mantener una relación adúltera con la reina. Estos panfletos hicieron que el pueblo y la clase media, que en principio simpatizaban con las reformas pero que tenían un fuerte sentimiento de devoción hacia sus monarcas, se fueran volviendo en su contra. A este hecho ayudaba el vergonzoso comportamiento de la soberana (que se vestía con frecuencia con ropas provocativas a instancias de su amante). Además, trascendió un vergonzoso incidente entre el rey y Enevold Brandt, mano derecha de Struensee y encargado de vigilar el acceso a la reina. Parece ser que el monarca, reducido ya a simple elemento decorativo, en ocasiones se negaba a obedecer las órdenes de Struensee. En uno de esos arrebatos, exigió ver a la reina, algo a lo que Brandt se opuso. La discusión fue subiendo de tono hasta que Brandt le pegó al rey una bofetada.

Pero la guinda de los sentimientos en contra del médico la puso el nacimiento de la segunda hija de la reina, la princesa Luisa Augusta, ocurrido en julio de 1771 en la residencia de verano de los reyes. El parecido de la niña con Struensee era más que evidente, pero el rey la reconoció como suya. Se organizó una conjura encabezada por el teólogo Ove Høegh-Guldberg y que contaba con el apoyo de destacados miembros de la nobleza y que se dice que fue instigada por la reina madre y el hermano del rey. En la madrugada del 17 de enero de 1772, los conjurados arrestaron a Struensee y Brandt. La reina Carolina Matilde fue llevada al castillo de Krongborg a la espera de ser juzgada.

Otro cuadro de Zahrtmann representando a Struensee y la familia real
Struensee fue acusado de Lesa Majestad por usurpar las funciones del rey, de maquinar un complot para sustituirlo y de adulterio con la reina. Fue torturado para que confesara dichos delitos (no se sabe si confesó, pero daba igual porque la sentencia estaba dictada de antemano). En el juicio contra la reina, a la que también se acusó de adulterio, se encuentran las declaraciones de sus doncellas, que para comprobar si alguien entraba por la puerta que conectaba un pasillo de servicio con la habitación de la reina, recurrieron a trucos que parecen propios de cuentos populares: tapaban por la noche con cera el ojo de la cerradura y al día siguiente encontraban la cera rota, o esparcían polvo por el suelo delante de la puerta y por la mañana encontraban huellas de hombre que se dirigían al lecho de la reina.

Federico, hijo de Christian VII y Carolina Matilde
Carolina Matilde, ante la abrumadora evidencia, confesó haber mantenido una relación adúltera con Struensee, con la esperanza de que así  el médico no sería ejecutado. Fue una esperanza vana, pues Brandt y Struensee fueron ajusticiados el 28 de abril de 1772 de la espeluznante manera que vimos al principio. La reina, por su parte, fue desterrada y obligada a divorciarse (en la sentencia se le negaba poder volver a ver a sus hijos). Embarcada en una fragata, su destino final fue la ciudad alemana de Celle. Allí escribió a su hermano Jorge III de Inglaterra para que intercediera para poder volver a ver a sus hijos, algo que Jorge no hizo, avergonzado del comportamiento de su hermana. Murió el 11 de mayo de 1775 de escarlatina, al edad de 23 años, y Jorge III se negó a que sus restos descansaran en la Abadía de Westminster.

El nuevo gobierno surgido del golpe de Estado, encabezado por Høegh-Guldberg, se dedicó sistemáticamente a desmontar las medidas de Struensee una a una. Esta situación duró hasta 1784, en que un nuevo golpe de Estado encabezado por el heredero al trono e hijo mayor del rey (el futuro Federico VI), quien retomó las reformas del médico alemán adelantándose 5 años a la Revolución Francesa. Se dice que el propio rey Christian estaba detrás del golpe, ansioso como estaba de dejar los asuntos de Estado y volver a sus juergas y visitas a prostíbulos. Como detalle final, se encontró un dibujo personal realizado por él en el que venía una nota referida a Brandt y Struensee: “Me habría gustado haberles salvado”. Y es que a pesar del adulterio de la reina con el médico, Christian siempre consideró a Struensee su amigo, y no daba importancia a esa relación convencido de que lo que era bueno para él (ser infiel) era bueno para los demás. Murió en 1808, arrepentido todavía de no haber podido salvar a su amigo.
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