Gilles de Rais, el verdadero "Barba Azul"

En Francia, su nombre es sinónimo del mal. Sin embargo, hubo un tiempo en que fue considerado el ideal de caballero. Gilles de Rais ha pasado a la posteridad como uno de los más terribles asesinos en serie, autor confeso de la muerte de varios cientos de niños. Sus crímenes han ensombrecido las hazañas que llevó a cabo en la Guerra de los Cien Años, en la que fue compañero de armas y protector de Juana de Arco, y que hicieron que consiguiera el nombramiento de Mariscal de Francia cuando ni siquiera había cumplido 25 años y que amasara una inmensa fortuna.
 
Retrato imaginario de Gilles de Rais
Considerado por muchos historiadores como “un niño con poder”, sus crímenes inspiraron a Charles Perrault el cuento “Barba Azul”, recogido en su antología “Cuentos de Mamá Oca”. En su juicio, Gilles de Rais declaró haber actuado según su naturaleza, y que no podía controlarse. Sus palabras dan fe del monstruo que siempre llevó dentro y al que dio rienda suelta cuando murió la Doncella de Orleans: “Uno se cansa y aburre de lo ordinario. Empecé matando porque estaba aburrido y continué haciéndolo porque me gustaba desahogar mis energías”.

Infancia

En el gélido otoño de 1404, en la Torre Negra del castillo de Champtocé (Anjou), vino al mundo Gilles de Montmorency-Laval, Barón de Rais. Su sangre era de las más nobles de Francia, pues en él se juntaban tres de los más rancios linajes franceses: los Montmorency y Laval por parte de su padre y los Craon por parte materna. A esto había que añadir que sus nobles progenitores eran también inmensamente ricos, pues la fortuna que poseían por separado se incrementó con su unión. Durante sus primeros años, su educación y crianza (junto a la de su único hermano René) estuvieron en manos de tutores e institutrices, ante la dejación e indiferencia de sus padres; él porque estaba ocupado todo el tiempo en sus campañas guerreras y ella porque sencillamente nunca quiso saber nada de sus hijos. Sin embargo, su educación fue esmerada y pronto dominó la lectura, el latín y el griego.

En 1415 su padre, Guy de Rais, fue herido mortalmente por un jabalí en una jornada de cacería. Fue trasladado a sus aposentos solicitando la presencia de Gilles, su hijo mayor. Éste no sólo no mostró ninguna pena, sino que parecía deleitarse con la imagen de las vísceras de su padre esparcidas por la cama. Durante los días que duró la agonía, Gilles no se separó del lecho de muerte de su progenitor, sin dejar de contemplar la macabra escena con indiferencia. Finalmente Guy de Rais murió, disponiendo como última voluntad que su primo Jean Tournemine de La Hunaudaye se hiciera cargo de la tutela de sus hijos.

Escudo de armas de los Craon
No obstante, desoyendo el testamento, es su abuelo materno Jean de Craon quien se hace cargo de los dos hermanos. Su motivación no era tanto el amor a sus nietos sino la inmensa fortuna que éstos poseían. De Craon había amasado su riqueza con el bandidaje y era una persona violenta y sin moral que se despreocupó del cuidado de los niños. Así, mientras sus profesores se esforzaban en inculcar a los pequeños interés por las ciencias y las letras, su abuelo los dejaba actuar a su libre albedrío. Como muestra de la mala influencia que ejerció sobre Gilles está lo que éste diría años más tarde sobre él:

Me enseñó a beber, inculcándome desde muy niño a extraer placer de pequeñas crueldades. Nada más lejos de lo que otros hombres han pensado, sentido, imaginado o incluso hecho... Bajo su custodia aprendí a despegarme de los poderes terrenos y divinos, con lo que creí que era omnipotente.

Su madre murió poco después, con lo que el abuelo pasó a tener las manos libres para hacer y deshacer a su antojo con la fortuna de sus nietos. En principio, de Craon manifestó más interés por el hermano menor René que por Gilles, del que se desentendió casi totalmente, así que éste buscó refugio en la inmensa biblioteca del castillo de su abuelo. Allí leyó con pasión el “Apocalipsis” y sobre todo la “Vida de los doce Césares”, de Suetonio. Admiraba la manera en que Tiberio, Calígula y Nerón realizaban impunemente todo tipo de crímenes y orgías, lo que causaba en él una gran impresión. Sin duda, este libro ejerció una enorme influencia en lo que habría de venir después.

Primer asesinato y boda

Gilles de Rais manifestó desde una edad temprana una gran pericia en todo aquello que emprendía. Sin embargo, pronto dio muestras también de un temperamento egocéntrico y un carácter rebelde que hacía que siempre quisiese imponer su voluntad a todos los que le rodeaban. Destacó enormemente en el manejo de las armas, algo que le sería de mucha utilidad cuando algunos años después participara en las distintas guerras que se sucedían a su alrededor. A los 14 años, su abuelo le regaló una espléndida armadura blanca milanesa a la vez que le concedía la distinción de caballero. Era su primera ceremonia oficial.

Fue por aquel entonces cuando cometió su primer asesinato. La víctima se llamaba Antoine y era hijo de unos sirvientes del castillo. Gilles le retó a un duelo con el ánimo de jugar juntos, y en el trascurso del mismo clavó su espada en el cuello de Antoine. Gilles, en lugar de pedir ayuda, observó con deleite cómo su amigo se desangraba en el suelo. El incidente se acalló con una exigua indemnización a la familia del joven muerto. Al fin y al cabo, Gilles era un noble que había matado accidentalmente a un plebeyo, así que era de esperar que saliera impune de todo el asunto.

A los 16 años el aspecto físico de Gilles era realmente imponente. Medía más de 1,80 metros, era musculoso y ancho de hombros. Poseía además una gran agilidad de movimientos y una innata elegancia natural. El conjunto se completaba con unos grandes ojos azules y un ondulado cabello negro. Sin duda no iba ser un problema encontrar una esposa para él, dada su fortuna y belleza. Sin embargo, había algo que lo hacía difícil: Gilles era homosexual, circunstancia que constató su abuelo cuando lo pilló in fraganti con algunos pajes e incluso con su propio primo. Así pues, de Craon empezó a buscar desesperadamente una candidata a casarse con su nieto. La primera que encontró fue una rica heredera de cuatro años de edad, pero todo el plan se frustró cuando, ante la protesta de los nobles locales, el Parlamento de París prohibió la boda.

Representación de Gilles de Rais en batalla
Por aquel entonces Gilles tuvo su bautismo de sangre. Se puso a las órdenes de Juan V, Duque de Bretaña, en los estertores de la guerra de sucesión bretona entre los Montforts y los Penthièvres. Las crónicas narran que Gilles luchaba siempre a la vanguardia junto a sus soldados montando en su caballo favorito, Noisette, demostrando una gran bravura y sobre todo una violencia inusitada. Parecía no temer a la muerte, y sus compañeros de armas lo admiraban porque siempre parecía luchar como si estuviera poseído. Gustaba de cortar cabezas y su armadura terminaba invariablemente bañada en sangre. Los soldados le seguían con entusiasmo a la batalla, y se distinguió como una gran líder militar.

Un año más tarde y una vez que hubo regresado de la campaña, Gilles se encontró con que su abuelo había hallado por fin a la candidata ideal para desposarse con él. Se trataba de su vecina y prima Catherine de Thouarscon, de 15 años de edad. La familia de la joven se negaba al matrimonio, así que nieto y abuelo la raptaron y Gilles se casó con ella el mismo día, 24 de abril de 1422. En gran medida, la elección del abuelo estuvo motivada por varios castillos que poseía la familia de la joven, que unidos a los suyos harían de ellos la familia más rica y potente de Francia. Sin embargo, la familia de Catherine no aceptó la unión matrimonial y se negó en redondo a dar esos castillos como parte de la dote. Demostrando que no se andaba con chiquitas, Gilles secuestró también a su suegra poco después y la mantuvo encerrada a pan y agua hasta que la familia de la joven los cedió. El matrimonio tuvo una hija, Marie, en 1429, aunque Gilles nunca mostró demasiado interés en su esposa. Catherine, con su hija en brazos, huyó finalmente a uno de los castillos de su padre sin que Gilles pusiera demasiado empeño en recuperarlas.

Juana de Arco

En 1424, a la edad de 20 años, Gilles vio reconocida su mayoría de edad, algo que anhelaba desde hacía tiempo. Solicitó el dominio absoluto sobre todas sus posesiones y empezó a apartar de su vida gradualmente a su abuelo, Jean de Craon, aunque siempre sintió su mirada vigilante sobre él hasta su muerte, en 1432. Gilles fue entonces reclutado por Georges la Tremoille, gran chambelán del Rey, y rindió homenaje al delfín de Francia, futuro Carlos VII, que pasaba por una delicada situación en su lucha contra los ingleses y los borgoñones en la Guerra de los Cien Años. La Tremoille, hombre muy hábil y astuto, vio en Gilles un gran líder militar al que los hombres seguirían a la batalla sin dudar.

Juana de Arco
En 1429, Gilles conoció a Juana de Arco e inmediatamente se sintió fascinado por su personalidad y sus visiones, quedando prendado de su belleza. Años más tarde declararía:

Cuando la vi por primera vez parecía una llama blanca. Fue en Chinon, al atardecer, el 23 de febrero de 1429. Desde el principio fui su amigo, su campeón. En el momento que entró en aquella sala, un estigma maligno escapó de mi alma y ante el escepticismo del Delfín y de la Corte, yo persistí en creer en su misión divina. En presencia de ella y por ese breve lapso, yo iba en compañía de Dios y mataba por Dios. Al sentir mi voluntad incorporada a la suya, mi inquietud desapareció.

El Delfín concedió un pequeño ejército a Juana y Gilles para liberar Orleans del asedio inglés, que duraba ya varios meses. En sólo ocho días, este pequeño ejército logró levantar el sitio y entraron triunfantes en la ciudad. Todos los veían como los salvadores de Francia. Poco después, ese pequeño ejército salió victorioso en las batallas de Jargeau y Patay. La legendaria audacia y violencia de Gilles vieron incrementada su leyenda en estas acciones. Se convirtió en escolta y protector de Juana, a la que salvó en no pocas ocasiones del fragor de la batalla (como en el ataque a París de finales de 1429). Con ella se sentía en plenitud espiritual, llegando a decir que Juana era Dios y que por tanto mataba por mandato divino. Con tan solo 25 años, y fruto de su ardor en el combate, fue proclamado Mariscal de Francia (caso único en la historia), amasando una gran fortuna. Poco después, tras la coronación del Delfín como Carlos VII el 17 de julio de 1429 en la Catedral de Reims, Gilles obtuvo el derecho de poner la flor de lis en su escudo de armas.

Ejecución de Juana de Arco
La vida por fin parecía sonreírle, pero entonces ocurrió algo que lo terminó de enajenar por completo. Juana fue capturada y condenada a la hoguera, sentencia que se cumplió el 31 de mayo de 1431 ante la impasibilidad del monarca francés. Gilles trató de rescatarla reclutando un pequeño ejército de mercenarios, pero por razones desconocidas no llegó a tiempo a pesar de encontrarse a tan sólo 25 kilómetros de Ruan, lugar donde se llevó a cabo el juicio y la sentencia. Gilles acusó públicamente al rey Carlos de la muerte de Juana y lloró amargamente sobre sus cenizas. Un año más tarde, en agosto de 1432, tuvo lugar su última acción militar en la Guerra de los Cien Años: la batalla de Lagny, en la que resultó victorioso. Poco después, su protector La Tremoille cayó en desgracia y Gilles vio perdida su condición de Mariscal de Francia. Amargado, decidió retirarse a su castillo de Tiffauges. La muerte de su abuelo en 1432 eliminó la última traba para el monstruo que seguía aletargado en su interior.

El derroche y la furia

Solo en su castillo, separado de su esposa e hija y rodeado de una corte de aduladores, Gilles se hizo la firme promesa de no volver a tener contacto carnal con mujeres y se entregó a los más notables excesos y derroches. Por ejemplo, se extasiaba ante los cantos gregorianos y si tenía noticias de alguna voz hermosa, no descansaba hasta conseguir que su poseedor cantara ante él. El sonido del órgano le producía tal enajenación religiosa que se hizo construir algunos portátiles para que le acompañaran en el más mínimo traslado. Todo el que acudía a él era tratado con generosidad, tenía mesa a cualquier hora del día o de la noche y era raro que abandonara su castillo sin ser colmado de regalos en especie o en metálico. Mandó además construir autómatas con forma de pájaro, algo sumamente costoso.

Representación de una batalla en la Guerra de los Cien Años
Gastó una enorme fortuna en la representación teatral de las campañas realizadas con Juana. Particularmente onerosa resultó la que realizó en mayo de 1435 sobre la toma de Orleans, donde participaron más de 150 actores, los trajes estaban lujosamente trabajados, la infantería contaba con armaduras auténticas y había grandes cuadros simulando multitudes. La entrada al espectáculo era gratuita y agasajó a todos los asistentes con grandes cantidades de comida y vino. En total, se gastó en ello unas 80.000 coronas de la época.

A causa de todos estos derroches, su fortuna empezó a menguar. Pidió dinero a prestamistas a un interés de usura y, para poder pagar, empezó a vender propiedades a precios irrisorios. Pronto su familia empezó a asustarse ante lo rapidez con que Gilles malgastaba todo lo que tenía y pidió al Rey que interviniera. Entre los documentos aportados figuraba un memorial en el que se indicaba que su inmensa hacienda se acabaría en menos de 8 años. Carlos VII accedió y en 1436, “seguro de lo mal que gobernaba el señor de Rais”, le prohibió en su Gran Consejo y a través de cartas fechadas en Amboise que vendiera o enajenara ningún castillo, fortaleza o tierra. Nadie se atrevió entonces a comprar nada de Gilles temeroso de despertar la cólera del Rey, así que pronto se vio sin liquidez para poder continuar la vida de lujos que llevaba.

Ante esa situación, Gilles de Rais se volvió hacia el esoterismo y la alquimia, convencido de que podría volver a llenar sus arcas a través del hallazgo de la piedra filosofal. Se rodeó de una corte de nigromantes, brujas y alquimistas que le aseguraron que podrían fabricar oro y volver a hacer de él el hombre más rico de Francia. Finalmente, cayó en manos de un embaucador florentino llamado Prelati, que le aseguró estar en tratos con el mismísimo Diablo. Éste le aseguró que sólo sacrificando sangre inocente conseguiría de nuevo su sueño de volver a ser rico.

Carlos VII
Fue así como los servidores de Gilles de Rais empezaron a recorrer pueblos y aldeas buscando niños y adolescentes y prometiendo a su familia que los harían pajes del castillo. En ocasiones, el propio de Rais acudía personalmente a las casas de las familias para asegurar con amabilidad que los niños tendrían un prometedor futuro. De las víctimas no se volvía a tener noticias y cuando los familiares preguntaban, les respondían que estaban bien. Aprovechaba también que muchos niños se acercaban a su castillo a pedir limosna para hacerles pasar y desaparecer para siempre. Pronto empezó a cundir la alarma y de Rais se vio obligado a recurrir a los raptos. Se llegaron a contabilizar hasta 1.000 desapariciones de niños de entre 8 y 10 años en Bretaña y en buena parte de ellas estaba implicado Gilles de Rais.

Además del castillo de Tiffauges, utilizó otros para sus fechorías, como el de Machecoul y el de Champtocé. La locura llegaba al caer la noche, cuando de Rais y sus esbirros se dedicaban a torturar y matar a los niños que previamente habían secuestrado. Después de cada noche sangrienta, Gilles de Rais salía al amanecer y recorría en solitario las calles y los bosques sollozando arrepentido mientras sus secuaces limpiaban las estancias y quemaban los cadáveres. El temor se fue apoderando de los pueblos, cuyos habitantes habían bautizado a de Rais como “Barba Azul” al dar las luces del alba tonos azulados a su negra barba, y sus criados se vieron obligados a ampliar su campo de acción, con lo que el miedo se extendía cada vez más.

Arresto, juicio y ejecución

Todo se precipitó en 1440, cuando de Rais vendió una de sus últimas posesiones, el castillo de Saint-Etienne-de-Memorte al tesorero de Juan V, Geoffroy de Farron, que puso a su hermano Jean, eclesiástico, al frente de la posesión. Sin embargo, poco después de Rais se enteró de que su primo el señor de Villecigne quería también comprárselo por una suma mayor, por lo que pidió a Farron la anulación de la venta. Al negarse éste, atacó la iglesia donde Jean de Farron oficiaba misa y lo secuestró, llevándoselo al castillo de Tiffauges. Conocida la noticia por el duque de Bretaña y por el obispo de Nantes, se envió una partida armada a rescatar al secuestrado. De Rais, que se encontraba entonces en el castillo de Machecoul, fue capturado el 15 de septiembre de 1440. La sorpresa llegó cuando en el castillo encontraron los cuerpos despedazados de 50 adolescentes. Empezaron a hacerse averiguaciones y el resultado fue que el duque de Bretaña hizo comparecer a Gilles de Rais ante la justicia acusado de haber matado y torturado entre 140 y 200 niños en prácticas diabólicas.

Escudo de armas de Gilles de Rais
Se le hicieron dos juicios, uno religioso donde se le acusaba de satanismo y brujería y otro civil, donde tendría que responder por la muerte de los niños. Las actas de estos juicios aún se conservan, y nos permiten tener un conocimiento pormenorizado de lo que pasó en ellos. Al principio se declaró inocente, pero ante la avalancha de testimonios y confesiones de sus cómplices (que fueron torturados) y la amenaza de excomunión, finalmente confesó sus crímenes. Fue una confesión tremenda y minuciosa de los actos que había realizado durante sus 8 años de terror, y tal fue el horror que provocó dicha confesión que durante el juicio uno de los presentes cubrió el crucifijo que presidía la sala por la vergüenza que provocaron sus palabras. Se constató el asesinato de 200 víctimas, aunque probablemente fueran muchas más. Durante su confesión, proclamó su profundo arrepentimiento y pidió perdón a las familias de las víctimas.

Representación del arresto de Gilles de Rais
El 25 de octubre de 1440, la corte eclesiástica dictó una sentencia de excomunión contra él y la corte civil decretó la pena capital. Su banda también fue castigada. A Francesco Prelati, alquimista y sacerdote del mariscal, se le impuso una pena de trecientas coronas de oro y cadena perpetua en una cárcel de la Iglesia, recibiendo castigo físico de manera periódica y una dieta basada en pan y agua. Poco le duró este castigo, ya que el duque de Anjou lo sacó del presidio atraído por sus artes alquimistas. Perrine Martin, la única mujer del grupo, se suicidó en prisión. Los otros dos ayudantes de Gilles fueron condenados a la horca y la hoguera. El 26 de octubre, Gilles de Rais fue conducido al prado de la Madeleine en Nantes para ser ahorcado, después de haber rechazado el perdón real (gracia que se le concedía al ser un grande de Francia). A causa del arrepentimiento mostrado en el juicio, sus restos sólo fueron parcialmente quemados y recibieron sepultura en el convento de las Carmelitas de Nantes, a petición postrera del propio barón de Rais.

Ejecución de Gilles de Rais
Moría así a los 36 años uno de los mayores asesinos en serie de la historia, un monstruo sediento de sangre al que sólo un error permitió capturar. En 1695, Charles Perrault convirtió la historia de Gilles de Rais en un cuento, “Barba Azul”, donde sustituyó a los niños por mujeres como víctimas. Este cuento se encuentra en la antología de relatos populares franceses “Cuentos de Mamá Oca”.

Extractos de la confesión de Gilles de Rais y de su sentencia

Advertencia importante: Debido a los detalles macabros y a la crudeza de las descripciones que vienen a continuación, la sensibilidad de algunos lectores puede ser herida. Si continúa leyendo, será bajo su exclusiva responsabilidad.

Extracto de la confesión de Gilles de Rais (sacado del libro “El mariscal de las tinieblas”, de Juan Antonio Cebrián):

Yo, Gilles de Rais, confieso que todo de lo que se me acusa es verdad. Es cierto que he cometido las más repugnantes ofensas contra muchos seres inocentes (niños y niñas) y que en el curso de muchos años he raptado o hecho raptar a un gran número de ellos (aún más vergonzosamente he de confesar que no recuerdo el número exacto) y que los he matado con mi propia mano o hecho que otros mataran, y que he cometido con ellos muchos crímenes y pecados.

Confieso que maté a esos niños y niñas de distintas maneras y haciendo uso de diferentes métodos de tortura: a algunos les separé la cabeza del cuerpo, utilizando dagas y cuchillos; con otros usé palos y otros instrumentos de azote, dándoles en la cabeza golpes violentos; a otros los até con cuerdas y sogas y los colgué de puertas y vigas hasta que se ahogaron. Confieso que experimenté placer en herirlos y matarlos así. Gozaba en destruir la inocencia y en profanar la virginidad. Sentía un gran deleite al estrangular a niños de corta edad incluso cuando esos niños descubrían los primeros placeres y dolores de su carne inocente.

Contemplaba a aquellos que poseían hermosa cabeza y proporcionados miembros para después abrir sus cuerpos y deleitarme a la vista de sus órganos internos y muy a menudo, cuando los muchachos estaban ya muriendo, me sentaba sobre sus estómagos, y me complacía ver su agonía…

Me gustaba ver correr la sangre, me proporcionaba un gran placer. Recuerdo que desde mi infancia los más grandes placeres me parecían terribles. Es decir, el Apocalipsis era lo único que me interesaba. Creí en el infierno antes de poder creer en el Cielo. Uno se cansa y aburre de lo ordinario. Empecé matando porque estaba aburrido y continué haciéndolo porque me gustaba desahogar mis energías. En el campo de batalla el hombre nunca desobedece y la tierra toda empapada de sangre es como un inmenso altar en el cual todo lo que tiene vida se inmola interminablemente, hasta la misma muerte de la muerte en sí. La muerte se convirtió en mi divinidad, mi sagrada y absoluta belleza. He estado viviendo con la muerte desde que me di cuenta de que podía respirar. Mi juego por excelencia es imaginarme muerto y roído por los gusanos.

Yo soy una de esas personas para quienes todo lo que está relacionado con la muerte y el sufrimiento tiene una atracción dulce y misteriosa, una fuerza terrible que empuja hacia abajo. (…) Si lo pudiera describir o expresar, probablemente no habría pecado nunca. Yo hice lo que otros hombres sueñan. Yo soy vuestra pesadilla.

Extracto de la sentencia contra Gilles de Rais:

(…) Admitió haber eyaculado en el calor elástico de sus intestinos. Admitió que les había sacado el corazón a través de heridas agrandadas, y con los ojos de un sonámbulo, miró los dedos de sus manos sacudiéndoselas como si por ellos resbalase la sangre vertida. Se dice que, mucho antes, habría desmembrado a una mujer encinta para jugar con su feto...

Artículo 1: Se tiene por dicho que el mencionado Gilles de Rais, con el fin de cumplir, con los niños y niñas mencionados, sus depravaciones artificiales, y sus ardores libidinosos, tomó por primera vez su miembro viril en una u otra de sus manos, lo frotó hasta enderezarlo, y lo puso entre las piernas de los susodichos niños; resbalaba entonces su miembro viril contra el vientre de los niños con el mayor de los placeres, con ardor y la concupiscencia libidinosa, hasta que echase su esperma sobre sus vientres.

Artículo 2: Se tiene dicho que antes de llevar a cabo sus horribles depravaciones y sus pecados de la carne con los niños y las niñas, y con el fin de impedirles que gritasen y evitar que fuesen éstos oídos, el citado Gilles de Rais los colgaba mediante cuerdas y cadenas y ganchos en su habitación. Luego los soltaba para tranquilizarlos diciendo que solo quería jugar con ellos y no herirles, para así conseguir que dejasen de llorar y gritar.

Artículo 3: Después de que el citado Gilles de Rais ha cometido sus indecentes prácticas, los mataba inmediatamente, rindiéndoles culpables de su propia muerte... a veces eran decapitados, o degollados, en otras ocasiones eran desmembrados y, algunas veces, se les rompía el cuello con un bastón de madera.

Artículo 4: Se tiene dicho que el citado Gilles de Rais cometía a veces sus placeres con los citados niños y niñas antes de herirles, aunque en contadas ocasiones; en otras, los sodomizaba mientras estaban colgados de las cuerdas y de los ganchos, antes de infringirles heridas; en otras también, tras haberles degollado, se masturbaba sobre las venas del cuello, y sobre la sangre que salía a borbotones; en otras, los violaba cuando ya entraban en la languidez de la muerte, con la condición de que aún estuviesen calientes.
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El ataque inglés a Cádiz de 1625

El ataque a Cádiz por parte de una flota anglo-holandesa a finales de 1625 constituye uno de los desastres militares más humillantes de la historia británica. Más de 100 naves y 12.000 soldados ingleses se estrellaron contra la ciudad andaluza por culpa de la mala planificación, el nulo sentido estratégico de los mandos al frente del ataque y la pésima coordinación entre ingleses y sus aliados holandeses.

Defensa de Cádiz, obra de Zurbarán
Esta operación fue la única de envergadura que se produjo en los cinco años de guerra entre España y Gran Bretaña (1625 – 1630), ya que su fracaso convenció a los británicos de que era mejor centrarse en tareas mejores como continuar la guerra contra la Francia de Richelieu o tratar de reflotar su economía, muy deteriorada por las campañas militares. Sólo el comandante británico sacó algún provecho de todo el asunto, pues fue nombrado vizconde de Wimbledon antes de comenzar la expedición y conservó el título a pesar de su fracaso.

Edward Cecil, el amigo del duque de Buckingham

A pesar de ser un competente oficial de las tropas inglesas en los Países Bajos, Edward Cecil no era ni la sombra de lo que fue su abuelo William. En efecto, William Cecil había sido primer ministro con la Reina Isabel I y en su día fue considerado el hombre más importante y temido del Reino Unido. Su nieto, sin embargo, sólo tenía en su haber algunas victorias menores en su juventud (a finales del siglo XVI) y no pasaba de ser eso: un competente oficial entre tantos otros. Eso sí, contaba con la amistad de  George Villiers, Duque de Buckingham y primer ministro del rey Carlos I.

Carlos I de Inglaterra
Este monarca estaba muy enfadado con España por el fracaso de las negociaciones mantenidas años atrás para prometerse con la Infanta María Ana de Austria, hija menor de Felipe III y hermana del monarca en ese momento, Felipe IV. El por aquel entonces Príncipe de Gales se sintió ninguneado en la Corte española, algo que le dejó un profundo resentimiento. Todo esto, unido a algunos roces en el continente europeo con los Tercios españoles, sirvió para que presionara a su padre Jacobo I para declarar la guerra a España en 1624, siguiéndola él con renovado entusiasmo cuando al poco tiempo heredó el trono británico.

El primer ministro Buckingham planeó una expedición de una flota británica contra España con el objetivo de capturar la flota de las Indias y las riquezas que llevara consigo. Para eso, pensó que lo mejor era atacar alguno de los puertos españoles donde dicha flota atracaba y saquear la ciudad, ya que atacar a la flota directamente era demasiado arriesgado (aunque no se descartaba del todo). En principio, el mando iba a recaer sobre el propio duque, pero su debilitada salud lo hacía desaconsejable. Además, el rey insistía en mantenerlo ocupado en misiones diplomáticas. Así que decidió delegar el mando, y fue así como se lo ofreció a Edward Cecil, con el que mantenía una gran amistad. Cecil vio en el ofrecimiento una oportunidad magnífica de conseguir fama y renombre, por lo que aceptó de inmediato.

Los preparativos

Como el plan era un empeño personal de Buckingham, éste se encargó de elegir personalmente a todos los mandos y organizar los preparativos. Aunque ni él ni el rey tenían una idea clara de lo que querían conseguir y cómo hacerlo, se puso manos a la obra con una gran energía. Además de Cecil como comandante de la misión, eligió a Robert Devereaux, III conde de Essex, como vicealmirante (Devereaux era hijo del artífice del exitoso ataque a Cádiz en 1596). Ninguno de ellos tenía experiencia naval alguna. Para destacar a Cecil sobre el resto de mandos de la flota, Buckingham lo nombró vizconde de Wimbledon poco antes de partir. Sin embargo, las tres semanas que en principio iban a durar la preparación de la expedición se acortaron a sólo una, al temer el duque que la temporada de tormentas se les fuera a echar encima.

George Villiers, duque de Buckingham
Para ser justos, diremos que Cecil quiso involucrarse más en los preparativos y objetivos de la misión, pero el fuerte individualismo de Buckingham y su propio servilismo se lo impidieron. Por poner un ejemplo, baste decir que Cecil quiso conocer qué tipo de reclutas llevaría a la expedición, pensando que serían parecidos a los que había mandado en los Países Bajos. Sin embargo, se encontró con que gran parte de los 12.000 soldados que lideraría (una fuerza bastante considerable) habían sido reclutados a la fuerza. Se trataban de deudores de Buckingham o de sus amigos, amantes de esposas a cuyos traicionados maridos el duque debía favores, enemigos políticos… El resto fue completado con presos sacados de las cárceles inglesas. Entre las filas había lisiados, enfermos, retrasados mentales y algunos hombres de más de 60 años. Todos ellos fueron alojados en pensiones, establos o simplemente dormían en las calles. Estuvieron así cinco meses.

Para evitar que estos hombres causaran disturbios, Buckingham ordenó que todas las armas estuvieran en los barcos y que los soldados no tuvieran acceso a ellas en suelo inglés. La consecuencia inmediata fue que muchos de ellos, que no habían tenido un mosquete en las manos en toda su vida, no pudieron familiarizarse con ellas. Este detalle acabó por no tener importancia ya que después de partir se descubrió que muchos de los mosquetes de la expedición habían sido fabricados a toda prisa y de forma defectuosa, hasta el punto de no tener ánima (abertura del cañón por donde sale la bala). A esto había que unir que una parte de la munición se había comprado de un calibre equivocado, y muchos de los moldes para fabricar más se deformaron a causa de las tormentas a las que la flota se vio sometida. Además, no había uniformes suficientes y muchos soldados iban envueltos en harapos. Cecil se quejaba de que algunos de sus hombres ni siquiera llevaban pantalones.

Edward Cecil, vizconde de Wimbledon
Tampoco la organización de la Armada era mucho mejor. Se habían reunido unos 100 barcos con los que afrontar la empresa, pero sólo nueve de esos barcos eran galeras de guerra; el resto eran mercantes y barcos carboneros a los que se había armado a toda prisa con unos cuantos cañones. Las galeras, además, eran viejas y databan de la época de la Armada Invencible, casi 40 años atrás. Algunas de ellas conservaban las mismas velas y cuerdas de entonces (por lo que muchas estaban podridas) y sus cascos no habían sido limpiados ni reparados (y eso hacía que la quilla de algunos de ellos estuviera agujereada). Otros de los barcos de la flota tenían los mástiles sueltos, la carga estaba mal estibada y hacía que los barcos fueran inestables, y las cartas de navegación eran inadecuadas. Para rematar la faena, las provisiones eran escasas y estaban en mal estado ya antes de partir. Uno de los capitanes anotaría lo siguiente sobre la comida:

No es ni la mitad de la asignada por el rey, y apesta de tal manera que ningún perro de París podría comerla”.

Tampoco los mandos elegidos por Buckingham eran motivo de esperanza. Todos habían sido elegidos de entre las amistades del duque y casi ninguno tenía experiencia naval alguna. Cecil, no obstante, no desesperó y preparó un minucioso libro con todos los detalles de la operación, las órdenes generales y las señales que iban a emplearse. Un ejemplar de este libro habría de ser entregado a los capitanes de cada nave. Sin embargo, un retraso en su impresión hizo que lo recibieran cuando ya habían regresado a puerto después de la expedición, dos meses y medio después.

Cecil dirigió una carta al rey quejándose de las numerosas deficiencias, aunque mostrándose siempre dispuesto a completar la empresa que se le había asignado. La carta finalizaba así:

Y me atrevo a decir que ninguna armada, aun en los tiempos más turbulentos, estando tan llena de necesidades y defectos, estuvo más dispuesta en tan breve plazo (...). Pero ni éstas ni otras razones podrán desalentarnos, sino hacernos más resueltos y sacrificados”.

No obstante, no todo fueron penurias. Como detalle positivo hay que decir que 24 barcos holandeses al mando de Guillermo de Nassau, bastardo del príncipe Mauricio de Holanda, reforzaron la flota inglesa. Todos los mandos y tripulantes holandeses eran expertos marinos, algo que más que un beneficio supuso un duro contraste con la realidad de la flota inglesa.

El viaje

El 15 de octubre de 1625, la flota partió de Plymouth. En total había 112 barcos, 12.000 soldados con más de 100 caballos y 5.400 tripulantes. Nada más salir, una tormenta dispersó la flota e hizo que tuviera que buscar refugio en puerto. Finalmente, el 18 de octubre pudo salir hacia España. Los problemas comenzaron a los pocos días. Las galeras empezaron a hacer agua y gran parte de los hombres estaban ocupados a tiempo completo en achicarla. La “Lion” tuvo que regresar cuando estaba a punto de hundirse.

Guillermo de Nassau
Como hemos dicho antes, la comida era bastante escasa y estaba en mal estado, así que hubo que imponer su racionamiento nada más comenzar el viaje. El tiempo era malo y las tormentas eran constantes. Después de una particularmente fuerte (duró dos días), la “Long Robert” se hundió con todos sus hombres y el resto de la flota sufrió daños importantes y se dispersó. La mayoría de las lanchas en las que los hombres iban a ser desembarcados se perdieron por las galernas. La comida, ya de por sí en malas condiciones, se humedeció y empezó a pudrirse. La pólvora se mojó y las vías de agua en las naves se multiplicaban día a día. Hasta el día 29 no pudo reunirse de nuevo la flota a la altura del cabo Mondego.

No había ningún plan concreto. El rey sólo había ordenado que se tomara una ciudad española y que se capturara la flota española de las Indias, pero sin concretar más. De modo que Cecil tenía ante sí como posibles objetivos Lisboa, Cádiz y Sanlúcar de Barrameda. Como en su viaje la primera ciudad que se encontraría sería Lisboa, se presentó allí pero no se atrevió a atacarla. El 30 de octubre, a la altura del Cabo de San Vicente, se formó un consejo en el que se concretó el plan de ataque: desembarcarían en el Puerto de Santa María, en la Bahía de Cádiz, donde establecerían una cabeza de puente desde donde atacar Sanlúcar, a 12 millas. Cecil consideraba que la misión sería fácil dado el gran número de tropas que llevaba consigo. La flota puso pues rumbo a la bahía de Cádiz, a la que llegó el 1 de noviembre.

En la bahía de Cádiz

La ciudad de Cádiz contaba en 1625 con alrededor de 20.000 habitantes. Era un punto estratégico en el comercio con América, y ya había sido atacada con éxito por los ingleses en dos ocasiones anteriores. La primera vez tuvo lugar en 1587, cuando Sir Francis Drake había destruido la flota española amarrada en la bahía. La segunda ocurrió en 1596, cuando Robert Devereaux, II conde de Essex (y padre del vicealmirante de la expedición actual) saqueó la ciudad. Desde entonces, las fortificaciones de la ciudad se habían reforzado considerablemente. No obstante, en el momento del ataque la ciudad sólo contaba con 8 galeones fondeados en la bahía y una guarnición de 300 hombres, aunque podían reunirse refuerzos de las plazas vecinas hasta un total de 4.000 soldados.

Mapa de la Bahía de Cádiz en 1625
Cecil ordenó a Essex que dirigiera su escuadra hacia el Puerto de Santa María. Sin embargo, éste tenía en mente otros planes. Como su padre había sido un héroe en el exitoso asalto a Cádiz 30 años atrás, Essex pensó que él no podía ser menos y dirigió su escuadra a toda velocidad contra los galeones españoles fondeados en la bahía. Cecil, atónito ante la situación, le siguió a bordo de su nave “Anne Royal” mientras ordenaba a voz en grito al resto de barcos que le siguieran. No sabemos si por no oír las órdenes o por no querer oírlas, el resto de la flota no se movió y el fuego de artillería de la ciudad paró en seco el ataque, dando tiempo a que los barcos españoles escaparan y se refugiaran en La Carraca. La oportunidad de capturar esas naves se había perdido.

Desechado el plan de desembarcar en el Puerto de Santa María debido a la poca profundidad de las aguas, la flota quedó amarrada en la bahía sin que su comandante supiera muy bien qué hacer a continuación. En ese momento, Cecil tuvo uno de los pocos golpes de suerte de toda la expedición: un comerciante inglés llamado Jenkinson hacía negocios en Cádiz y al divisar la flota inglesa se apresuró a remar hacia el buque insignia, informando de que Cádiz sólo contaba con unas decenas de hombres como guarnición y estaba prácticamente desprotegida. La oportunidad de tomar la plaza era única, y un comandante más decidido la habría aprovechado de inmediato. Sin embargo, Cecil pecó de prudente y pensó que antes de atacar la ciudad debía cortar la ruta de llegada de posibles refuerzos. Así pues, ordenó que primero había que tomar El Puntal, el pequeño istmo de tierra que unía a Cádiz con la isla de León, a fin de guardarse las espaldas.

El ataque a El Puntal

Cecil ordenó a cinco barcos holandeses y a los buques carboneros que atacaran el fuerte de San Lorenzo del Puntal con toda su artillería. Los carboneros ingleses, desobedeciendo las órdenes recibidas, se quedaron atrás deliberadamente, dejando solos a los barcos holandeses frente a los 8 cañones del fuerte. Tras perder dos barcos, y ante la queja holandesa de que estaban enfrentándose solos a todo El Puntal (en realidad la guarnición del fuerte era sólo de 120 hombres), Cecil obligó en persona a los carboneros a que participaran en el ataque. Poco después los holandeses volvieron a quejarse, pero esta vez para pedir que los carboneros se largaran lo más lejos posible. Parece ser que tenían tan mala puntería que sus proyectiles pasaban más cerca de los barcos holandeses que del fuerte, y el riesgo de hundimiento por “fuego amigo” era más que palpable.

Fuerte de San Lorenzo del Puntal en la actualidad
Tras el intenso bombardeo, se decidió que las tropas inglesas desembarcaran. Sin embargo, las cosas no fueron mucho mejor, ya que el oficial al mando, Sir John Burroughs, desobedeció las órdenes de Cecil y desembarcó justo debajo del fuerte. Sus hombres fueron rápidamente barridos por la artillería de El Puntal. Al final, y tras más de 4.000 proyectiles disparados contra el fuerte, la guarnición se rindió. Cecil permitió a las fuerzas españolas salir con honores y con la bandera de desfile.

Por fin, y tras 24 horas desde la decisión de atacar El Puntal, el fuerte estaba ahora en manos inglesas. Pero lo cierto es que ya daba lo mismo. Mientras la guarnición defendía el fuerte, el gobernador de Cádiz había mandado un mensaje al Duque de Medina Sidonia pidiendo ayuda. Este había enviado 4.000 soldados a la ciudad mientras los ingleses luchaban en El Puntal, y ahora Cádiz era inexpugnable. El único problema para la defensa era que la plaza sólo tenía suministros para tres días. Sin embargo, fue abastecida con galeras desde Sanlúcar, consiguiendo entrar en la ciudad con el apoyo de la artillería costera, a pesar del fuego inglés. Asimismo, varias embarcaciones más consiguieron llegar desde La Carraca con suministros.

La decisión de Cecil

El día 1 de noviembre, Cecil se encontraba en medio de la bahía de Cádiz, al mando de unas 100 naves y sin saber muy bien qué hacer. Ahora estaba en tierra enemiga, al mando de unos 10.000 soldados y tampoco tenía muy claro cuál iba a ser su siguiente paso. Le llegó la noticia de que una fuerza española avanzaba desde Jerez hacia el puente Zuazo para socorrer la ciudad, así que el día 3 de noviembre Cecil fue a su encuentro con 8.000 hombres mientras dejaba los restantes frente a Cádiz al mando de los coroneles Burroughs y Bruce. Después de avanzar 15 kilómetros sin contactar con el enemigo, Cecil se convenció de que era una falsa alarma. Sin embargo, lo que hizo a continuación fue realmente extraño; decidió seguir avanzando sin un plan definido. Él mismo lo describió así en un relato posterior:

Parece que se trataba de una falsa alarma. Pero puesto que ya hemos avanzado tanto, si os parece podríamos continuar haciéndolo. Quizá sepamos algo o veamos algún enemigo. De no ser así, por lo menos sabremos cómo es ese puente del que tanto hablan”.

Cuando las fuerzas inglesas estaban atravesando las salinas de la zona, alguien cayó en la cuenta de que no se habían desembarcado provisiones ni agua. Cecil mandó un grupo de hombres de vuelta a los barcos a por ellas y nunca más se supo de ellos. La situación no podía ser más mala, pero se puso peor. El ejército inglés se encontraba en territorio enemigo, en medio de unas salinas, sin agua ni alimentos y avanzando a ciegas. Con los hombres al borde de la rebelión, llegaron a unos edificios cuyos habitantes habían huido y decidieron acampar a pasar la noche. Los sedientos soldados, al inspeccionar los caserones, descubrieron barriles y más barriles de vino de Jerez en las bodegas, que se apresuraron a saquear.
 
Imagen aérea de la Bahía de Cádiz
Cecil se encontró entonces en medio de una turba de borrachos hambrientos y al borde del motín. Intentó impedir que los soldados siguieran bebiendo, pero estos dispararon contra los oficiales que trataban de llevarse el vino. El propio Cecil tuvo que ser protegido por su guardia personal. El espectáculo al día siguiente era cuando menos desolador: 8.000 hombres desperdigados, débiles y resacosos estaban tirados por los suelos. Cecil comprendió por fin que aquello no tenía ningún sentido y regresó esa mañana hacia El Puntal con todos los que pudieron seguirle. Atrás quedaron unos cien hombres, demasiado débiles y resacosos como para levantarse y caminar. Las tropas de Medina Sidonia dieron buena cuenta de ellos.

La retirada y el regreso

Mientras tanto, la ciudad había hundido varios de sus propios barcos en la bahía, impidiendo así que las naves inglesas pudieran adentrarse en La Carraca para atacar a los barcos españoles fondeados allí. Cecil ordenó el 5 de noviembre a sus hambrientas tropas regresar a los barcos, cosa que completaron el día 6 hostigados por las fuerzas que venían de Cádiz y del puente Zuazo. Tras incendiar uno de sus barcos (donde se encontraban los cuerpos de los ingleses fallecidos), la flota salió finalmente de la bahía de Cádiz el día 7 de noviembre. Cecil ordenó a sus barcos quedarse en la costa sur de Portugal, esperando la llegada de la flota española de las Indias para asaltarla. Tras algunas escaramuzas en las que perdieron varios barcos, y ante el mal estado de las naves, el 26 de noviembre se decidió a regresar a Gran Bretaña sin haber conseguido ninguno de sus objetivos. El día 29 llegó finalmente a Cádiz la flota de las Indias sin haber tenido contacto alguno con el enemigo.

Representación artística de una flota del siglo XVII
El regreso fue desastroso. Las naves holandesas abandonaron la flota sin previo aviso hartos de la incompetencia inglesa. Los barcos no habían podido aprovisionarse, con lo que no había provisiones suficientes. La mitad de los hombres estaban enfermos, las vías de agua eran cada vez peores y muchas naves acabaron hundiéndose o a la deriva. Meses después de la expedición seguían llegando a Inglaterra barcos que habían formado parte de la flota. Algunos encallaban en la playa y la mayoría apenas tenían una docena de hombres a bordo. Las ciudades costeras se vieron inundadas de mendigos, hombres de la expedición con la salud destrozada y sin nada en el bolsillo. Como ejemplo, de los 400 hombres que contaba la nave insignia “Ann Royal” al principio de la expedición sólo 150 emprendieron el regreso, de los que 130 enfermaron en el viaje de vuelta hasta su llegada al puerto de Kinsale (Irlanda) el 21 de diciembre. En total, las bajas anglo-holandesas fueron de 7.000 hombres y 62 barcos.

Así acabó la expedición inglesa a Cádiz. A su regreso, varios oficiales que habían participado en la expedición acusaron a Edward Cecil de negligencia y mala administración. La Cámara de los Comunes, reunida en 1626 para librar fondos para la guerra, se negó a hacerlo hasta no depurar responsabilidades por el desastre de Cádiz. Considerando que todo había sido idea del duque de Buckingham, lo acusaron de alta traición. Carlos I, para protegerle, ordenó la disolución de la Cámara. Quizá habría sido mejor que no lo hubiera hecho, pues años después Buckingham, lejos de haber aprendido la lección, ordenó un asalto parecido a la isla de Ré. Por supuesto, los resultados fueron idénticos.
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El año sin verano

Fue conocido como “el año sin verano,”, pero también como “el año de pobreza”, “el verano que nunca fue”, “el año que no tuvo verano”, y con el muy gráfico nombre de “Mil ochocientos hielo y muerte”. El año 1816 fue anormalmente frío, y fruto de esa bajada de temperaturas se vivieron fenómenos tan raros en algunos sitios como hielo en julio o nieve en agosto. Descrito por el historiador John D. Post como “la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental”, 1816 supuso el punto álgido de la llamada “Pequeña Edad de Hielo” que todo el Hemisferio Norte llevaba viviendo desde 1300 y que duraría hasta 1850.

Canal de Chichester, de William Turner
Naturalmente, las consecuencias para la población fueron catastróficas. No sólo hubo hambre debido a que la mayor parte de las cosechas se malograron, sino que también se vivieron epidemias cuyos efectos duraron muchos años. Además, se gestó el hoy conocido como “Triángulo de oro”, se vivió una efímera (y fracasada) exploración polar y se concibieron algunas obras literarias y artísticas hoy mundialmente conocidas. No ha habido ningún año parecido del que se tenga noticia, ni antes ni después.

La erupción del volcán Tambora

El 5 de abril de 1815 el volcán Tambora, situado en la pequeña isla de Sumbawa en la actual Indonesia, entró en erupción. La explosión se oyó en las Molucas, a 1.400 kilómetros de distancia. El gobernador de las islas, Sir Stamford Raffles, pensó que se trataba de un ataque y envió barcos de guerra en auxilio a los navíos y ciudades que creía en apuros. La erupción continuó hasta la mañana del 6 de abril y se fue apagando poco a poco. Sin embargo, esto no fue debido a que la furia volcánica se hubiera aplacado, sino que la lava era lo bastante fría como para solidificarse nada más salir. Esto taponó el cráter del volcán, pero también aumentó la presión en su interior.

Situación del volcán Tambora
Esta presión fue subiendo hasta que la caldera no la soportó más y estalló violentamente a las 7 de la mañana del 10 de abril. La explosión fue de tal calibre que a 2.500 kilómetros de distancia las casas se tambalearon. Poco después empezó a llover ceniza y piedra pómez de hasta 20 centímetros de diámetro. La lluvia de ceniza fue tan intensa y rápida que mató instantáneamente a los 12.000 habitantes de la isla. La lava arrasó lo poco que quedaba. La columna de ceniza superó los 43 kilómetros de altura y ocultó el sol durante dos días en 600 kilómetros a la redonda. Se estima que la erupción liberó aproximadamente unos 140.000 millones de toneladas de material volcánico. Para que nos hagamos una idea, si todo ese material cayera sobre la Península Ibérica quedaría sepultada bajo una capa de ceniza de 27 centímetros de espesor.

La erupción terminó el 15 de abril. La cantidad de muertos producidos por la explosión volcánica y los posteriores tsunamis oscila según la fuente entre 50.000 y 80.000. Teniendo en cuenta la población por entonces de Indonesia, si hoy en día se produjera allí una erupción de esa magnitud el número de víctimas mortales rondaría el millón. Pequeñas columnas de humo siguieron observándose hasta septiembre, y en octubre aún seguían flotando grandes balsas de piedra pómez que incluso llegaron a alcanzar las costas de Calcuta (a 3.600 kilómetros de distancia). La erupción del Tambora es la mayor registrada en la historia reciente de la humanidad y alcanza el valor 7 en el “Índice de Explosividad Volcánica”, que tiene un máximo de 8. El volcán, que antes de la erupción medía 4.300 metros, vio reducida su altura a 2.850 metros.

Las consecuencias en el clima

A medida que la ceniza y los gases liberados por el volcán se extendían por la atmósfera, pudieron observarse espectaculares atardeceres rojos, naranjas y morados por toda Europa y Norteamérica durante el verano y el otoño de 1815. En el este de Estados Unidos, una niebla persistente volvía la luz del Sol de un amarillo pálido, tan denso que permitía distinguir las manchas solares a simple vista. La temperatura iba enfriándose, de modo que en el invierno de 1815 las nevadas alcanzaron el sur de Italia. La peculiaridad estaba en que los copos de nieve tenían tonalidades amarillentas, marrones y rojizas. En Asia, la llegada de los monzones se vio perturbada durante dos años, provocándose graves inundaciones seguidas de grandes sequías.

Pero fue durante el año siguiente en que los efectos de la explosión del volcán se hicieron más agudos. Si bien la primavera era más fría de lo habitual, fue a partir de mayo cuando las consecuencias fueron más evidentes. Así, por ejemplo, en el este de Estados Unidos se produjeron nevadas en junio. Asimismo, una copiosa tormenta dejó Quebec bajo 30 centímetros de nieve, y las aves murieron congeladas en las calles. En Centroeuropa se produjeron tormentas de pedrisco de un tamaño nunca visto y que tuvieron como consecuencia violentas riadas que arrastraron personas, animales y enseres. En España y Portugal, la temperatura media bajó tres grados. En Taiwan, que posee clima tropical, nevó en julio. Durante todo el verano se produjeron heladas en todo el Hemisferio Norte que, entre otras cosas, echaron a perder las cosechas. En algunas zonas del sur de China se produjeron nevadas en agosto. También en agosto se observó hielo en los ríos de lugares tan al sur como Pennsilvania.

Mapa de temperaturas de 1816 comparadas con las actuales
Las cosas no fueron mucho mejores en otoño e invierno. Se sucedieron las heladas, el frío y la nieve, mientras que en otras zonas las lluvias torrenciales arrasaban lo poco que quedaba. Asimismo, los años 1817 y 1818 fueron también más fríos de lo normal. Aunque desde luego no alcanzaron el nivel de 1816, el segundo más frío desde 1400, tal y como atestiguan los anillos de crecimiento de los robles.

No obstante, se produjo también el fenómeno inverso en otros lugares. En el norte de Europa el año fue más cálido de lo habitual aunque cayó una cantidad de lluvias tres veces superior a la media. Particularmente Rusia y los países bálticos tuvieron un año más bonancible, algo que tuvo gran importancia como se verá más adelante. En el Polo Norte, la cálida temperatura hizo que hubiera menos hielo lo que dejó navegable gran parte del Ártico. Como veremos, esto también tuvo su repercusión.

Las consecuencias para la población

Como ya hemos dicho, las cosechas se echaron a perder por las heladas y porque, entre otras cosas, la tierra estaba tan dura por el frío que no fue posible arar hasta bien entrado el mes de junio. Si bien en todo el Hemisferio Norte las consecuencias fueron terribles, fue en Europa donde más se notó la catástrofe. O las cosechas se perdieron por las heladas de julio y agosto (caso de Francia o Gran Bretaña) o lo hicieron por las intensas lluvias (caso de Europa Central).

"El Temerario" remolcado a dique seco, de Turner
El continente europeo acababa de salir de las guerras napoleónicas y se encontraba devastado. Las continuas campañas militares a lo largo de más de una década habían dejado sin reservas de grano a gran parte de los países, de modo que las malas cosechas hicieron que la hambruna fuera generalizada. En Londres se repartía diariamente una ración de sopa a la gente desfavorecida, igual que en la Edad Media. Se registraron disturbios en buena parte del país y marchas con el lema “pan o sangre”. En Irlanda e Italia hubo un violento brote de tifus que diezmó a la población. El precio de los cereales subió de tal modo que en Francia tuvieron que poner escolta militar a los carros que transportaban trigo para evitar que fueran saqueados. Los altos precios se mantuvieron a lo largo de 1816 y 1817 (llamado “el año de los mendigos”), a excepción de las zonas costeras, donde el transporte era más barato. En Alemania y Suiza la población sólo tenía para comer patatas podridas, y el país helvético tuvo que declarar el estado de emergencia nacional.

Una salida para los hambrientos fue la emigración. Alrededor de 60.000 personas se embarcaron hacia América, en su mayoría británicos e irlandeses, que tenían más fácil acceso a los puertos que la gente del interior de Europa. No obstante, las condiciones en el puerto de Amsterdam eran tan malas que muchos de los que llegaron allí con el propósito de embarcar se dieron media vuelta y regresaron a sus casas. Otra gran parte de la población emigró hacia Rusia, donde las cosechas fueron normales hasta el punto de que el zar Alejandro I autorizó el envío de grano al oeste de Europa.

Flint Castle, de Turner
Las consecuencias en España y Portugal no iban a ser menores. Las temperaturas bajaron entre dos y tres grados de media por debajo de lo habitual en época estival. Las gélidas temperaturas mataron las cosechas de fruta, y especialmente hicieron daño a la uva. Los olivos, muy sensibles al frío, no aportaron una recolección de calidad. Los agricultores tuvieron el esfuerzo extra de separar el cereal seco y maduro de las semillas verdes, por los retrasos en la cosecha. No obstante, no se dispone de más datos de este periodo pues Fernando VII había vuelto del exilio y (consciente del daño que le podría causar) eliminó la prensa durante los años 1815 a 1820. Sin embargo, recientes estudios de la Universidad de Santiago han encontrado pruebas de que muchos hórreos gallegos estuvieron vacíos ese año. Han encontrado también un documento que dice sombríamente “hai moitos mortos polos camiños”.

En Norteamérica la situación no fue mucho mejor. A pesar de que los campesinos consiguieron salvar gran parte de las cosechas de maíz y otros cereales, los precios no dejaron de subir. La avena, por ejemplo, multiplicó su precio por ocho. Gran parte de las ovejas, que ya habían sido esquiladas, murieron congeladas por las heladas de junio. En Terranova apenas tenían para subsistir y tomaron la decisión de cerrar el puerto a los barcos que trajeran inmigrantes europeos. La gran demanda de grano en la frontera del noroeste trajo como consecuencia la especulación de tierras y la masacre de indios. De hecho, el precio de los cereales era tan alto que cuando volvió a la normalidad se produjo el llamado Pánico de 1819, la primera gran depresión económica de los Estados Unidos. Sus efectos duraron hasta bien entrado 1820 y paró en seco la expansión hacia el oeste.

War. The exile and the Rock Limpet, de Turner
La situación en Asia fue también terrible. Por supuesto, la zona más afectada fue Indonesia, donde la pérdida de las cosechas propició una hambruna que duró años. La alteración de los monzones fue la causa de una epidemia de una nueva cepa de cólera que se extendió por todo el planeta a lo largo del siglo XIX y que causó millones de muertos. En la provincia china de Yunnan las cosechas se perdieron completamente y la población acabó comiendo arcilla. Para cuando los precios se recuperaron, los campesinos de la región cambiaron la siembra de cereales por la más rentable siembra de opio, dando origen a lo que hoy se conoce como “Triángulo de oro”. De hecho, a mediados del siglo XIX esta región era la mayor productora del mundo. También en China, el hambre y el frío provocaron la deserción masiva de los reclutas del ejército.

Las consecuencias en el arte y la cultura

Por aquel entonces no se tenía una ciencia meteorológica demasiado avanzada, por lo que se atribuía la situación a la cólera de Dios. Muchos veían en las muertes, el hambre y el frío las señales de un inminente apocalipsis por haberse apartado de la religión. En todo el mundo se instaló un pesimismo generalizado y una falta de esperanza en lo que habría de venir. Era el caldo de cultivo perfecto para predicadores y charlatanes. No en vano, fue en esa época cuando Joseph Smith, huyendo del hambre en Vermont, tuvo su famosa visión que dio lugar al nacimiento de la religión mormona.

Lord Byron
Pero no todo fue destrucción en el año sin verano. También se produjeron explosiones creativas que enriquecieron el arte y la cultura humana. Así, por ejemplo, se dice que durante el frío año de 1818 se estropeó el órgano de la iglesia de San Nicolás en Oberndorf, Austria. El sacerdote Joseph Mohr quería música para celebrar la misa del gallo y le pidió a Franz Gruber que compusiera una melodía para la letra de un poema que había compuesto en 1816 y la tocara con la guitarra. Así fue como nació el villancico más famoso de todos los tiempos: “Stille Nacht, Heilige Nacht” (“Noche de Paz, Noche de Amor”).

En el terreno científico también hubo noticias que reseñar. En Alemania, la falta de avena para alimentar a los caballos pudo haber inspirado al inventor alemán Karl Drais el estudio de nuevas formas de transporte sin animales, inventando la dresina o velocípedo, que fue el ancestro de la actual bicicleta y un paso más hacia el transporte personal mecanizado. Asimismo, las noticias de la escasez de hielo en el Polo Norte propiciaron que el Almirantazgo británico enviara expediciones para encontrar el mítico paso del noroeste. El problema fue que se tardó tanto en organizar dichas expediciones que para cuando llegaron los hielos habían vuelto a su nivel habitual y no pudieron abrirse camino.

Autorretrato de William Turner
Por lo que respecta a la pintura, el mejor legado que nos queda es el de William Turner. Conocido como el pintor de la luz, se especializó en paisajes y se le considera el precursor del impresionismo. Se cree que los intensos atardeceres de 1815 y 1816 inspiraron parte de su obra, en la cual refleja el poder de la naturaleza sobre el ser humano. Muchas veces se ha afirmado erróneamente que las veladuras típicas de sus cuadros se debían a un defecto en la vista del pintor, cuando en realidad Turner se limitaba a reflejar los tonos del cielo que recordaba de aquellos atardeceres que había presenciado en su juventud.

Mary Shelley
Sin embargo, la consecuencia artística más famosa de este año sin verano se produjo en una casa cerca de Ginebra, a orillas del lago Leman, llamada “Villa Diodati”. Allí se encontraban veraneando varios escritores que, aburridos por el mal tiempo y las lluvias incesantes, hicieron la apuesta de contarse cada noche historias de terror. Entre los ocupantes de la villa estaban Lord Byron, el poeta Percy Shelley y su amante Mary Godwin (posteriormente Mary Shelley). De aquellas veladas nacieron el poema “Oscuridad”, de Byron, o el relato “El vampiro”, de William Polidori, que sirvió de inspiración al posterior “Drácula” de Bram Stoker. Pero sin duda la obra cumbre de aquellas veladas fue el relato llamado “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Shelley, una de las cumbres de la literatura universal, y sin duda una de las mejores novelas de terror de todos los tiempos.
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