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La estafa de los "Duros Sevillanos"

A lo largo de la Historia se han producido muchas estafas. Un buen número de ellas se han desarrollado con la aquiescencia de los distintos estados (como el famoso crack del 29, sin ir más lejos), e incluso se han dado casos de estafas de los distintos estados contra sus propios ciudadanos (como el caso de la Compañía de los Mares del Sur británica en el siglo XVIII). Lo que no es nada usual es que los ciudadanos de ese país respondan a la estafa con otra del mismo tipo y aún mayor. Este es el caso del episodio que vamos a tratar hoy: los “duros sevillanos” (también llamados “duros de Covián”).

Duros Sevillanos
A finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, coincidiendo con la pérdida de las últimas colonias de ultramar y la bajada del precio de la plata, el gobierno español empezó a emitir monedas de cinco pesetas (conocidas como duros) con una cantidad de metal equivalente más o menos a la mitad de su valor nominal. Cuando se dieron cuenta de la estafa, muchos ciudadanos empezaron a falsificar dichos duros (en algunos casos, consiguiendo monedas con más plata que la que contenían los oficiales). La locura acabó en 1908, cuando el gobierno de Antonio Maura decidió retirar todas las monedas de duro del mercado. Esta es la historia de la enorme (y por momentos simpática) estafa de los “duros sevillanos”.

Los duros de plata

A mediados y finales del siglo XIX la economía española era un caos. A la pérdida de gran parte de las colonias americanas había que añadir el intermitente estado de guerra civil en todo el país a consecuencia de las Guerras Carlistas y la continua inestabilidad interna, tanto política como social. Este panorama llevaba a que a la grave caída de ingresos se sumara el aumento vertiginoso del gasto, lo que hacía que las cuentas del Estado estuviesen siempre cogidas con alfileres. Uno de los métodos usados para cuadrar los números era la emisión de deuda fuera del país, poniendo como garantía la isla de Cuba (todavía perteneciente a la corona). Un aval así aseguraba que se prestara dinero a España, pues la riqueza en materias primas de la isla era inmensa; pero también hacía que los distintos gobiernos de la Restauración tendieran a gastar más de lo que tenían. En resumidas cuentas, más o menos como hoy.

Duro falso
Eran unos tiempos en los que las monedas tenían que estar respaldadas por su valor nominal en metales preciosos. Así, una moneda de una peseta debía contener esa misma cantidad en oro o plata (ya desde 1874 se utilizaban los billetes, pero éstos eran considerados un certificado de depósito por su valor en oro custodiado a buen recaudo en las cámaras acorazadas del Banco de España). Sin embargo, la grave carestía de oro hizo que en 1876 se emitiera una Real Orden que establecía que las principales monedas debían ser acuñadas en plata (aunque un año después se autorizaron algunas emisiones en oro). Así pues, los famosos duros (monedas de 5 pesetas) pasaron a acuñarse en ese metal.

Viñeta satírica sobre la pérdida de Cuba
Y poco después la diosa Fortuna vino a visitar a los gobiernos (también al español): se descubrieron nuevos y abundantes yacimientos de plata en México y Estados Unidos. Este golpe de suerte hizo que la producción de este metal aumentara hasta niveles insospechados. Y como es natural, a medida que la producción crecía, el precio de la plata fue bajando. La nueva situación le vino como anillo al dedo a dichos gobiernos, ya que fabricar monedas les costaba cada vez menos. Esto hizo que el Gobierno español empezara a emitir más y más moneda para sufragar los gastos del Estado. Sólo en 1898, año en que se perdieron los últimos restos del imperio de ultramar, se emitieron doscientos millones de duros de plata (un total de mil millones de pesetas), una cantidad exorbitante para la época y más que en cualquier otro año del siglo XIX.

Duro auténtico
Pero a pesar de todo el precio de la plata seguía bajando, lo que hacía que los duros tuvieran un valor nominal de cinco pesetas pero su valor real fuera de aproximadamente dos pesetas y media. Como es natural, esto beneficiaba enormemente a las arcas públicas, ya que hacer una moneda costaba más o menos la mitad de lo que se podía comprar con ella. Aprovechando la situación, se emitía más y más moneda a fin de inyectar liquidez en el sistema, muy maltrecho tras la pérdida definitiva del imperio. Claro que, estrictamente hablando, emitir moneda con un valor facial mayor que el valor del metal con el que estaba hecha significaba que el gobierno estaba cometiendo una estafa (legal, pero estafa a fin de cuentas), por lo que los gobernantes se guardaron mucho de informar de nada de esto a los españoles.

Aparecen los duros sevillanos

A pesar del secretismo que rodeó todo el asunto por parte del gobierno español, hubo gente que se dio cuenta de todo, entre ellos algunos falsificadores. Y es que la caída del precio de la plata no sólo beneficiaba al gobierno, sino también a quienes se dedicaban al rentable pero peligroso negocio de falsificar moneda. A partir de ese momento podían dejar de utilizar calamina o cobre bañado en plata para sus negocios y usar plata de verdad, la misma que el gobierno utilizaba para fabricar la moneda auténtica. Y del mismo modo que el gobierno ganaba dos pesetas y media por cada duro que fabricaba, ellos ganaban la misma cantidad por cada moneda falsa que colocaban en la calle. Acababan de nacer los “duros sevillanos”.

Imagen actual del Banco de España
El nombre de “sevillanos” vino de la leyenda de que un noble de Sevilla estaba detrás de su acuñación con el beneplácito de las autoridades, y a que se pensaba que en esta ciudad era donde más cecas (fábricas de moneda) ilegales había. En cualquier caso, tenemos constancia de donde aparece por primera vez ese nombre de forma oficial; en una sesión del Parlamento, un diputado por Gerona se quejó amargamente de que en su provincia había aparecido una ceca ilegal de “moneda sevillana”, lo que provocó la ofendida respuesta de un diputado por Sevilla, que dijo que además de la moneda esa afirmación significaba también “falsificar el apellido”.

Billete de 1.000 pesetas de 1895
En cualquier caso, el nombre prendió. Y también la práctica, que empezó a extenderse por toda España e incluso cruzó el Atlántico. Había fábricas de moneda ilegales por toda la geografía española, pero sobre todo en Cataluña, Alicante y por supuesto en Sevilla. Se llegó a detectar una partida de duros falsos acuñados en México que, curiosamente, contenían más plata que las monedas auténticas. Y naturalmente, las monedas falsas empezaron a circular por todo el territorio nacional a velocidad de vértigo. Algunas falsificaciones eran tan buenas que ni el mismo Banco de España era capaz de distinguirlas de las monedas auténticas. De vez en cuando la policía descubría alguna ceca ilegal y detenía algún grupo de falsificadores, pero en la práctica las autoridades eran incapaces de atajar el problema.

Viñeta satírica sobre los duros sevillanos
Y es que el gobierno se encontraba atado de pies y manos, ya que reconocer el desfase entre el valor nominal y el valor real de los duros pondría en evidencia que los primeros que habían iniciado la estafa habían sido ellos, con el peligro de que la moneda dejara de circular y se colapsara la economía. Así pues, prefirió guardar silencio, esperando que el gobierno siguiente solucionara el problema. Se produjo entonces la confirmación de una ley económica enunciada tres siglos antes por el economista Thomas Gresham: “la moneda mala acaba por desplazar a la buena”. Y es que cuando un español detectaba que le habían colado un duro sevillano, lo separaba e intentaba colocárselo a otro. Se formaron entonces dos mercados de duros, los buenos y los malos. Lo más curioso es que tanto unos como otros estaban adulterados en la misma medida.

La situación se descontrola

Tan buenas eran algunas falsificaciones que la Casa de la Moneda llegó a publicar un libro de instrucciones de ¡750 páginas!, en las cuales se descubrían todas las artimañas de los falsificadores y se enseñaba al público a identificar los duros malos. Fue en vano. El mercado quedó, literalmente, saturado de duros. De los casi 1.500 millones de pesetas en ese tipo de monedas que había en España, se calcula que más de 400 millones estaban en duros falsos. Esta situación hizo que el gobierno dejara de acuñar esta moneda en 1899, pero ni de este modo se arregló la situación. La cantidad de duros en la economía era tan grande que literalmente perdieron todo su valor. Se había producido lo que en Economía se conoce como “repudio de la moneda”. La gente no quería duros, ni buenos ni malos. Los niños jugaban con ellos en la calle y la mayor utilidad que se les podía dar era calzar alguna mesa.

Antonio Maura despachando con Alfonso XIII
En 1905 los obreros se negaban a cobrar en duros y exigían su salario en pesetas. Para otros pagos, se utilizaba el papel moneda que, como hemos dicho, se consideraba un depósito legal de oro en el Banco de España. La compañía de ferrocarriles (por entonces en manos privadas) no admitía el pago con duros en sus taquillas, e incluso los bancos dispensaban monedas falsas entre las buenas (y además no atendían reclamaciones al respecto). Era imposible comprar con duros porque todo el mundo los rechazaba, ya fuesen buenos o malos. Ante la caótica situación, el 16 de julio de 1908 el gobierno presidido por Antonio Maura decidió retirar todas las monedas de duro del mercado, confiando así en poder solucionar de una vez por todas el problema. Una esperanza vana, como veremos. Al menos en principio.

La solución al caos

He dicho que la esperanza fue vana porque en la Real Orden del 16 de julio de 1908 se especificaba que a las personas de “notoria buena fe” se les canjearían los duros falsos por un recibo con su valor de mercado en plata; es decir, que por cada duro falso el ciudadano recibiría dos pesetas y media, la mitad de su valor. El resultado fue fulminante: los duros dejaron de circular. Dándose cuenta de la metedura de pata, el gobierno rectificó al día siguiente con otra Real Orden (e incluso hubo una tercera del 29 de julio), por la que el canje se haría por el valor nominal (5 pesetas) en moneda de curso legal. Fue entonces cuando la situación empezó a reconducirse.

Canje de duros
Sólo el primer día se recogieron en Madrid 47.258 monedas falsas, y en 15 días se habían canjeado más de 13 millones. No obstante, no faltaron los problemas: largas colas, trifulcas y peleas, canjes mal hechos en los que se daba un duro falso a cambio de otro duro falso… Pero lo más curioso es que mucha gente decidió quedarse con las monedas y no canjearlas, ya que a fin de cuentas estaban hechas de plata buena y mantenían su valor al peso. Se calcula que, de los 80 millones de monedas falsas que llegaron a circular, los españoles guardaron en el colchón unos 3 millones de duros sevillanos.

Colección de duros sevillanos
A partir de entonces el gobierno tomó una decisión que debió haber tomado mucho antes: regular las importaciones y el mercado nacional de la plata. Se confiaba así en que no se repitiera la situación de picaresca que había iniciado el gobierno y de la que después se habían aprovechado los demás. Además, se consolidó el papel moneda como medio de pago, ya que era un valor seguro al considerarse una garantía de depósito en oro, bien guardado en las cajas fuertes del Banco de España. Las monedas dejaron de acuñarse en metales preciosos y de tener valor intrínseco, considerándose desde entonces del mismo modo que un billete: una garantía de depósito. En los años 20 del siglo XX se hicieron comunes las acuñaciones en níquel, un metal que no valía la pena adulterar ya que no tenía demasiado valor en sí mismo.

Cola para canjear duros
Los metales preciosos se reservaron para las monedas conmemorativas, los duros sevillanos se convirtieron en unas cotizadas piezas de coleccionistas (y de hecho, aún lo son) y durante algún tiempo se popularizó la expresión “eres más falso que un duro sevillano”. Con el tiempo, se abandonó el patrón oro para la acuñación de moneda, con lo que los gobiernos de todo el mundo respiraron aliviados: a partir de ese momento podían emitir cuanta moneda quisieran sin el respaldo de ninguna reserva en metales preciosos. Podían literalmente crear dinero de la nada y gastarlo como quisieran, sin más freno que la inflación. Y en ello siguen: creando dinero de la nada y gastándolo a manos llenas.
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María Cristina me quiere gobernar

… y yo le sigo, le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar”. Esta popular canción, que todos hemos cantado (o al menos tarareado) alguna vez, fue una de la muchas que el pueblo español le dedicó a María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, que entre otras cosas fue la cuarta y última esposa de Fernando VII, la madre de Isabel II y la Regente de España entre 1833 y 1840. Protagonista de un importante periodo de la Historia española, esta reina es sin embargo una gran desconocida. Yo creo que es una lástima, porque su azarosa vida es una gran fuente de anécdotas, algunas buenas y otras no tanto.


María Cristina de Borbón y sus hijas
Y es que, además de que durante su regencia se produjo la Primera Guerra Carlista, esta reina protagonizó un segundo matrimonio secreto, fue exiliada en dos ocasiones, estuvo detrás de un intento de restaurar la monarquía en Ecuador, tuvo negocios de tráfico de esclavos (entre otros), fue acusada de enormes desfalcos a las arcas del reino, y gracias a ella se introdujeron en el idioma castellano dos palabras que aún se utilizan a día de hoy: guiri (como sinónimo de extranjero) y carca (como sinónimo de retrógrado y reaccionario). Todo eso, sin contar con la fama de mandona que siempre la acompañó, tal y como se deduce del título de este artículo. Aunque ya dimos algunos apuntes de ella en este artículo, conozcamos un poco mejor a esta “joya” de la monarquía española.

El trancazo y el matrimonio morganático

El 11 de diciembre de 1829 se produjo el matrimonio entre Fernando VII y su sobrina carnal (era hija de su hermana) María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. El novio tenía ya 45 años, tres matrimonios a sus espaldas, y era famoso por su ardor sexual y por tener una deformación genital llamada macrosomía que hacía que su miembro viril fuera monstruoso, tanto en forma como en tamaño. Sin embargo, a esas alturas era poco menos que un vejestorio comparado con la novia, de 23 primaveras y “ardiente e infatigable en sus juegos y escarceos amorosos”, por lo que cada vez que se producía un encuentro entre ambos el rey salía de la habitación resoplando y agotado. Posiblemente esto fue una de las causas de que Fernando VII enfermara gravemente y muriera el 29 de septiembre de 1833, no sin antes nombrar a su esposa Regente mientras la llamada a reinar Isabel II (que entonces tenía 3 años) llegara a la mayoría de edad.

Paseando con Fernando VII
Para cuando Fernando murió, María Cristina ya se había buscado un sustituto: un sargento de la Guardia de Corps llamado Agustín Fernando Muñoz y Sánchez (del que las malas lenguas decían que había entrado en el cuerpo gracias a un enchufe de su abuela paterna, que había sido nodriza de una de las hermanas del rey). La leyenda cuenta que se conocieron una noche en que María Cristina paseaba por el palacio y se fijó en él, que estaba de servicio. La reina le preguntó si no estaba cansado, y él le respondió “En servicio de Su Majestad no puedo cansarme nunca”. ¡No me digan que no es bonito!

Agustín Fernando Muñoz
No menos curiosa es esta otra anécdota. En ella se narra que una noche regresaba al lecho del dolor de su esposo después de visitar a su amante, y que su dama de confianza, conocedora de todo el asunto, le preguntó si no había perdido con el cambio, ya que en palacio era famoso el portentoso miembro viril del rey. María Cristina le contestó que no, ya que el sargento Muñoz “también tenía un buen trancazo”. Lo malo es que esa última frase la dijo mientras abría la puerta del dormitorio del monarca, y éste, que estaba enfermo pero no sordo, le pidió inmediatamente explicaciones. María Cristina, rápida de reflejos, le contestó que era así como se referían a los catarros en Tarancón, ciudad natal del sargento. El médico del rey, que también se encontraba presente, no se atrevió a desmentirlo; el término se difundió en palacio y de ahí a la calle, donde “trancazo” se convirtió en un sinónimo de resfriado.

La enfermedad de Fernando VII
Nada más morir el rey, María Cristina (que era muy religiosa) quiso casarse con Muñoz, pero había un problema: si se casaba con el sargento se produciría un matrimonio morganático y perdería todos sus privilegios. Así que optó por casarse religiosamente, pero en secreto. La boda fue oficiada por un amigo del novio recién ordenado sacerdote, y se produjo apenas tres meses después de que muriera Fernando VII. ¿Y qué es un matrimonio morganático? Es una unión entre personas de rango social desigual y recibe también el nombre de “matrimonio de la mano izquierda” (porque en este tipo de bodas el novio sostenía la mano de la novia con la mano izquierda, al contrario que en las bodas normales). Lo malo de este tipo de bodas es que el cónyuge noble pierde todos sus títulos y los hijos habidos en el matrimonio (llamados hijos morganáticos) no pueden por tanto heredarlos.

Carlos María Isidro
De modo que intentar mantener el secreto del matrimonio era vital para la flamante Regente. Claro que dicho secreto duró poco tiempo. Y es que el bueno de Muñoz le hizo a María Cristina nada menos 8 hijos. Ella trataba de disimular los embarazos vistiendo siempre vestidos anchos, pero la verdad es que la gente se dio cuenta enseguida. Esto dio lugar a chistes y coplillas varias. Por ejemplo, a Muñoz comenzaron a llamarlo “Fernando VIII”, y empezó a hacerse famoso un dicho: “La Regente, casada en secreto y embarazada en público”. Pero sin duda alguna la de mayor ingenio era un tonada que se cantaba en las calles y cuya letra decía “Clamaban los liberales que la reina no paría / y parió más muñoces que liberales había”.

Guiris y carcas

La Regencia de María Cristina no fue ningún camino de rosas. Sin duda el problema más importante al que tuvo que enfrentarse fue el de la Primera Guerra Carlista, iniciada por el infante Carlos María Isidro, que no aceptaba que el trono fuera para Isabel II y defendía que era él el que debía heredar la corona. Esta guerra civil duró hasta 1840 y desangró a la ya exhausta nación. No entraremos en detalle en ella, y nos limitaremos a explicar una frase que aparece en el libro “La Madre Naturaleza”, de Emilia Pardo Bazán: “En los intervalos en que no se disparaban tiros, los destacamentos divididos sólo por el ancho de una trinchera se insultaban festivamente, llamándose guiris y carcas”.

Oficial carlista
Y es que el origen de ambas palabras se encuentra en este conflicto. Para empezar, los soldados que apoyaban a Isabel II (y por ende, a la Regente María Cristina) eran llamados cristinos por sus enemigos. Claro que éstos eran en su mayoría vascos, por lo que no pronunciaban correctamente el nombre y más bien decían “guiristinos”. Con el paso del tiempo, la palabra fue acortándose hasta que quedó en “guiri”. Además, para aquellos vascos todo el que no fuera de su región era forastero, de modo que el vocablo se extendió con el significado de extranjero. En cuanto a la palabra “carca”, proviene de “carcunda”, su origen es portugués y significa jorobado. Parece ser que era como las tropas liberales portuguesas llamaban así a los miguelistas, partidarios del infante Don Miguel (absolutista). Las tropas españolas que participaron en la contienda la adoptaron y a su vuelta empezaron a llamar carcundas a los carlistas. La palabra fue apocopándose hasta dar la actual carca.

El primer exilio

Para mantenerse en el poder y poder ganar la guerra, María Cristina hizo difíciles equilibrios en sus alianzas. Así, se rodeó de absolutistas y liberales moderados buscando hacer un frente común frente a los ultraabsolutistas que luchaban en el bando carlista. Claro que eso conllevaba frecuentes tensiones entre los que querían que todo siguiera como estaba haciendo mínimas concesiones y los que pretendían una apertura más amplia del país. Estas tensiones a veces desembocaban en cosas más serias, como la matanza de frailes en 1834 y el motín de los sargentos de La Granja de 1836, que volvió a poner en vigor la Constitución liberal de 1812 (conocida como “La Pepa”).

Motín de los sargentos de La Granja
Sin embargo, su verdadero propósito era mantenerse en el poder, así que tras la finalización de la guerra con el “Abrazo de Vergara” entre el isabelino Espartero y el carlista Maroto, buscó pactar con los carlistas para echar a los liberales del poder. Esta maniobra no sentó nada bien a éstos últimos, por lo que Espartero se sublevó y exigió que se constituyera un gobierno progresista. La reacción de María Cristina fue dimitir de la Regencia y exiliarse. Antes de partir al exilio, María Cristina le dijo a Espartero “Te hice Duque, pero no logré hacerte caballero”. La reacción del general fue hacer públicas las actas del matrimonio secreto de María Cristina. Claro que de poco le sirvió, ya que una de las primeras paradas del exilio de la ex-Regente fue Roma, donde después de mucho insistir el Papa Gregorio XVI bendijo su boda morganática.

Los oscuros negocios

Tras establecerse en París, donde compró el Palacio de la Malmaison (que había pertenecido a Josefina Bonaparte), María Cristina se pasaba el tiempo conspirando contra Espartero y haciendo todo tipo de negocios. Entre estos negocios destacaban los de ferrocarriles, el carbón, la sal (de la que tuvo el monopolio durante 5 años) y el comercio de esclavos. Se decía que “no había proyecto industrial en el que la Reina madre no tuviera intereses”. Aprovechando la información privilegiada de la que disponía, el matrimonio se enriqueció considerablemente. Un ejemplo de ello fue cuando se desprendieron de sus negocios siderúrgicos un año antes de que fuera promulgado el Real Decreto donde se rebajaban los aranceles sobre estos productos, provocando el desastre de la siderurgia española.

General Espartero
Claro que María Cristina ya iba forrada antes de salir de España. Durante su Regencia instauró un fondo del que sacaba mucho dinero, fundamentalmente para comprar voluntades, pero también para joyas. Así, se contabilizaron pagos de más de un millón de reales a un diamantista, o de más de 600.000 para comprar joyas a una viuda (de ese dinero, más de 460.000 eran para un solo collar). En total, la Regente sacó de las arcas públicas más de 37 millones de reales, una cantidad considerable para la época (para hacernos una idea, la asignación de Fernando VII en su último año de reinado fue de 40 millones, y con ellos tenía que mantener todo el Patrimonio Real).

Juan José Flores
La Regente también se embarcó en aventuras absurdas. La más sonada fue un intento en 1846 de restauración de la monarquía en Ecuador en la persona de su hijo Agustín Muñoz y de Borbón, Duque de Tarancón y que contaba por entonces 8 años. El plan contaba con la bendición del Primer Ministro del país Juan José Flores, e incluía la unión con Perú y Bolivia, creando el Reino Unido de Ecuador, Perú y Bolivia, con capital en Quito. El plan fracasó al ser depuesto Flores en la Revolución del 6 de marzo. Aun así, tanto Flores como María Cristina siguieron conspirando desde el exilio para reavivar el plan, sin resultado alguno.

María Cristina me quiere gobernar

Y vamos con la famosa canción que da título a este artículo. Durante la Primera Guerra Carlista, la tonada se hizo muy popular en el frente, donde los carlistas se la cantaban a los liberales (aunque otras teorías indican justo lo contrario). No está claro si la intención era burlarse de las tropas que apoyaban a la Regente o la letra hacía también mofa del segundo marido de María Cristina. Curiosamente, la canción se hizo muy popular, hasta el punto de que dos generaciones después se cantaba a otra María Cristina, la de Habsburgo, madre de Alfonso XIII, y también Regente de España hasta la mayoría de edad de su hijo.

Ñico Saquito
Al parecer, los emigrantes españoles la llevaron a La Habana, donde se hizo tremendamente conocida. Durante la Guerra de Independencia de Cuba, la canción se cantaba dedicada a la nueva Regente (que hemos mencionado antes). En los años 30 del siglo XX, el cantautor cubano Ñico Saquito la grabó añadiendo algunas estrofas, obteniendo un éxito inmediato. En España volvió a oírse en los años 50, y también se convirtió en un éxito apoteósico, aunque el origen de la canción se había ya olvidado.
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El asesinato del conde de Villamediana

El 21 de agosto de 1622 cayó en domingo. A eso de las nueve y media de la noche, dos nobles paseaban en carroza por la calle Mayor, en Madrid. El que estaba sentado a la derecha del carruaje era Luis de Haro, un joven aristócrata hijo del marqués de Carpio. El que le acompañaba era Juan de Tassis, conde de Villamediana, un cortesano de 40 años famoso por sus amoríos, sus derroches y su afilada pluma. De repente, un hombre salió de un portal y se acercó a la parte izquierda de la carroza, sacó una espada (otras fuentes dicen que una ballesta) y se la clavó al conde en un costado. La herida fue terrible, y el conde murió pocos minutos después. El asesino logró escapar, según algunos testigos ayudado por unos cómplices que espantaron a correazos a los sirvientes de Luis de Haro.

"Muerte del conde de Villamediana", de M. Castellano
El asesinato causó una honda conmoción en Madrid. La víctima estaba en esos instantes en la cumbre de su fama. Derrochador, mujeriego, provocador y dado al juego, el conde se había ido creando innumerables enemigos a lo largo de su vida. Los sospechosos no faltaban, desde luego. Sin embargo, un rumor empezó a extenderse pronto por todo Madrid: el asesinato había sido ordenado desde las más altas esferas. Muchos literatos amigos de Villamediana (como Góngora) daban respuestas entre líneas acusando al valido de Felipe IV, el conde-duque de Olivares, e incluso al mismo rey de estar detrás de la muerte del conde. Otros (como Lope de Vega o Quevedo) pensaban sin embargo que el propio conde se lo había buscado con los excesos de su vida y su pluma. A día de hoy sigue sin contestarse la gran pregunta: ¿quién mató al conde de Villamediana?

Un simpático sinvergüenza

Juan de Tassis había crecido en un ambiente cercano a la corte, ya que su padre ostentaba el cargo de Correo Mayor del rey. Nada se sabe de él hasta que en 1599 formó parte de la comitiva de Felipe III, que viajaba a Valencia a casarse con Margarita de Austria. En ese viaje se distinguió tanto por su ingenio que el monarca le nombró gentilhombre de su casa, lo que le daba acceso al círculo más íntimo del rey. En la corte conoció a Magdalena de Guzmán, con quien mantuvo un apasionado romance que a veces rayaba en el sadismo. Es famoso el episodio en que la abofeteó públicamente en mitad de la representación de una comedia. Mantuvo con ella una relación de amor-odio durante toda su vida, a pesar de que el conde se casó en 1601 con otra mujer.

Grabado que representa el asesinato
Dado a los excesos, mujeriego, derrochador y jugador, Villamediana era sobre todo temido por su ingenio y lo afilado de su pluma. Buen conocedor de la corte y de los personajes que por ella pululaban, retrataba los vicios privados de aquellos a los que detestaba. Circulaban por Madrid panfletos satíricos de los grandes personajes de la nobleza, que a pesar de ser anónimos, a nadie cabía duda de que pertenecían al feroz ingenio del conde. Todo esto provocó que Felipe III lo exiliara en tres ocasiones, oficialmente por haber arruinado en las mesas de juego a varios caballeros importantes, aunque la verdadera razón era que sus sátiras incomodaban a más de un personaje destacado.

Juan de Tassis, conde de Villamediana
En este aspecto, son famosos los versos que dedicó al duque de Lerma tras ser nombrado cardenal y evitar así su procesamiento por corrupción: “El mayor ladrón del mundo / para no morir ahorcado / se vistió de colorado”. Para un hombre que había fustigado incansablemente los manejos corruptos del Duque y sus secuaces, estos versos supusieron sin duda un gran momento. Pero no sólo atacaba a los cortesanos y ministros de Felipe III, sino que también la tomó con los de su sucesor Felipe IV (incluido su valido, el conde-duque de Olivares). “Niño Rey, privado Rey”, escribió en una ocasión para señalar la influencia que el “conde Olivete”, como Villamediana llamaba al conde-duque, ejercía sobre el adolescente Felipe IV.

Un mar de rumores

Como vemos, no faltan sospechosos en el caso. Sin embargo, desde el primer momento surgieron rumores de que la causa de su muerte estaba en que Villamediana se había enamorado de la reina Isabel de Borbón, y se enorgullecía públicamente de ese amor. El conde componía poesías amorosas dedicadas a una tal “Francelisa”, un nombre que muchos vieron como una alusión a la reina porque combinaba su nacionalidad (francesa) con un apelativo cariñoso de su nombre (Isabel). Los rumores de que la reina no era inmune a los requerimientos amorosos de Villamediana se multiplicaban por doquier, hasta el punto de que el rey sentía frecuentes ataques de celos.

Isabel de Borbón
A este respecto, es famoso el episodio en que el conde participó brillantemente como rejoneador en una corrida de toros a la que asistían los reyes. La reina, al verlo hacerlo tan bien, le comentó al rey “Pica bien el conde”, a lo que Felipe IV respondió “Pica bien, pero pica muy alto”. Es también conocido el episodio en que se presentó a caballo en la Plaza Mayor de Madrid, con motivo de un acto real, vestido con una capa bordada con reales de oro (lo que aludía a su suerte en el juego), y un cartel que decía: “Son mis amores reales”, algo que todo el mundo vio como una alusión a la reina. Y siempre existió el rumor de que en la representación de una ópera suya (“La gloria de Niquea”), el propio conde había provocado en el entreacto un incendio con el fin de tener una excusa para abrazar a la reina y poder salvarla (tocar a la soberana estaba entonces penado con la muerte).

Un joven Felipe IV
Sin embargo, los historiadores modernos dan poco crédito a la hipótesis de que el asesinato de Villamediana fuera ordenado por el rey en un ataque de celos. Es cierto que hubo un incendio durante la representación de “La gloria de Niquea”, pero nadie dijo entonces que lo hubiera provocado el conde y mucho menos que la causa fuera poder abrazar a la reina. De hecho, esta interpretación de los hechos surgió 30 años después de la muerte de Villamediana por parte de dos autores franceses de novela y tiene todos los visos de ser una invención. En cuanto a los poemas dedicados a “Francelisa” y el lema “Son mis amores reales”, la opinión general es que se refieren a Francisca de Tábora, una dama portuguesa de la reina a la que el rey también pretendía (incluso hay quien dice que los poemas eran encargos del monarca, buscando de este modo engatusar a la joven). En cualquier caso, cuesta trabajo imaginar que el conde se atreviera a concebir una pasión por la reina, y mucho menos que alardeara de ella en público. Sin embargo, la duda sigue abierta.

El escabroso asunto de la sodomía

Otra de las hipótesis sobre las causas del crimen nos lleva a un asunto peligroso en aquella época. En tiempos modernos se descubrió un proceso judicial que se resolvió algunos meses después de la muerte del conde, y que terminó con la condena a la pena capital de varios criados suyos y de otras casas nobiliarias. El delito por el que se les ejecutó era el “pecado nefando”; es decir, sodomía. Parece ser que el rey habría tenido conocimiento del caso y habría dado orden de que el nombre del conde no saliera a la luz, “por ser ya muerto y no infamarle”. Al parecer, el asunto causó toda suerte de comidillas en la corte, y la orden del rey puede interpretarse como un intento de salvaguardar la memoria de Villamediana.

Góngora
¿Mantuvo el conde relaciones homosexuales con algunos de sus criados y su muerte se debió a una reyerta en ese ambiente? Para el historiador Narciso Alonso Cortés no hay duda, y sostiene que Villamediana era una especie de “Oscar Wilde del siglo XVII”. No habría sido el primer caso de bisexualidad en la alta nobleza de la época, un delito que se castigaba con la muerte, pero que si el reo era de alta posición solía saldarse con una sanción menor. No obstante, muchos historiadores rechazan esta interpretación, ya que las acusaciones de sodomía (y de cosas peores) eran habituales en las disputas literarias de la época. De hecho, Góngora y Quevedo mantuvieron célebres peleas literarias en las que se acusaban mutuamente de falta de virilidad o de ser judíos conversos, crímenes horribles para esos tiempos.

Las intrigas de la corte

La hipótesis que cobra más fuerza en todo este asunto es que Villamediana fue asesinado debido a su afilada pluma y a su genio satírico. Ya hemos comentado antes que durante el reinado de Felipe III el conde sufrió tres destierros por razones políticas. Villamediana no se limitaba a poner en ridículo a personajes de segundo orden, sino que en ocasiones apuntaba más alto y fustigaba a personas de mucho poder como el duque de Lerma o Rodrigo Calderón. Denunció incansablemente la corrupción que imperaba en el reino, y debió disfrutar mucho cuando Calderón fue ejecutado por sus manejos y Lerma maniobró para ser elegido cardenal y no correr la misma suerte. Al ascender al trono Felipe IV, Villamediana puso muchas esperanzas en él. Había regresado a Madrid con todos los honores y pensaba que las cosas cambiarían con el nuevo rey. Sin embargo, pronto se desengañó.

Duque de Lerma
Y es que la llegada de Felipe IV supuso también que se abriera una lucha a muerte por la privanza, un cargo equivalente al actual primer ministro, y que dada la tradicional indolencia de los Austrias en los asuntos de gobierno conllevaba un inmenso poder. En esa lucha acabó venciendo el conde-duque de Olivares, algo que al conde no le gustó nada. Se sabe que Villamediana albergaba ambiciones políticas, y su cargo de Correo Mayor le daba acceso a un gran número de informaciones privilegiadas. Las sátiras que dedicaba a “Olivete” y al círculo íntimo del monarca no serían por tanto una simple diversión, sino que estarían relacionadas con las aspiraciones de poder del propio Villamediana.

Conde-duque de Olivares
En este contexto, no es difícil imaginar a Olivares convenciendo al monarca de que Villamediana era un estorbo y debía ser quitado de en medio. Esta hipótesis explicaría la aparente pasividad a la hora de capturar a los asesinos materiales. Tal y como indicaba un informante de la época, “No se supo quién eran los matadores (...). Se dejaron de hacer las diligencias por orden de Su Majestad, con que se declararon las sospechas que se tuvieron de que fue por orden del rey”. También en estas sospechas abunda el cronista de la época Matías de Novoa, conocedor de todos los secretos de la corte, que en un pasaje de su “Historia de Felipe IV” habla en relación a este caso de “aquel que introdujo el consejo y le trazó”. Si tenemos en cuenta que Novoa era enemigo de Olivares, está claro que la acusación va dirigida contra el conde-duque.

Los poemas velados

Al ser Villamediana un literato conocido, los distintos poetas de Madrid formularon sus propias hipótesis y sospechas en forma de versos. Dado que la sospecha de la mayoría de ellos se dirigían hacia lo más granado del círculo del rey, estos versos eran a menudo oscuros. Góngora, gran amigo de Villamediana, escribió “Mentidero de Madrid / Decidnos ¿Quién mató al conde? / Ni se sabe, ni se esconde / Sin discurso, discurrid. / Dicen que lo mató el Cid / Por ser el conde Lozano. / ¡Disparate chabacano! / La verdad del caso ha sido / Que el matador fue Bellido / Y el impulso, soberano”, un discurso que apunta directamente al corazón de palacio.

Lope de Vega
No faltó quien atribuyó su asesinato a su afilada pluma y dieron a entender que él mismo se lo había buscado. Así, Lope de Vega escribió una copla que decía “Al que sobró de buen entendimiento / vino a faltar tan presto su sentido, / y al que en ajenas vidas se ha metido / la propia le sacó su atrevimiento” y en otros versos escribió que el conde murió “un tanto juvenil / por ser mucho Juvenal”. De la misma opinión era Quevedo, que a pesar de ser enemigo literario de Villamediana, pedía justicia para el conde en sus versos. En cualquier caso, es muy probable que nunca sepamos a ciencia cierta quién dio la orden ni por qué, y que jamás podamos contestar la pregunta: ¿quién mató al conde de Villamediana?
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Piquiponadas, las meteduras de pata de Juan Pich i Pon

A todos nos ha pasado alguna vez que hemos cometido algún lapsus verbal, como decir una palabra cuando hemos querido decir otra o confundir el significado de algún término. Para las personas del común estos errores no tienen mayor importancia (salvo el rato de risa de los presentes a tu costa), pero para un personaje público las consecuencias pueden ser nefastas. Y más si estos lapsus se cometen en algún acto oficial, rodeado de cientos de personas y con la prensa tomando nota de todas y cada una de tus palabras. Y si hay un tipo de personajes públicos en los que estos errores pueden tener graves consecuencias es en los políticos.

Juan Pich i Pon con la vara de Alcalde de Barcelona
Tal es el caso de nuestro personaje de hoy, Juan Pich i Pon. Este político catalán de principios del siglo XX cometía errores lingüísticos sin parar, hasta el punto de que se acuñó el término piquiponadas (también llamadas piquiponianas) para referirse a sus legendarias meteduras de pata (y por extensión, a cualquier error grave que se cometía al decir algo). En su caso, los errores no eran causados por un simple despiste, sino por su notoria falta de cultura. Esta es la semblanza de este político singular, acompañadas de una breve colección de sus piquiponadas.

El analfabeto que llegó a ser alcalde

De familia muy humilde, Juan Pich i Pon nació en Barcelona en 1878. Al ser de familia pobre, no pudo ir a la escuela y de hecho era casi analfabeto. Ya desde niño tuvo que ponerse a trabajar, y al cabo de poco tiempo se hizo lampista. Sin embargo, una serie de afortunados negocios le procuraron una gran fortuna, llegando a convertirse en uno de los principales empresarios del sector eléctrico de Cataluña. Su gran golpe de suerte llegó cuando obtuvo del Ayuntamiento de Barcelona un importante contrato para el mantenimiento del alumbrado público.

Haciendo como que escribía
Cuando digo que era casi analfabeto no estoy exagerando. Apenas sabía leer y escribir, y él mismo decía “Yo no sé firmar, pero sé hacer mucho dinero”. Aun así, su paso a la política fue exitoso. Miembro del Partido Radical de Alejandro Lerroux desde casi su fundación, obtuvo importantes cargos a lo largo de su vida. La mayoría de las veces, esos cargos le llegaban por nombramiento directo gracias a sus contactos. De este modo, fue concejal en el Ayuntamiento de Barcelona, diputado provincial, alcalde accidental de la ciudad, presidente de la Cámara de la Propiedad Urbana y hasta senador y diputado en Cortes. En 1929 fue comisario de la Exposición Internacional de Barcelona. Por cierto, cuando recibió al rey Alfonso XIII en dicho evento le soltó: “Majestad, a vuestros pies la ubre” (por “urbe”).

Exposición Universal de Barcelona, Palacio de Proyecciones
Pero sus mayores logros los consiguió durante la II República. En 1933 fue nombrado Subsecretario de Marina. En 1935 fue designado alcalde de Barcelona y poco después Gobernador General de Cataluña (cargo en el que ejercía la gestión general de la región después de la suspensión de la Generalitat en octubre de 1934). El fin de su carrera política llegó cuando fue implicado en el escándalo del “Estraperlo” (ruleta ilegal que se empezó a jugar en algunos sitios de España gracias a sobornos y a que algunos políticos se llevaban un porcentaje del negocio). La caída de Pich i Pon supuso el hundimiento de su partido en Cataluña. Murió en 1937 en Francia, después de exiliarse poco después del comienzo de la Guerra Civil Española.

Edificio Pich i Pon
Como político tuvo un marcado carácter populista y siempre estuvo al servicio de los intereses empresariales de la ciudad, especialmente de los especuladores del suelo. Una de sus frases más conocidas fue cuando, contemplando la ciudad desde el Tibidabo, exclamó: “¡Cuánta propiedad urbana!”. Su populismo le llevaba a veces a meterse en discusiones callejeras, como cuando intentó terciar entre dos señoras que discutían en la calle acerca de quién había sido el mayor tirano de todos los tiempos. Una decía que Primo de Rivera, mientras que otra sostenía que Mussolini era mucho peor. Las señoras fueron remontándose en el tiempo hasta nada menos que Calígula y Nerón, momento en que Pich i Pon intervino para zanjar el asunto con esta frase: “Vamos a dejarnos de zarandajas, señoras. El tirano mayor de la historia fue el Tirano de Bergerac”. Con esta cita iniciamos lo que le haría tremendamente famoso en su tiempo: las piquiponadas.

Las piquiponadas

Como ya hemos dicho, Pich i Pon era casi analfabeto. Sin embargo trataba de suplir su falta de cultura utilizando palabras grandilocuentes, de las que muchas veces desconocía su significado. De esta forma, no era raro que metiera la pata con mucha frecuencia. Se cuenta que llegó a decir “cacatúas” por “estatuas”, “fósforos” en lugar de “forofos”, o que cuando le preguntaban por su éxito en los negocios respondía “mi secreto son las tres emes: ministración, ministración y ministración” (por “administración”). Naturalmente, al ser un personaje público sus errores de lenguaje se notaban mucho. Así, por ejemplo, en uno de sus primeros actos soltó “Al oír cantar La Marsellesa, se me erizan los pelos del corazón”, o en una sesión del Ayuntamiento de Barcelona dijo “Bueno, empecemos con la A: Acienda”. Se hizo también muy famoso algo que dijo en un encendido discurso: “Por fin me han ajusticiado” en lugar de “me han hecho justicia”.

Pich i Pon con Companys
No obstante, el propio interesado se lo tomaba con humor y se reía de sus pifias. Solía decir “El otro día dije una de órgano” (en lugar de “órdago”). Y es que era analfabeto, pero no tonto, y se daba cuenta perfectamente de que esos errores servían para que sus adversarios le atacaran, pero también aumentaban su popularidad. Hasta tal punto se hicieron populares las meteduras de pata de Pich i Pon que la revista El Mirador pagaba tres pesetas a cada lector que le mandara una de sus frases digna de ser publicada. Claro que esto propició que algunas fueran inventadas por los propios periodistas, de modo que hoy en día se hace difícil distinguir las que realmente dijo de las que no. Entre las que falsamente se pusieron en su boca se encuentran algunas tales como la batalla de “Waterpolo”, el conflicto "nipojaponés", la guerra "anglobritánica", “lengua vespertina” (por “viperina”), “luz genital” (por “cenital”) o las cosas servidas en pequeñas "diócesis" (en lugar de “dosis”). Pero sin duda la de mayor ingenio entre las inventadas era la que narraba que en una inauguración, espada en mano, exclamó “¿A que parezco un radiador romano?”.

Ruleta de estraperlo
Pero no crean que las que realmente dijo van a la zaga de las inventadas. De un amigo comentó que se presentaba por la “circuncisión” (en lugar de “circunscripción”) de Barcelona. En la inauguración de unas obras comentó que “Estas obras me han costado un huevo”; cuando observó la expresión de algunas de las damas presentes trató de arreglarlo y añadió “…de la cara”. Siendo presidente de la Comisión de Parques y Jardines de Barcelona visitó el Parque de la Ciutadella, que por entonces contaba con un pequeño zoológico; cuando el director del mismo le comentó la conveniencia de comprar una pequeña góndola para solaz de los visitantes, Pich i Pon dijo con entusiasmo “Sí, pero no una, sino dos: un macho y una hembra. ¡Que críen, que críen!”. Ante un debate en el Ayuntamiento que se alargaba más de lo necesario le soltó a los presentes “Señores, esto es un circuito vicioso” (por “círculo vicioso”).

Pich i Pon en 1935
Naturalmente, sus meteduras de pata eran mayores conforme más importante era el tema que trataba. Por ejemplo, discutiendo sobre la Primera Guerra Mundial y de si Barcelona era anglófila o anglófoba, cortó con sequedad: “Aquí no hay bifias ni bofias, aquí todos somos hermafroditas” (supongo que quiso decir “Aquí no hay filias ni fobias, aquí todos somos hermanos”). O como cuando dio un encendido discurso abordando el tema de la emigración: “Lo necesario sería que cada uno viviera en su propia tierra. Entonces, seguramente, comenzaríamos a estar bien. Los franceses, en Francia; los ingleses, en Inglaterra; los murcianos, en Murcia; y los belgas, en Belgrado”. O mi favorita, que a estas alturas sigo siendo incapaz de descifrar con seguridad: “Soy partidario del homosexualismo, es decir, de que hombres y mujeres puedan amarse y dejarse cuando les parezca bien”. Supongo que por “homosexualismo” se refería a “amor libre”.

Con la vara de Alcalde
A estas alturas habrá quien piense que todo esto no era más que una pose. Sin embargo, en su vida personal cometía los mismos lapsus. Claro que él no los llamaba lapsus (y así fue como disculpó un error del político Bosch Labrús en un discurso diciendo “Fue un simple lapislázuli”). Por ejemplo, en un día de mucho calor comentó “Este calor es impropio de estos días. Parece que hayamos entrado en plena Calígula” (por “canícula”). O saliendo de un entierro civil comentó “Llegará un día en que los entierros se harán sin curas y sin difunto”, y después de ir a otro dijo “Yo y otro regidor estuvimos allí de cuerpo presente”. Defendiendo la unidad familiar y el sacrosanto hogar le dijo a un interlocutor “No he sido hombre de ir con mujeres: sólo con mi esposa y mis hijas” (a saber qué pensaba que eran su esposa y sus hijas). A Ortega y Gasset le comentó que era “el antílope” (por “la antítesis”) de su deportista hermano Eduardo. Una vez dijo de alguien que era “más sórdido que una tapia”. Pero la palma se la lleva la presentación que hizo de un sobrino que coleccionaba sellos: “Y aquí mi sobrino, que es sifilítico”; el sorprendido sobrino le corrigió enseguida diciendo “Filatélico, tío, filatélico”.

Los “imitadores” de Pich i Pon

El caso de Juan Pich i Pon es excepcional, tanto por la cantidad como por la enormidad de sus meteduras de pata; sin embargo no es el único. Personajes importantes y conocidos de la política han soltado en público sus exabruptos, y naturalmente alguien ha estado atento para recogerlos. Por ejemplo, el político catalán Josep María Santacreu declaró durante la Transición Española que “Si las cosas se ponen mal en este país, cojo el barco y me voy a Suiza”. Pero si hay un caso similar en cuanto al número de errores es el de otro alcalde de Barcelona, Joan Clos. Clos era consciente de sus lapsus lingüísticos, y seguramente incluso le divertían. Lo suyo no fueron los estrenos de cargo. Cuando tomó posesión como alcalde de Barcelona tras derrotar a Convergencia i Unió en las elecciones de 1999, dijo: “Prometo ejercer el cargo por mi conciencia y unión”, en lugar de “honor”. Y al estrenar la cartera de ministro de Industria, juró como ministro de Justicia. Estos son sólo dos ejemplos, ya que los gazapos de Clos también han sido dignos de colección. Muchos de ellos están recogidos en el libro L'hereu d’un trencaclosques (El heredero de un rompecabezas) de Joaquim M. Pujals.

Joan Clos
Sin duda este tipo de gazapos se han multiplicado en los últimos tiempos, debido principalmente a que los medios para recogerlos son mayores que antaño. Esto nos ha permitido tener abundantes muestras de este tipo de frases. Así, por ejemplo, el que fuera Presidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero entre 2004 y 2011 nos dejó perlas tales como “Estoy muy a gusto y muy tranquilo porque tenemos un Rey bastante republicano” o “Por tanto, hemos hecho un acuerdo para estimular, para favorecer, para follar...para apoyar ese turismo”. Y sus ministros no le anduvieron a la zaga. El que fuera ministro de Fomento José Blanco soltó “Yo, como sé de lo que hablo, me callo” y la que fuera nada menos que su ministra de Cultura Carmen Calvo nos regaló joyas como “Antes de cocinera he sido fraila (sic)” o “Para mí usted nunca será Dixie o Pixie” (respondiendo ante la expresión “Calvo dixit”).

José Luis Rodríguez Zapatero
Claro que el sucesor de Zapatero en el cargo, Mariano Rajoy, también nos ha dejado muestras de sus meteduras de pata. Frases tales como “Tenemos que fabricar máquinas que nos permitan seguir fabricando máquinas, porque lo que no va a hacer nunca una máquina es fabricar máquinas”, “Las decisiones se toman en el momento de tomarse”, “España es una gran nación y los españoles muy españoles y mucho españoles”, “Una cosa es ser solidario, y otra es serlo a cambio de nada”, “La cerámica de Talavera no es cosa menor. Dicho de otra manera, es cosa mayor” o la impagable “es el vecino el que elige el alcalde y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde” dan muestra de su incontrolada verborrea.

Mariano Rajoy
Pero no se crean que este tipo de cosas pasan sólo en España. Dirigentes internacionales también nos han legado frases para la posteridad. Por ejemplo, el Presidente boliviano Evo Morales nos dejó la siguiente: “El pollo que comemos está cargado de hormonas femeninas. Por eso, cuando los hombres comen esos pollos, tienen desviaciones en su ser como hombres”; el Presidente de Venezuela Nicolás Maduro soltó “Hay que meterse escuela por escuela, niño por niño, liceo por liceo, comunidad por comunidad. Meternos allí, multiplicarnos, así como Cristo multiplicó los penes… perdón, los peces y los panes”; y el expresidente argentino Carlos Menem dijo “Acá no se trata de sacarle a los ricos para darle a los pobres, como hacía Robinson Crusoe”. Pero el gran filón internacional de meteduras de pata ha sido en los últimos tiempos el Presidente norteamericano George W. Bush. Acabo el artículo con unas muestras: “Es tiempo para la raza humana de entrar en el sistema solar”, “Tengo el honor de estrechar la mano de un ciudadano valiente iraquí, quien tiene su mano cortada por Saddam Hussein”, “Hay que tener una política exterior orientada hacia el extranjero”, “Si te despiden, te quedas sin empleo al ciento por ciento” y mi favorita, la que dirigió al mandatario brasileño Fernando Cardoso: “¿Ustedes también tienen negros?”.
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