La agitada vida sexual de Felipe V

Decía Cesare Pavese que “Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí”. La obsesión por el sexo en las sociedades eminentemente puritanas siempre ha estado presente, tanto en las clases bajas como en las altas. Incluso entre la realeza. Es de todos conocida la afición enfermiza hacia el sexo que tuvo Felipe IV, penúltimo rey de la Casa de Austria, del que se dice que tuvo 46 hijos entre reconocidos y bastardos (aunque fue incapaz de dar un heredero digno al trono de España más allá del “Hechizado” Carlos II). Y por supuesto, casos así no se daban sólo entre los Habsburgo: en todas las dinastías europeas ha habido siempre miembros (nunca mejor dicho) que dedicaron su vida a los placeres de la carne sin hacer distinción de nobles o plebeyas; ricas o pobres; solteras, casadas o viudas.

Felipe V e Isabel de Farnesio
La Casa de Borbón no sería una excepción. De hecho Felipe V, el primer monarca en España de dicha dinastía, ha pasado a la Historia por su absoluta entrega a los placeres del desenfreno, entre otras cosas. Seguidor involuntario del verso de Muñoz Seca (“Por dos veces casóse y con las dos esposas divirtióse”), Felipe V ofrece un catálogo completo de prácticas que aún a día de hoy seguirían escandalizando a los bien pensantes. Sufridor de una grave enfermedad neurobiológica (según el historiador Henry Kamen), este rey bipolar que iba de la euforia a la depresión y de vuelta a la euforia (no en vano recibió sucesivamente los sobrenombres de “el Animoso” y “el Melancólico”) no podía pasar un solo día sin practicar su pecado favorito: la lujuria. Conozcamos algo más de su increíble vida sexual.

Rey de España por la gracia de… su abuelo

Cuando en las cortes europeas se hizo evidente que el rey de España Carlos II iba a morir sin descendencia, se apresuraron entre todos a buscar una solución. Como es natural, cada uno trataba de barrer para su propio interés, de modo que las otras dos principales potencias europeas de entonces, Francia y Austria, maniobraron para ir quedándose con la mejor parte del pastel. Y es que el pastel no era precisamente pequeño; además de España y su inmenso imperio de ultramar, había que añadir otras posesiones en Europa como Cerdeña, Sicilia, Nápoles y parte de los Países bajos. Fue así como se firmaron dos “Tratados de Partición de España”, en los que franceses y austriacos acordaron quién sería el nuevo rey de España y cómo se repartirían su imperio. Lo más curioso de todo es que estos tratados se firmaron a espaldas de la propia interesada, España, que a pesar de sus grandes posesiones empezaba a ser una potencia de segunda fila.

Carlos II
Cuando en la corte española se enteraron de este reparto empezaron a formarse distintos bandos a favor de uno u otro pretendiente a la corona. Así, por ejemplo, se formó un “partido francés” a favor del segundo hijo del Delfín de Francia (y nieto de Luis XIV) Felipe de Anjou y un “partido austracista” a favor del Archiduque Carlos de Habsburgo. Tras espinosas intrigas y generosos sobornos, finalmente ganaron los partidarios de los franceses, y Carlos II testó un mes antes de morir que el trono pasaría a Felipe de Anjou, nombrándole “sucesor... de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos”. Esta frase invalidaba totalmente los Tratados de Partición antes mencionados.

Luis XIV
Cuando el 1 de noviembre de 1700 moría Carlos II, se presentó ante el rey francés Luis XIV una gran duda: si aceptaba el testamento, rompería los acuerdos a los que había llegado con las otras potencias para repartirse las posesiones españolas; y si no lo aceptaba, se abriría un periodo de incertidumbre en el que el resultado podía ser contrario a sus intereses. Finalmente, decidió aceptarlo y Felipe de Anjou subió al trono de España con el nombre de Felipe V. Claro que esta aceptación no gustó demasiado a los demás países, así que acabó formándose una gran coalición antiborbónica que promovía al trono español al Archiduque Carlos de Habsburgo. La guerra era inevitable, y acabó estallando en mayo de 1701. La conocida como Guerra de Sucesión Española duraría 12 largos años, hasta que la firma del Tratado de Utrecht en 1713 pondría fin a un conflicto europeo confinado a territorio español. Por cierto, los efectos de ese tratado aún pueden seguir viéndose hoy en día, pues fue ahí cuando Gibraltar pasó a dominio británico.

Carlos de Habsburgo
Como anécdota final, y al hilo del tema de este artículo, decir que los madrileños preferían al Borbón Felipe frente al Habsburgo Carlos, por lo que los dueños de los burdeles se confabularon para ofrecer a sus tropas sólo las prostitutas enfermas. Algunos cálculos hablan de más de 6.000 soldados austriacos caídos por la sífilis. Una nada desdeñable contribución al esfuerzo de guerra.

Un rey bipolar

No parece que la cabeza de Felipe V estuviera del todo bien. Según el historiador Henry Kamen, sufría una grave enfermedad neurobiológica que se manifestaba en un tratorno bipolar, pasando de la euforia a la depresión sin solución de continuidad. Este trastorno podía ser en parte genético, pues está probado que Felipe V lo traspasó a alguno de sus hijos y que él lo heredó de su madre, María Ana Victoria de Baviera. Durante las fases de euforia, Felipe V experimentaba excitación e hiperactividad sintiéndose el más poderoso de los hombres. Había momentos en que sentía un sentimiento de invencibilidad, de ahí que estuviera al frente de sus tropas durante gran parte de la guerra y que corriera deliberadamente grandes riesgos (por cierto, la excitación de la guerra fue una gran terapia para él en esos años). En las fases depresivas, sin embargo, el rey experimentaba abulia, necesidad de aislamiento e incluso pensamientos suicidas, encerrándose en su alcoba y negándose a ver a nadie.

Retrato de Felipe V en batalla
Durante toda su vida nadó entre dos pensamientos contrapuestos. Por un lado sentía una fuerte adicción hacia el sexo y los que le rodeaban decían de él que la lujuria le dominaba. Por otro lado, sentía un gran sentimiento religioso que le hacía tener enormes remordimientos cuando acababa de entregarse a sus placeres favoritos (se dice que su segunda esposa, Isabel de Farnesio, le obligó a que sólo oyera una misa diaria). Este vaivén de sentimientos le hacía estar en permanentes estados de angustia y euforia alternativos, pues oscilaba entre el éxtasis religioso y el sexual, entre el pecado y la culpa. Desde muy joven se hizo adicto al orgasmo múltiple, cosa que alcanzaba practicando el onanismo sin parar. Consideraba que los placeres sexuales eran el único remedio a esta vida efímera que no era más que un valle de lágrimas. Claro que después le torturaba el remordimiento y corría a confesarse.

Proclamación de Felipe V como Rey de España
A diario tomaba su plato favorito: gallina hervida. La acompañaba con pócimas cuyas propiedades estimulaban su vigor sexual. Cada mañana, antes de levantarse, desayunaba cuajada y un más que dudoso preparado de leche, vino, yemas de huevo, azúcar, clavo y cinamomo. El duque de Saint-Simon, embajador especial de Francia, que se atrevió a probarlo, lo describió como un brebaje de sabor grasiento aunque reconoció que se trataba de un reconstituyente singularmente bueno para reparar la noche anterior y preparar la siguiente.

María Luisa de Saboya, su primera esposa

En 1701, Felipe V contrajo matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya, que a la sazón contaba con 13 años. La pobre no era más que una niña asustada, y su noche de bodas fue descrita como un cúmulo de gritos, llantos, golpes y forcejeos, al parecer causados por el miedo de ella y por la ansiedad de él. Durante su matrimonio copulaban diariamente (había días que varias veces), y en la corte no se hablaba de otra cosa que no fuera el desenfreno del rey. El embajador francés escribió a Versalles que Felipe parecía estar agotado “debido al frecuente uso que hace de la reina”. La costumbre del polvo diario sólo se interrumpía cuando el rey salía de campañas militares (en las que la excitación de la batalla actuaba como sustituto del sexo) o cuando debía separarse de ella por alguna otra razón. En esos casos, el rey se entregaba al onanismo y después al remordimiento (como ya se ha apuntado anteriormente). Llegó a preguntarle a su confesor si Dios le perdonaría si lo hacía pensando en la reina, a lo que el confesor contestó que por supuesto Dios sería comprensivo.

María Luisa Gabriela de Saboya
La frágil salud de la reina no se veía favorecida precisamente por esa vida sexual tan activa. Hubo quién advirtió al rey de que sus continuos requerimientos amorosos pondrían en peligro la vida de María Luisa, pero parece ser que Felipe hizo poco caso. Y no lo hacía con mala intención, es que sencillamente no entendía que el sexo pudiera ser malo para la salud física (aunque sí para la salud moral). La reina murió finalmente el 14 de febrero de 1714 y en privado se afirmaba que el exceso de sexo con el rey había sido una de las causas de su muerte, más aún cuando Felipe continuaba acostándose con ella incluso en las fases más avanzadas de la enfermedad que la llevaría a la tumba. Los apenas 10 meses que pasaron hasta que se casó con Isabel de Farnesio fueron los más duros de su vida.

Isabel de Farnesio, “el Impávido” y los dildos

El 24 de Diciembre de 1714 Felipe volvió a casarse, esta vez con Isabel de Farnesio. Durante la noche de bodas en Guadalajara, permanecieron encerrados 24 horas ininterrumpidas, según contaba el duque de Saint-Simon. Algunos días después, ya en el Palacio del Buen Retiro, la reina fue conducida directamente a la alcoba donde había agonizado y muerto su predecesora, que llevaba sin ventilarse desde entonces. Allí, el rey se acostó con Isabel en la misma cama donde María Luisa había expirado.

Isabel de Farnesio
A Isabel le impresionó la variedad de posturas y técnicas que conocía su marido. La tradicional (él arriba y ella abajo) le resultaba a Felipe tremendamente aburrida, por lo que innovaba continuamente. Claro que esa postura era la única que aceptaba la Iglesia, aunque sus confesores hacían la vista gorda siempre y cuando acabara la cosa en lo que ellos llamaban “el vaso natural de la mujer”. Al ser considerado el sexo un trámite para procrear, al rey se le permitía lo que ellos consideraban “vicios” siempre y cuando se cumpliera el objetivo final. Y desde luego, decir que a Isabel no le disgustaba para nada esta variedad en su marido, y comprendió que el sexo le daba un gran poder.

Palacio del Buen Retiro
La real pareja era adicta a un juego importado de Francia llamado “el Impávido”. La cosa consistía en sentar a unos cuantos caballeros desnudos de cintura para abajo en una mesa con faldones hasta el suelo. Acto seguido, una dama (generalmente la esposa del anfitrión) se metía bajo la mesa y elegía al azar alguno de los miembros masculinos, metiéndoselo en la boca. Sin que nadie la viera, iba probando a cada uno de los asistentes, y el tema consistía en adivinar quién era objeto de las atenciones de la dama en cada momento. Los caballeros participantes no debían dar muestra de nada (debían permanecer impávidos, de ahí el nombre del juego), perdiendo quiénes dejaran traslucir alguna muestra de emoción. El ganador obtenía el derecho a derramarse en la boca de la dama. Mientras el juego transcurría, los reyes lo espiaban todo desde una mirilla, y siempre llegaba un momento en que la gran excitación que alcanzaba Felipe hacía que levantara la falda de la reina y la poseyera allí mismo.

Luis I, hijo de Felipe V
Otra de la innovaciones importadas por Felipe desde Francia fueron los dildos. Eran unos artilugios, generalmente de marfil, con forma fálica y un extraordinario pulido que actuaban de consolador para las damas. En la parte superior solía colocarse un camafeo donde se guardaba una imagen del amante (cabe suponer el azoramiento para no confundirse de aparato en aquellas damas con varios visitantes en su cama). Con el tiempo, fueron perfeccionándose y adoptaron las más variopintas formas. Decir también que la palabra dildo procede del italiano “diletto” (deleite, gozo, placer).
 
Dildos del siglo XVIII
Entre que el rey siempre tenía ganas y que a la reina nunca le dolía la cabeza, había días que no salían de sus habitaciones. Con el tiempo, la afición al sexo de ambos hacía que las recepciones del rey con sus consejeros se produjeran en la cama, con la reina presente decidiendo al mismo nivel que Felipe. Y es que Isabel comprendió que tenía la llave de la felicidad del rey, y que eso conllevaba un gran poder. Muchas de las decisiones de Estado del reinado de Felipe tuvieron detrás el sello de la reina, ayudada por el siempre omnipresente Cardenal Alberoni, su mano derecha y hombre de confianza.

La locura final

La salud mental de Felipe se vio agravada con los años, desarrollando una obsesión religiosa enfermiza. Sólo decía querer estar a bien con Dios, aunque muchos sospechaban que lo único que quería el rey era morirse. El 10 de enero de 1724 Felipe abdicó en su hijo Luis, casado con Luisa Isabel de Orleans (otra buena pieza, que acostumbraba a pasarse horas en sus habitaciones practicando juegos lésbicos con sus doncellas y pasear por palacio enseñándole sus partes íntimas al primero con el que se cruzaba). Luis I apenas reinó 8 meses, pues en agosto de ese mismo año murió de una viruela galopante, y Felipe tuvo que hacerse de nuevo con la corona.

Luisa Isabel de Orleans
A partir de entonces su salud no hizo más que empeorar. Hubo ocasiones en que se creía una rana y se sentaba en los estanques de los jardines de palacio esperando cazar moscas. Otras veces se creía muerto. En una ocasión intentó montar los caballos de los tapices que colgaban de las paredes. Cuando se retiraba a cenar, lanzaba espantosos gritos (el embajador británico dijo que uno de ellos duró desde las doce de la noche hasta las dos y media de la madrugada). Desarrolló una gran aversión por la higiene, pasando meses sin lavarse; la longitud de sus uñas era tal que le impedía andar. Creía que la ropa blanca irradiaba una luz cegadora como consecuencia de que las misas por su primera esposa no habían sido suficientes. Y todo esto no son más que algunos ejemplos.

Farinelli
Para paliar la locura del rey se trajo en 1737 a un famoso castrato llamado Carlo Broschi (más conocido por Farinelli). Los efectos terapéuticos de su voz hicieron que Felipe estuviera algo más calmado desde entonces, y el rey exigía que cantara para él todos los días las mismas cuatro arias una y otra vez. Debía estar disponible a cualquier hora, y durante los diez años que estuvo en la corte sólo se le permitía irse a dormir cuando el rey ya había cenado, a las 5 de la madrugada. Sin embargo, finalmente el 9 de julio de 1746 le dijo a su esposa que le dolía el vientre y tenía ganas de vomitar. Empezó a tragar y acabó por tragarse la lengua. Moría así uno de los reyes más enfermos y atormentados de la Historia de España.
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Corocotta, ¿héroe o mito?

Toda Hispania está ocupada. ¿Toda? No, al noroeste de la península, un pueblo indómito resiste aún al invasor”. Esta frase podría ser perfectamente el comienzo de una serie de cómics sobre las Guerras Cántabras, que se sucedieron durante 10 años en los territorios de lo que hoy son Galicia, Asturias y Cantabria. Durante ese periodo, los distintos pueblos que habitaban el territorio sostuvieron una guerra contra Roma que mantuvo ocupadas hasta siete legiones. Sólo tras derrotarlos en el año 19 a.C., los romanos pudieron decir que dominaban completamente la Península Ibérica.

Monumento al cántabro, Santander 
Según la leyenda, uno de los personajes más importantes de esa guerra fue el caudillo cántabro Corocotta. Muchas veces denominado “El Astérix cántabro”, recientes estudios han puesto en duda no sólo que fuera un caudillo militar, sino también incluso que fuera cántabro. Conocido por una única cita sobre él que hizo el historiador romano Dion Casio, Corocotta constituye todo un cúmulo de enigmas que aún no ha sido desentrañado. Este artículo presenta las principales hipótesis sobre él.

Las distintas tribus cántabras

Lo primero que hay que decir es que los que conocemos genéricamente como cántabros no eran ni mucho menos un único pueblo. Existían al menos una docena de tribus distintas que pueden agruparse bajo ese nombre, entre los que destacan los concanos, los vadinienses, los vellicos o los orgenomescos. Sin embargo, todos tenían algo en común: eran indómitos y no les gustaba estar bajo el dominio de nadie, y además tenían como principal forma de vida la guerra. El poeta latino Horacio refería que:

el cántabro, no (está) hecho a llevar nuestro yugo

Y Silio Itálico decía de ellos, dando a entender que se dejaban morir cuando empezaban a sentirse viejos para la guerra:

“Cuando la edad estéril le encanece, no soportando la vida sin Marte, anticipa al destino sus años inútiles para la guerra. Su ideal está en las armas y no soporta vivir en paz

Los romanos ya conocían de la valía de estas tribus, tanto luchando junto a ellos como contra ellos. Hay evidencias de que se enrolaron como tropas auxiliares romanas al servicio de Pompeyo y como mercenarios bajo el mando de los cartagineses. Por ejemplo, Aníbal disponía de guerreros cántabros en su ejército cuando emprendió su campaña en Italia. Asimismo, ayudaron a los vacceos en su lucha contra los romanos, estando presentes en el sitio de Numancia. No obstante, habían vivido relativamente al margen de la situación peninsular, manteniendo su independencia y sin tener que ver cómo las legiones de Roma marchaban sobre su territorio. Esta situación cambió radicalmente cuando Augusto se proclamó emperador después de derrotar a Marco Antonio en Actium. El nuevo gobernante supremo romano necesitaba una victoria que le permitiera afianzarse en el poder, y qué mejor que emprender una campaña que terminara de conquistar la Península Ibérica.

Guerreros cántabros
Las razones de las guerras cántabras no sólo hay que buscarlas en la necesidad de consolidar el prestigio de Augusto, sino que también debemos tener en cuenta que los romanos conocían la riqueza mineral de la región (de la que es claro ejemplo la mina de las Médulas, en León) y el hecho de que las distintas tribus cántabras emprendían periódicamente incursiones de pillaje al sur del Duero. En esas incursiones saqueaban cosechas, capturaban esclavos y destruían todo a su paso. Todas estas acciones resultaban sumamente molestas para unos romanos que, bien que mal, habían logrado apoderarse del resto de la península en una larga serie de conflictos a lo largo de 200 años. Así pues, sólo era cuestión de tiempo que Roma se lanzara hacia el norte, y el momento llegó en el año 29 a.C., dos años después de Actium.

Las guerras cántabras

En un primer momento la guerra fue dirigida por el legado del emperador en Hispania Statilio Tauro, e inicialmente implicó también a algunas tribus vacceas que aún no aceptaban el dominio romano (los vacceos eran las tribus celtas que habían luchado en Numancia). Existen evidencias arqueológicas de una gran batalla en Andagoste (la actual Álava) entre estos vacceos (apoyados por cántabros y astures) contra los romanos, y parece ser que los romanos consiguieron una costosa victoria (aunque refuerzos cántabros lograron hacer huir a una legión). El principal logro romano en estos años fue la conquista de Asturica (la actual Astorga), capital de los astures. Las distintas tribus se refugiaron en sus montañas dispuestos a continuar luchando en una guerra de guerrillas, y durante los siguientes dos años hostigaron incesantemente a las tropas romanas. A pesar de ello, Augusto concedió un triunfo a cada uno de los legados que fue mandando a la región.

Zona donde se desarrollaron las Guerras Cántabras
La situación distaba de estar clara en la zona, de modo que Augusto tomó medidas excepcionales. Para empezar, abolió la antigua división de Hispania en Ulterior y Citerior para establecer una nueva división en tres provincias: Tarraconensis, Bética y Lusitania, pasando la zona cántabra a estar bajo su jurisdicción directa. En segundo lugar, abrió las puertas del templo de Jano (lo que indicaba que Roma estaba en guerra, y que esa guerra no era una simple campaña para dominar rebeldes). Finalmente, se presentó personalmente en la región al mando de siete legiones, junto a una importante intendencia para garantizar su abastecimiento. En total, entre 70.000 y 80.000 romanos estaban ahora combatiendo contra cántabros y astures.

Legionario romano (Siglo I a.C.)
Augusto dividió el frente de guerra en tres partes. Por un lado Segisamo, frente a los principales promotores de la guerra, los cántabros, y cuartel personal de Augusto. Asturica (Astorga), frente a los Astures y ubicado más al oeste, punto fuerte de Roma frente a la cornisa cantábrica. Y finalmente Bracara, frente a los galaicos y límite occidental del frente de guerra. Hizo venir también a la flota aquitana, que desembarcó en Portus Blendius (la actual Suances) a fin de cerrar el cerco contra los cántabros. Éstos, que seguían realizando una guerra de guerrillas y colándose entre las tropas romanas para arrasar las cosechas de la meseta, se vieron sorprendidos por este movimiento y tuvieron que regresar a sus tierras. Lo abrupto del terreno y la táctica de ataque y huida obligaba a los romanos a cazar a los cántabros casi hombre a hombre.

Castro cántabro de Santa Marina (Valdeolea)
Con esta estrategia, Augusto conseguirá importantes victorias durante los dos años siguientes. Así, conquista las plazas de Aracillum, Monte Cildá y Monte Bernorio. En Galicia asedia Mons Medullius (al norte de Lugo), y tras su conquista, neutraliza completamente a los galaicos. Los autores clásicos resaltan el fanatismo de las distintas tribus, narrando que las madres matan a sus hijos antes de caer en manos romanas o que los hombres cantan himnos de victoria mientras son crucificados. No obstante, a pesar de todas estas victorias, la campaña no fue ningún camino de rosas y Augusto tuvo que retirarse a Tarraco muy presumiblemente enfermo. Poco después volverá a Roma, cerrará las puertas del templo de Jano (dando a entender que la guerra había terminado) y premiará a los veteranos con 400 sestercios. Hace erigir además un templo a Júpiter Tonante como agradecimiento por haberse librado de la muerte (en una marcha nocturna, un rayo cayó junto a su litera matando a un esclavo y dejándole a él ileso), pero rechaza el triunfo que le concede el Senado, señal de que él tampoco veía las cosas demasiado claras.

Principales operaciones militares
Y es que la guerra distaba mucho de estar concluida. La toma de sus ciudades no arredraba a los cántabros, que se refugiaban en los montes y desde allí seguían hostigando a los romanos. Además los astures, que se habían mantenido en relativa calma tras la caída de Asturica, volverán a coger las armas. No fue hasta el año 21 a.C. que los astures fueron definitivamente derrotados tras muchas crueldades de las tropas romanas (entre ellas, cortarle las manos a todos los prisioneros en edad de luchar). El colmo llegó cuando muchos cántabros tomados prisioneros y vendidos como esclavos en la Galia se sublevaron, mataron a sus amos y volvieron a su tierra a continuar la lucha.

Legionarios romanos levantando un monumento al final de la guerra
Ante lo prolongado y costoso de la guerra, Augusto puso al mando de la contienda en el año 19 a.C. a Agripa, su mejor y más fiel general. Sus órdenes estaban claras: acabar con la guerra al precio que fuese, incluso llegando al genocidio si fuera preciso. Agripa, con fría determinación, fue cazando a los cántabros casi uno por uno hasta acabar con todos sus escondrijos y su resistencia. No faltaron los episodios de heroísmo por ambas partes ni las derrotas romanas (incluso la Legio I Augusta perdió su título tras ser derrotada y ver capturada su águila, una gran ofensa para las tropas romanas). Tras la victoria romana, quedaron estacionadas en el territorio nada menos que tres legiones para asegurar la paz. Agripa rechazó el triunfo que Augusto le ofreció por lo caro de la victoria, tan costosa que incluso declinó dar cuenta de ella al Senado. La guerra había concluido. Como detalle final, añadir que la táctica de caballería conocida como "Círculo cántabro" fue adoptada por los romanos a partir de ese momento.

La cita sobre Corocotta

En su “Historia Romana” (escrita en griego), Dion Casio escribió lo siguiente (en la traducción de Adolf Schulten):

Irritóse tanto (Augusto) al principio contra un tal Corocotta, bandolero hispano muy poderoso, que hizo pregonar una recompensa de doscientos cincuenta mil sestercios para quien lo apresase; pero más tarde, como se le presentase espontáneamente, Augusto no sólo no le hizo ningún daño, sino que le regaló aquella suma y le dejó ir

Para hacernos una idea de la enormidad de la recompensa, decir que con un sestercio se cenaba y dormía en una mansión.

Adolf Schulten
Esta es la única mención escrita que aparece sobre Corocotta. Schulten, un experto en la Hispania romana, dedujo de esta cita que el personaje era un caudillo cántabro. Se basó en la costumbre de los autores latinos en llamar bandolero o bandido a todos aquellos líderes guerreros que plantaban cara a Roma. Como Corocotta se presentó a Augusto en persona, Schulten dedujo que este episodio debió suceder durante los dos años que Augusto estuvo en Hispania al mando de la guerra. Además, sostuvo que el nombre era un seudónimo de guerra y lo tradujo como “Jefe veterano” (de las palabras célticas “Coro”, jefe o caudillo y “Cotta”, viejo o veterano) o “el que invoca”, según una traducción posterior. Schulten afirmaba que un nombre similar se podía ver en otros caudillos militares de la época, siendo el más famoso Carataco (el líder de la resistencia britana contra la invasión de las islas por parte de Claudio).

Táctica del "Círculo cántabro"
El prestigio que Schulten tenía hizo que esta tesis se creyera a pies juntillas. Durante muchos años, los historiadores fueron repitiendo la historia del arrogante y valiente líder cántabro que tuvo los redaños suficientes para ir a cobrar la recompensa por su propia cabeza ante el mismo emperador romano en persona. Una tesis que fue palabra de ley durante más de un siglo.

La teoría norteafricana

En los años 2004 y 2005, la doctora Alicia M. Canto dio una serie de argumentos contra la tesis de Schulten. En primer lugar, tradujo de forma levemente diferente el texto de Dion Casio, y donde Schulten había leído “un bandido hispano” ella leyó “un bandido en Hispania”, lo que sugiere un origen extranjero del personaje. En segundo lugar, llamó la atención sobre el hecho de que la cita del historiador romano no estaba en la narración que hizo sobre las Guerras Cántabras sino en una parte posterior, escrita con ocasión de la muerte de Augusto y para glosar su misericordia. En tercer lugar, Augusto se pasó casi todo el tiempo que estuvo en Hispania al frente del ejército no en en primera línea, sino en Tarraco debido a su mala salud. Resulta poco creíble que un líder guerrillero cántabro cruzara de parte a parte toda una provincia enemiga sólo para dar muestra de su arrogancia, como tampoco resulta lógico que los romanos dejaran irse así como así al líder de un bando que se las estaba haciendo pasar canutas, por mucho que admiraran su gesto (y más teniendo en cuenta que este episodio debió pasar hacia el año 24 a.C., según Schulten, y la guerra continuaría aún otros cinco años).

Alicia M. Canto
El argumento definitivo a favor de esta teoría estaría en el propio nombre del protagonista. Así, Canto defiende que Corocotta no es céltico ni significa “Jefe veterano”, sino que es la latinización de la palabra griega krókottas, que es el nombre que se le da a una hiena que puebla el norte de África. Para apoyar su tesis aportó un documento llamado Testamentum Porcelli (“El testamento del cerdito”). Esta composición anónima data de alrededor del año 350 y fue muy popular en su época. Narra en clave humorística la redacción de un testamento por parte de un cerdo llamado Grunnius Corocotta (lo que podría traducirse como “gruñido de la hiena”), y el propio protagonista habla de su origen en la ciudad de Thebeste, próxima a Cartago. Así pues, el nombre de Corocotta sugiere un origen norteafricano en lugar de céltico. La tesis de Canto, que deja entrever también que Corocotta no era más que lo que Dion Casio dijo que era (un bandolero), está ampliamente aceptada en la actualidad.

"Historia romana", de Dion Casio
Finalmente, hay que decir que la tesis cántabra de Schulten y la tesis norteafricana de Canto no son las únicas teorías sobre Corocotta. Hay autores que defienden que la anécdota narrada por Dion Casio esconde en realidad un pacto secreto entre los romanos y la facción cántabra liderada por Corocotta (El historiador Ángel Ocejo Herrera dedicó su libro “Augusto y Corocotta” a tratar de demostrar esta teoría). Otros historiadores hacen hincapié en lo antes mencionado que los romanos llamaban “bandido” a cualquiera que se les opusiera (como hicieron por ejemplo con Viriato), y resaltan que Dion Casio utilizara la palabra “poderoso” para calificarle. En cualquier caso, es difícil establecer una verdad sobre la base de una cita tan breve. Es muy posible que nunca sepamos quién fue en realidad Corocotta.
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Consuegra, la batalla donde murió el hijo del Cid

El siglo XI fue un periodo decisivo en la Península Ibérica. Por un lado, el Califato de Córdoba se desmembró en una pléyade de pequeños reinos de taifas, que a menudo guerreaban entre sí buscando prevalecer unos sobre otros. Por otro lado, Castilla pasó de ser un simple condado dependiente del Reino de León a convertirse en el más poderoso de los reinos cristianos. Las taifas musulmanas, débiles militarmente, se vieron obligadas a pagar tributos a los reinos cristianos para que les defendieran de otras taifas, lo que daba lugar a curiosos episodios en los que dos ejércitos cristianos se enfrentaban defendiendo cada uno un reino musulmán distinto.

Castillo de Consuegra
Tras la toma de Toledo en 1085 por parte del rey castellano Alfonso VI, los musulmanes comprendieron que era sólo una cuestión de tiempo el que todos sus reinos acabaran cayendo ante sus enemigos cristianos del norte. Así pues, pidieron ayuda al sultanato almorávide del norte de África. Los ejércitos castellano y almorávide chocaron en la Batalla de Sagrajas (también llamada Batalla de Zalaca, 1086), con derrota castellana. Sin embargo, un problema dinástico obligó al jefe almorávide a regresar al norte de África. No sería hasta 11 años después que ambos ejércitos volvieron a enfrentarse, esta vez en los alrededores de Consuegra. En esa batalla encontró su destino Diego Rodríguez de Vivar, hijo y heredero del Cid Campeador.

Los primeros reinos de taifas

En 1009 se produjo un golpe de estado contra el califa cordobés Hisham II. Este golpe de estado, conocido como Revolución Cordobesa, se saldó con la muerte del califa y de su visir Abderramán Sanchuelo, hijo de Almanzor (y quién en realidad detentaba el poder). Se abrió entonces un periodo de guerras civiles conocido como la Fitna de Al-Andalus. Durante 22 años se fueron sucediendo califas que eran rápidamente destronados, hasta que finalmente en el año 1031 Córdoba abolió el califato y proclamó una república. La consecuencia directa de este periodo fue que las distintas provincias de la España musulmana se escindieron en reinos independientes, llamados taifas (en árabe, la palabra taifa significa “bando o facción”).

Reinos de taifas en 1037
Estos reinos de taifas (llamados “primeros” para distinguirlos de los que se formaron posteriormente en los siglos XII y XIII) no tenían grandes ejércitos propios, por lo que no dudaron en dedicar grandes sumas de dinero a contratar mercenarios para apoderarse de los reinos vecinos. Estas tropas mercenarias, a menudo cristianas, consiguieron en pocos años que prevalecieran las taifas de Zaragoza, Toledo, Sevilla y Badajoz, además de las de Denia y Baleares (estas últimas gracias en gran medida a su habilidad diplomática). La contratación de mercenarios cristianos daba lugar a situaciones curiosas cuando tropas cristianas se enfrentaban entre sí defendiendo cada bando a un reino musulmán diferente (incluso el Cid Campeador llegó a luchar contra tropas de otros reinos cristianos). No obstante, se vieron abocadas a pagar tributos a los reyes cristianos para garantizar su protección. Estos tributos, llamados parias, se fueron haciendo cada vez más gravosos, y como consecuencia los musulmanes se fueron empobreciendo a la vez que los reinos cristianos se iban volviendo cada vez más ricos y poderosos.

Poetas musulmanes
Las taifas musulmanas no sólo competían militarmente, sino que también lo hacían en esplendor de la corte. Los distintos reyes musulmanes se rodeaban de poetas, músicos, matemáticos y astrónomos en una carrera por ver en qué reino florecía más el arte y la cultura. Esta situación contrastaba con la incultura y pobreza intelectual de los reinos cristianos del norte, pero suponía que los impuestos que tenía que soportar el pueblo llano eran elevados. Naturalmente, esta situación era insostenible a largo plazo; sólo un gobierno musulmán unido podría hacer frente a la larga a los más poderosos reinos cristianos, y esta situación se hizo evidente tras la toma de Toledo en el año 1085 por parte del rey castellano Alfonso VI. Las taifas decidieron entonces llamar en su auxilio a los almorávides, que habían instaurado un fuerte sultanato en el norte de África.

El ascenso de Castilla

En un principio, Castilla era un condado que formaba parte del reino de León que se independizó en el año 932. Poco después pasó a formar parte del reino de Navarra tras las campañas de Sancho III el Mayor a principios del siglo XI, que convirtió su reino en el más poderoso de las facciones cristianas de la península. No obstante, Fernando I (llamado “el Magno”) asume el poder en el reino de León y en el Condado de Castilla en el año 1037, entrando en guerra con Navarra por los territorios perdidos. A su muerte, ocurrida en el año 1065, dividió sus territorios entre sus hijos. De este modo, a Sancho, el hijo mayor, le correspondió Castilla (elevado ya a la categoría de reino); a Alfonso, el segundo hijo varón, le correspondió León; al hermano menor García le tocó Galicia (también con categoría de reino); y por último a sus hermanas Urraca y Elvira les correspondieron las ciudades de Zamora y Toro, respectivamente.

Fernando I
Este reparto de la herencia no satisfizo a Sancho, que se consideraba el legítimo heredero de todo el reino de su padre por ser el hermano mayor. Empezó entonces un periodo de guerras civiles entre hermanos que duraron hasta 1072. La muerte de Sancho ante los muros de Zamora (según la leyenda, por una traición de un noble zamorano llamado Vellido Dolfos) y el posterior apresamiento de García dejaron a Alfonso como único ganador de la contienda. Desde entonces reinó en Castilla con el nombre de Alfonso VI el Bravo, tomando el título de Rex Spanie y posteriormente (en 1077) de Imperator totius Hispaniae (“Emperador de toda España”).

Moneda almorávide de oro
Comenzó entonces un gran periodo de expansión territorial de Castilla. Aprovechando un problema dinástico en Navarra, se anexiona Álava, Vizcaya y parte de Guipúzcoa y Burela. Asimismo, empieza a presionar militarmente a las taifas musulmanas con el objetivo de cobrar parias de ellas, consiguiendo que casi todas le pagaran dicho tributo. Pero sin duda su gran triunfo llegó en 1085, cuando en respuesta a un llamamiento de ayuda del rey de la taifa de Toledo al-Qadir, Alfonso sitió la ciudad, que terminó por caer en sus manos el 25 de mayo. El rey castellano se tituló entonces “Emperador de las dos religiones”. Además, la toma de Toledo permitió también la ocupación de Talavera, Aledo y Mayrit, lo que le permitía tener una excelente base de operaciones para hostigar las taifas de Córdoba, Sevilla, Badajoz y Granada. Para consolidar su poder, comenzó también a sitiar Zaragoza.

La llegada de los almorávides

La pérdida de Toledo causó una gran conmoción en todos los reinos de taifas. Hasta ese momento habían vivido con relativa tranquilidad, si bien se veían obligados a pagar parias a los cristianos para poder conservar sus tierras y su posición. Sin embargo, la caída de Toledo y la política cada vez más agresiva de Alfonso VI les hizo ver que es una simple cuestión de tiempo que también ellos acabaran sucumbiendo. Castilla disponía de un ejército poderoso financiado en parte por los tributos que los musulmanes le pagan, mientras que las taifas tenían pocas tropas y además mal adiestradas. Así pues, los reyes musulmanes decidieron pedir ayuda a un poderoso imperio que se había formado en el norte de África: los almorávides.

Imperio almorávide en su máxima extensión
Surgidos de las profundidades de África, los almorávides se habían extendido por todo el Magreb formando un gran imperio que dominaba el tráfico de caravanas, un importante recurso económico. Vivían para la yihad y sentían como un deber expandir la fe musulmana por todo el mundo. Su visión del Islam era integrista, y prácticamente eran una combinación de monjes y guerreros. Las taifas de la península ya habían solicitado la ayuda de los almorávides en ocasiones anteriores sin que éstos intervinieran, aunque sí empezaron a sopesar la posibilidad de tomar las plazas del norte de África que aún no eran suyas, como Ceuta.

Sitio de Aledo
Como ya hemos dicho, la toma de Toledo por parte de Alfonso VI, unido al asedio de Zaragoza, alarmó considerablemente a las taifas andalusíes. El rey de Sevilla al-Mutamid, junto a una delegación de las taifas de Badajoz y Granada, acudió en persona a pedir de nuevo la ayuda de los almorávides. Los reyes musulmanes de la península eran conscientes de que éstos no aprobaban su forma de vida, y que su intervención supondría en la práctica la sumisión de las taifas a los almorávides, pero al-Mutamid zanjó los reparos con una frase: “Si he de elegir, prefiero ser camellero en Marruecos que porquero en Castilla”. Finalmente se alcanzó el acuerdo de que los almorávides, al mando de Yusuf Ibn Tasufin, iniciarían una campaña en la península y respetarían la independencia de las taifas, a cambio de que éstas sufragaran la campaña y cedieran el puerto de Algeciras. El 30 de julio de 1086 Yusuf y sus almorávides desembarcaron en esa ciudad, reunió tropas de los reinos musulmanes peninsulares y en octubre marchó hacia Badajoz.

Vista actual de Toledo
Al enterarse de la noticia del desembarco almorávide, Alfonso VI abandonó el sitio de Zaragoza y marchó con sus tropas al encuentro de su nuevo enemigo. Llegó a un acuerdo con Yusuf sobre el día de la batalla, pero no lo respetó y atacó de improviso a las fuerzas almorávides. Si bien la carga de Alfonso desbarató la primera línea musulmana, la segunda línea resistió y las tropas almorávides terminaron por cercar a los cristianos. Alfonso VI pudo huir con apenas 500 hombres, dejando atrás graves pérdidas. Los almorávides remataron a los heridos en combate y agradecieron a Alá la victoria subidos a un montón de cabezas de los cristianos. Era el 23 de octubre del año 1086 y los cristianos acababan de ser masacrados en la batalla de Sagrajas.

El camino a Consuegra

Si la toma de Toledo había alarmado a las taifas musulmanas, la derrota de Sagrajas tuvo el mismo efecto en los cristianos. Alfonso VI se retiró al norte del Tajo para reagruparse, temeroso de que los almorávides continuaran avanzando y los expulsaran hacia el norte. La derrota llevó aparejada que los reinos de taifas dejaran de pagar tributo, con lo que las finanzas del rey quedan malparadas. Alfonso VI toma entonces la decisión de rehabilitar al Cid (que estaba sufriendo su primer destierro) y encomendarle algo poco común. La Historia Roderici nos lo relata así:

(El rey)…le otorgó esta licencia y concesión en su reinado, escrita y confirmada con su sello, que toda la tierra y los castillos que pudiera conquistar de los sarracenos en tierra de moros, fueren totalmente suyos con carácter hereditario, esto es, no sólo suyos, sino también de sus hijos y de sus hijas y de toda su descendencia

Este encargo conllevaba que las parias que recuperara debían llegar (al menos en parte) al rey. El Cid parte hacia Levante y empieza su campaña, que culmina con la toma de Valencia en 1094, logrando crear un señorío semiindependiente.

Monumento al Cid (Burgos)
Por la otra parte, los almorávides no aprovecharon la victoria en Sagrajas, ya que Yusuf Ibn Tasufin tuvo que regresar a África por un problema dinástico (su hijo y heredero había fallecido, y su poder se veía amenazado). Dejó unos 3.000 soldados en la península con el encargo de mediar entre las distintas taifas, y las exhortó a unirse contra el enemigo cristiano común. Los almorávides volvieron a entrar en la península en el año 1090 sumamente enojados con las taifas, pues sus disputas internas habían hecho fracasar el sitio de Aledo en 1088. Sin prisas, se dedicaron a ir tomando las distintas ciudades musulmanas dispuestos a acabar con aquellos reinos corruptos (según ellos) y unificar la España árabe (se dio el curioso caso de que algunos reyes de las taifas pidieron ayuda a los castellanos para combatir a los almorávides). A finales de 1094, los almorávides se habían hecho con el control de todas las taifas, a excepción de las de la zona de Levante, que estaban firmemente en manos del Cid (hubo un intento almorávide de recuperar Valencia, pero el Cid les venció en la batalla de Bairén).

Guerreros almorávides
En el año 1097 se produjo un nuevo desembarco almorávide, otra vez con el propio Yusuf al frente. El objetivo era de nuevo tomar Toledo. La noticia de este desembarco pilló a Alfonso VI de camino a ayudar al rey de la taifa de Zaragoza contra una invasión del rey Pedro I de Aragón (de nuevo reinos cristianos luchando entre sí para defender a un rey musulmán, aunque es necesario decir que Zaragoza era el único reino que pagaba parias a Alfonso). El rey castellano decidió dar media vuelta y establecer un dispositivo defensivo entre Consuegra y Cuenca. Dispuesto a no cometer el mismo error que en Sagrajas, se dispuso a pelear a la defensiva.

La batalla

Los almorávides se tomaron con calma el avance hacia Toledo, acantonándose en Córdoba. Alfonso VI aprovechó el retraso musulmán para convocar precipitadamente todos los refuerzos que pudiera. Así, entre otros, llamó en su ayuda al Cid. Sin embargo, éste no estaba seguro de la situación. Por una parte, los almorávides podían cambiar de objetivo y dirigirse a Valencia en lugar de a Toledo; por otra parte, mandar su ejército en ayuda de Alfonso podría hacer que la población de Valencia se sublevase y tomara la plaza. Así pues, tomó una decisión salomónica. Él se quedaría en Valencia junto al grueso de sus tropas, pero mandó a su hijo Diego junto a 300 caballeros escogidos en ayuda del rey castellano. Poco después, mandó también caballería al mando de Álvar Fáñez, que fue emboscada en Cuenca: algunos caballeros murieron, otros regresaron a Valencia y otros pocos llegaron con Fáñez a Consuegra. Finalmente, el 15 de agosto llegaron los almorávides.

Alfonso VI
No han llegado hasta nosotros testimonios escritos de la batalla. Sin embargo, sabemos cómo era la táctica que siempre empleaba Alfonso: una carga frontal de la caballería pesada para desbaratar las líneas enemigas (a diferencia del Cid, que se adaptaba al enemigo y al terreno). Los almorávides, sin embargo, eran más flexibles tácticamente. Su caballería ligera, armada con arcos, seguía la táctica de “ataque y retirada”; además contaban con un arma psicológica: el estruendo de sus tambores, que en muchas ocasiones dejaba a los cristianos paralizados por el miedo.

Evento "Consuegra medieval"
Parece que fue así como se desarrolló la batalla. En un primer momento, la carga castellana consiguió desbaratar el centro de la formación, pero las alas almorávides envolvieron y rodearon a las tropas de Alfonso, que se encontraron sin espacio para maniobrar. El rey ordenó entonces la retirada hacia el castillo. En el ala derecha, donde estaba el hijo del Cid, se quedó atrás y Diego Rodríguez no tardó en caer. Algunos dicen que sufrió la traición de García Ordóñez, un viejo enemigo de su padre, que se retiró sin prestarle el debido apoyo. El maltrecho ejército de Alfonso se refugió tras los muros del castillo, y durante ocho días resistieron los intentos almorávides de tomarlo. Pasado ese tiempo, sin apenas comida y agua, los rumores de la llegada de un ejército aragonés en auxilio de los sitiados hicieron que los almorávides se retiraran de regreso a Córdoba.

Lápida de Diego Rodríguez
¿Por qué volvieron los almorávides a Córdoba en lugar de seguir hacia Toledo? Es probable que también hubieran sufrido cuantiosas pérdidas en la batalla, y que no se vieran con fuerzas suficientes para seguir la invasión, teniendo además problemas de aprovisionamiento. En cualquier caso, la amenaza almorávide siguió planeando sobre los reinos cristianos mucho tiempo, y más cuando reconquistaron Valencia (1102) y volvieron a derrotar a los cristianos en Uclés (1108). En cualquier caso, su decadencia y derrota no vino por los cristianos, sino por otro imperio musulmán que también tendría mucho que decir en la península durante los siguientes años: los almohades.
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Los hermanos Dassler, una historia de odio

Dice el viejo refrán castellano que “el odio entre hermanos es odio de diablos”. Desde que Caín mató a Abel, la Historia nos ha dado múltiples ejemplos de hermanos que se odiaban a muerte y que se enzarzaron con saña unos contra otros. Ahí tenemos los casos del bíblico José (vendido como esclavo por sus hermanos), de los legendarios Rómulo y Remo (fundadores de Roma y que lucharon a muerte por ser el primer rey de la ciudad), de Juan Sin Tierra y Ricardo Corazón de León (Juan llegó a pedir a los germánicos que mantuvieran secuestrado a su hermano Ricardo para usurpar su trono) o, ya en España, de Fernando VII y Carlos María Isidro (cuyas desavenencias propiciaron las Guerras Carlistas y que el país estuviera en una constante contienda civil a lo largo de gran parte del siglo XIX).

Adi (izq) y Rudolf Dassler (der)
Una de estas historias de odio fraternal es la que traemos hoy aquí. Durante gran parte de sus vidas, los hermanos Adolf y Rudolf Dassler mantuvieron una guerra comercial a través de Adidas y Puma (las marcas que fundaron) que no fue más que la prolongación del odio personal que se tuvieron la mayor parte de sus vidas. Un odio que dividió en bandos irreconciliables a los vecinos de la localidad alemana de Herzogenaurach y que tuvo episodios tragicómicos y a veces rayanos con las prácticas mafiosas. Esta es la historia de estos dos hermanos, de las marcas que crearon y de la rivalidad a muerte que mantuvieron.
                       
Los hermanos que fabricaban zapatos

A principios del siglo XX, Herzogenaurach era una pequeña localidad alemana de Franconia de unos 3.500 habitantes dividida por el río Aurach. El pueblo era conocido como un centro de fabricación de zapatos y casi toda su población trabajaba en ello (se calcula que en 1922 había unas 100 fábricas de calzado en la localidad). Fue allí donde vinieron al mundo Rudolf Dassler en 1898 y su hermano Adolf dos años después, y como no, eran hijos de un zapatero. Ambos hermanos, una vez acabada la Primera Guerra Mundial, se dedicaron a lo que mejor sabían hacer: fabricar zapatos y zapatillas. Los dos hermanos fundaron en 1924 la “Gerbüder Dassler Schuhfabrik” ("Fábrica de zapatos Hermanos Dassler") en la parte trasera de una antigua lavandería y desde allí, se lanzaron a confeccionar y vender calzado.

Imagen actual de Herzogenaurach 
Las zapatillas y pantuflas que fabricaban no llevaban marca, pero pronto fueron conocidas por la gran calidad que tenían. Los hermanos elaboraban también un calzado especial con clavos para correr al aire libre, aunque entre las prioridades de los alemanes no figuraba en esos momentos de grave depresión económica el hacer deporte. Sin embargo, la buena manufactura de sus productos pronto llamó la atención del entrenador alemán de atletismo Josef Waitzer. En los juegos olímpicos de Ámsterdam de 1928 calzaron los pies de muchos atletas. Los hermanos formaban entonces un tándem perfecto, pues mientras el introvertido Adolf (conocido por el diminutivo Adi) se dedicaba a la fabricación y el diseño, el más dicharachero Rudolf hacía de relaciones públicas y vendía con gran éxito los productos de la fábrica.

Jesse Owens en la Olimpiada de Berlín 1936
Con la llegada del nazismo, que vio en el deporte un escaparate ideal para mostrar al mundo la supuesta perfección y superioridad de la raza aria, el negocio familiar de los hermanos Dassler experimentó un fuerte impulso. Ambos se afiliaron al partido nazi en 1933 y terminaban sus cartas con el saludo “Heil Hitler!”, pero hay que decir que esa práctica era casi obligatoria en los empresarios de la época si querían hacer negocios con tranquilidad. Con motivo de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, no tardaron en colar sus productos en la Villa Olímpica. Sin embargo, los que iban a ser unos juegos a mayor gloria alemana, tuvieron un protagonista inesperado: Jesse Owens. Para gran disgusto de Hitler, este muchachito negro de Alabama se colgó cuatro oros; y lo que es más importante, lo hizo calzando unas zapatillas de clavos fabricadas por Adi Dassler. Al parecer, éste había convencido a Owens para que calzara uno de sus productos, algo que no gustó nada a su hermano Rudolf, más afín al nazismo. Fue aquí cuando empezaron las desavenencias entre los hermanos, a pesar de que el negocio iba viento en popa: en 1939 se vendieron más de 200.000 pares de zapatillas fabricadas por los hermanos Dassler.

El cisma

La llegada de la Segunda Guerra Mundial trastocó todos los planes empresariales de los Dassler. Adi fue llamado a filas y combatió brevemente en Francia, volviendo poco después por órdenes superiores para hacerse cargo de la fábrica. Ahora no fabricaban zapatillas, sino que hacían botas para los soldados y poco después el Panzerschreck (el equivalente alemán del bazooka). A Rudolf, que se había convertido en un ferviente seguidor nazi y del que se decía que era un chivato de las SS, no le gustó nada que su hermano no combatiera más que en ese breve periodo, y las peleas entre ellos empezaron a ser frecuentes. Se cuenta una anécdota como uno de los desencadenantes del cisma familiar: durante un bombardeo aliado en 1943, Adolf y su esposa entraron en un refugio antiaéreo en el que ya estaban Rudolf y su familia. Supuestamente, Adi habría dicho “Los cochinos bastardos han vuelto”, refiriéndose en apariencia a los aviones aliados; sin embargo, Rudolf lo tomó como una alusión a él y a su familia, y estuvo convencido de ello hasta el fin de sus días. Rudolf se unió al ejército en 1943 en Sajonia. Desde allí escribió una carta a su hermano diciéndole:

No dudaré en pedir el cierre de la fábrica para que tengas que asumir una ocupación que te permita jugar a ser jefe y, como deportista de élite que eres, tengas que llevar un arma”.

No obstante, el gran cisma familiar llegó al acabar la guerra. Tras un juicio celebrado por los norteamericanos para evaluar el compromiso con el nazismo, Adi fue exonerado y pudo retener el control de la empresa. Parece ser que su esposa Käthe tuvo un papel relevante en esa decisión, ya que convenció a los jueces de que ellos sólo querían hacer zapatillas de deporte. Peor suerte corrió Rudolf. Tras su captura fue encarcelado brevemente en Dachau. Sin embargo, y tras su liberación, fue nuevamente detenido y encarcelado por su vinculación con las SS, no siendo liberado de nuevo hasta 1947. Rudolf siempre estuvo convencido de que fue su hermano Adi el que dio el soplo que permitió su detención, y eso precipitó que nunca más volvieran a dirigirse la palabra. Y en esa situación, era obvio que ambos hermanos no podían seguir trabajando juntos.

Adi Dassler
Cuando Rudolf regresó, evitó la casa familiar y se mudó junto a su familia al otro lado del río Aurach. Allí llegó a un acuerdo con su hermano (a través de abogados) para repartirse los activos de la empresa y empezó de cero en una pequeña fábrica semiderruida en Würzburgerstrasse, distante pocos kilómetros de la antigua fábrica familiar. La mitad de los antiguos empleados (los de ventas) se fueron con Rudolf, mientras que la otra mitad (los técnicos) se quedaron con Adolf. En 1948, Rudolf fundó la marca Ruda (iniciales de Rudolf Dassler), aunque poco después cambió el nombre por el más comercial de Puma. Un año después, su hermano Adi contraatacó registrando una nueva marca en la que fundía su apodo con las tres primeras letras de su apellido. Acababa de nacer Adidas.

Rudolf Dassler
La rivalidad familiar se extendió a toda la ciudad. Los habitantes de Herzogenaurach se dividieron en dos bandos irreconciliables que evitaban cualquier tipo de contacto. Tenían bares y panaderías separadas, e incluso dos equipos de fútbol diferentes. Si eras de Adidas no podías casarte con alguien de Puma y viceversa. Herzogenaurach empezó a conocerse como “la ciudad de los cuellos doblados”, por la costumbre de sus habitantes de mirar hacia abajo para ver qué zapatillas calzaba su interlocutor antes de saludar. Empezaron también las leyendas para explicar el origen de su enemistad; unos la achacaban a infidelidades maritales cruzadas, y otros a que uno de los hermanos había pillado al otro robando dinero de la caja. El milagro económico alemán estaba a la vuelta de la esquina, y ambos hermanos comenzaron a su estela una guerra comercial a muerte movida por el odio personal que se tenían.

Una guerra a golpe de estrellas

Adidas tuvo un gran éxito casi desde sus comienzos. En la inmediata posguerra, la pequeña ciudad fue ocupada por tropas estadounidenses, que al enterarse de que Adi Dassler había fabricado las zapatillas con las que Jesse Owens había humillado a los nazis, empezaron a comprar su calzado en grandes cantidades. Pronto empezaron a llegar pedidos desde Estados Unidos para calzar a equipos de béisbol, fútbol americano e incluso de hockey sobre patines. Poco después, Adi se apuntó un tanto muy importante en el Mundial de fútbol de Suiza de 1954. Rudolf había menospreciado al seleccionador alemán Sepp Herberger, así que Adi aprovechó la oportunidad y le convenció de que sus jugadores calzaran unas botas con tacos ajustables fabricadas por él, que impedían que resbalasen en un campo anegado. La jugada salió bien, ya que en la final ante la por entonces invencible selección húngara comenzó a llover, y gracias a las botas de Adi Dassler los jugadores alemanes se desenvolvieron mejor en aquel campo embarrado. Alemania ganó contra pronóstico 3-2, aquel partido fue bautizado como el “Milagro de Berna” y las botas de Adidas alcanzaron la categoría de mito.

Final del Mundial de 1954, entre Hungría y Alemania
Aquel episodio dolió mucho a Rudolf, quien se prometió no volver a cometer el mismo error otra vez. Asimismo, Adi vio en este tipo de política la llave del éxito. Así que las dos empresas empezaron a disputarse a las grandes estrellas del deporte y a los grandes acontecimientos deportivos como medio para aumentar las ventas. Los dos hermanos empezaron a delegar en sus respectivos hijos, y los vástagos convirtieron lo que era una guerra sin cuartel aunque luchada con limpieza en una contienda mucho más sucia, donde las puñaladas por la espalda alcanzaron cotas delirantes y en algunos casos ridículas.

Muhammad Alí con botas Adidas
Por parte de Adidas, Horst Dassler (el hijo mayor de Adi) empezó a hacer de las suyas mangoneando en la división francesa de la marca (en contra del criterio de su padre) y empezó a jugar fuerte. Se cuenta, por ejemplo, que bloqueó un cargamento de Puma con destino a los Juegos Olímpicos de Melbourne de 1956, y aprovechó la circunstancia para regalar zapatillas a los atletas en la villa olímpica (algo inusual por entonces, pues cada atleta se pagaba su equipo). En los años 60 convenció a los jornaleros del olivo de Fabara (Zaragoza) para que abandonaran sus tareas agrícolas y se pusieran a coser balones Adidas. En las Olimpiadas de México 68 consiguió vender en exclusiva zapatillas en la villa olímpica. Bajo su dirección, Adidas consiguió a los atletas Emil Zatopek, Bob Beamon y Dick Fosbury, al futbolista Franz Beckenbauer y al boxeador Muhammad Alí. Ya en 1973, fundó su propia marca (Arena) especializada en material deportivo para la natación.

Pelé (con botas Puma) en la final del Mundial de 1970
Claro que en el otro lado no se quedaron atrás bajo la dirección de Armin Dassler, hijo de Rudolf. En la Olimpiada de México de 1968 antes mencionada, los atletas del “Black Power” subieron al podio con guantes negros y descalzos, pero dejando estratégicamente colocadas unas zapatillas Puma junto a ellos. Pero sin duda su mayor logro llegaría en los Mundiales de fútbol de 1970, celebrados también en México. Tras haber llegado ambas marcas a un pacto de caballeros (algo totalmente inusual) para no tocar a Pelé (el mejor jugador del momento), Armin lo rompió presentándose en casa del astro brasileño convenciéndole para que calzara sus botas. Pelé, que tenía previsto acudir al campeonato con unas botas de la pequeña marca inglesa Stylo, no sólo accedió a ponerse las Puma sino que también protagonizó uno de los episodios más destacados de la guerra entre las dos marcas, fruto de la cabeza maquiavélica del patriarca Rudolf; justo antes del partido ante Perú, salió al campo con los cordones desatados y pidió al árbitro que retrasara el pitido inicial unos instantes para atárselos. Las cámaras de televisión (fue el primer Mundial en ser retransmitido) se clavaron en sus pies durante aquellos interminables segundos, catapultando a Puma. Las relaciones entre ambas marcas se hundieron aún más.

Caricatura de la guerra entre los Dassler
Esta política de ganarse a las estrellas a golpe de talonario dio lugar a episodios chocantes, como el  ocurrido en las Olimpiadas de Roma de 1960: el atleta alemán Armin Hary aceptó dinero de ambas marcas, de modo que ganó el oro en los 100 metros calzando unas Puma pero recogió la medalla con unas Adidas. O el ocurrido el 13 de febrero de 1974 en Francfort, cuando España se jugaba el pase al Mundial en un partido de desempate contra Yugoslavia: se cuenta que Adi Dassler irrumpió en el vestuario español y ofreció a cada jugador 100 dólares a cambio de que calzaran botas Adidas; todos aceptaron menos uno, que alegó que esas botas “le hacían rozadura”, así que finalmente aceptó 400 dólares a cambio de teñir sus botas Puma de negro y pintar sobre ellas las tres rayas blancas de Adidas. España perdió ese partido 1-0 y no se clasificó, aunque ignoro si la razón de la derrota fueron las botas.

El ocaso

Rudolf Dassler murió el 6 de septiembre de 1976, para gran alegría de la familia de su hermano Adi. Si creen que exagero, no hay más que leer la nota oficial que Adidas sacó con motivo del fallecimiento del fundador de Puma:

Por razones de piedad humana, la familia de Adolf Dassler no hará comentario alguno sobre la muerte de Rudolf Dassler

Ni que decir tiene que ni Adi ni su mujer Käthe fueron al funeral, mandando en representación de la familia a su hija Inge Bente. Cuatro años después fallecía Adi, siendo enterrado en el mismo cementerio de Herzogenaurach pero en el punto más alejado de la tumba de su hermano. Ni siquiera en la muerte eran capaces de estar cerca uno de otro.

La "Mano de Dios"
La muerte de los patriarcas supuso que sus hijos se hicieran con el control efectivo de las compañías. La política que siguieron fue idéntica a la que venían haciendo hasta entonces: comprar estrellas y eventos deportivos. Así, Puma fichó a Cruyff, Netzer, Simonsen… y a Maradona. En el célebre partido de la “Mano de Dios”, ese en el que el astro argentino dejó a los ingleses como puertas de esquí bamboleantes, Maradona calzaba unas botas con el logotipo del felino. Adidas por su parte invirtió en Mundiales y Olimpiadas, en su interminable lucha contra Puma que incluía supuestos sobornos a directivos de la UEFA, la FIFA o el COI además de seguir patrocinando estrellas y selecciones, Cuba incluida (las últimas apariciones de Fidel Castro se produjeron con su revolucionario y enfermo cuerpo embutido en un chándal Adidas). Todo seguía valiendo en su particular guerra.

El "Partido de la Paz"
Pero todos los imperios llegan a su ocaso. En el horizonte aparecieron dos marcas estadounidenses que poco a poco fueron haciéndose con la hegemonía: Reebok y Nike. La irrupción de estas empresas hizo que los Dassler fueran perdiendo poder dentro de sus compañías hasta desaparecer finalmente del accionariado (incluso Adidas se declaró en bancarrota en 1992). El odio entre los habitantes de Herzogenaurach también se fue diluyendo, hasta el punto de que en 2009, cuando los Dassler ya habían perdido el control de sus empresas, empleados de ambas compañías jugaron un partido de fútbol pomposamente bautizado como “Partido de la Paz”. Irónicamente, el único Dassler que está ligado en la actualidad a alguna de las compañías es Frank Dassler, nieto del fundador de Puma, ¡y que trabaja para Adidas! Sin duda, un irónico final para una larga guerra a muerte. Y es que, como reza uno de los últimos lemas de Adidas, “Impossible is nothing”.
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