La agitada vida sexual de Felipe V

Decía Cesare Pavese que “Si el sexo no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí”. La obsesión por el sexo en las sociedades eminentemente puritanas siempre ha estado presente, tanto en las clases bajas como en las altas. Incluso entre la realeza. Es de todos conocida la afición enfermiza hacia el sexo que tuvo Felipe IV, penúltimo rey de la Casa de Austria, del que se dice que tuvo 46 hijos entre reconocidos y bastardos (aunque fue incapaz de dar un heredero digno al trono de España más allá del “Hechizado” Carlos II). Y por supuesto, casos así no se daban sólo entre los Habsburgo: en todas las dinastías europeas ha habido siempre miembros (nunca mejor dicho) que dedicaron su vida a los placeres de la carne sin hacer distinción de nobles o plebeyas; ricas o pobres; solteras, casadas o viudas.

Felipe V e Isabel de Farnesio
La Casa de Borbón no sería una excepción. De hecho Felipe V, el primer monarca en España de dicha dinastía, ha pasado a la Historia por su absoluta entrega a los placeres del desenfreno, entre otras cosas. Seguidor involuntario del verso de Muñoz Seca (“Por dos veces casóse y con las dos esposas divirtióse”), Felipe V ofrece un catálogo completo de prácticas que aún a día de hoy seguirían escandalizando a los bien pensantes. Sufridor de una grave enfermedad neurobiológica (según el historiador Henry Kamen), este rey bipolar que iba de la euforia a la depresión y de vuelta a la euforia (no en vano recibió sucesivamente los sobrenombres de “el Animoso” y “el Melancólico”) no podía pasar un solo día sin practicar su pecado favorito: la lujuria. Conozcamos algo más de su increíble vida sexual.

Rey de España por la gracia de… su abuelo

Cuando en las cortes europeas se hizo evidente que el rey de España Carlos II iba a morir sin descendencia, se apresuraron entre todos a buscar una solución. Como es natural, cada uno trataba de barrer para su propio interés, de modo que las otras dos principales potencias europeas de entonces, Francia y Austria, maniobraron para ir quedándose con la mejor parte del pastel. Y es que el pastel no era precisamente pequeño; además de España y su inmenso imperio de ultramar, había que añadir otras posesiones en Europa como Cerdeña, Sicilia, Nápoles y parte de los Países bajos. Fue así como se firmaron dos “Tratados de Partición de España”, en los que franceses y austriacos acordaron quién sería el nuevo rey de España y cómo se repartirían su imperio. Lo más curioso de todo es que estos tratados se firmaron a espaldas de la propia interesada, España, que a pesar de sus grandes posesiones empezaba a ser una potencia de segunda fila.

Carlos II
Cuando en la corte española se enteraron de este reparto empezaron a formarse distintos bandos a favor de uno u otro pretendiente a la corona. Así, por ejemplo, se formó un “partido francés” a favor del segundo hijo del Delfín de Francia (y nieto de Luis XIV) Felipe de Anjou y un “partido austracista” a favor del Archiduque Carlos de Habsburgo. Tras espinosas intrigas y generosos sobornos, finalmente ganaron los partidarios de los franceses, y Carlos II testó un mes antes de morir que el trono pasaría a Felipe de Anjou, nombrándole “sucesor... de todos mis Reinos y dominios, sin excepción de ninguna parte de ellos”. Esta frase invalidaba totalmente los Tratados de Partición antes mencionados.

Luis XIV
Cuando el 1 de noviembre de 1700 moría Carlos II, se presentó ante el rey francés Luis XIV una gran duda: si aceptaba el testamento, rompería los acuerdos a los que había llegado con las otras potencias para repartirse las posesiones españolas; y si no lo aceptaba, se abriría un periodo de incertidumbre en el que el resultado podía ser contrario a sus intereses. Finalmente, decidió aceptarlo y Felipe de Anjou subió al trono de España con el nombre de Felipe V. Claro que esta aceptación no gustó demasiado a los demás países, así que acabó formándose una gran coalición antiborbónica que promovía al trono español al Archiduque Carlos de Habsburgo. La guerra era inevitable, y acabó estallando en mayo de 1701. La conocida como Guerra de Sucesión Española duraría 12 largos años, hasta que la firma del Tratado de Utrecht en 1713 pondría fin a un conflicto europeo confinado a territorio español. Por cierto, los efectos de ese tratado aún pueden seguir viéndose hoy en día, pues fue ahí cuando Gibraltar pasó a dominio británico.

Carlos de Habsburgo
Como anécdota final, y al hilo del tema de este artículo, decir que los madrileños preferían al Borbón Felipe frente al Habsburgo Carlos, por lo que los dueños de los burdeles se confabularon para ofrecer a sus tropas sólo las prostitutas enfermas. Algunos cálculos hablan de más de 6.000 soldados austriacos caídos por la sífilis. Una nada desdeñable contribución al esfuerzo de guerra.

Un rey bipolar

No parece que la cabeza de Felipe V estuviera del todo bien. Según el historiador Henry Kamen, sufría una grave enfermedad neurobiológica que se manifestaba en un tratorno bipolar, pasando de la euforia a la depresión sin solución de continuidad. Este trastorno podía ser en parte genético, pues está probado que Felipe V lo traspasó a alguno de sus hijos y que él lo heredó de su madre, María Ana Victoria de Baviera. Durante las fases de euforia, Felipe V experimentaba excitación e hiperactividad sintiéndose el más poderoso de los hombres. Había momentos en que sentía un sentimiento de invencibilidad, de ahí que estuviera al frente de sus tropas durante gran parte de la guerra y que corriera deliberadamente grandes riesgos (por cierto, la excitación de la guerra fue una gran terapia para él en esos años). En las fases depresivas, sin embargo, el rey experimentaba abulia, necesidad de aislamiento e incluso pensamientos suicidas, encerrándose en su alcoba y negándose a ver a nadie.

Retrato de Felipe V en batalla
Durante toda su vida nadó entre dos pensamientos contrapuestos. Por un lado sentía una fuerte adicción hacia el sexo y los que le rodeaban decían de él que la lujuria le dominaba. Por otro lado, sentía un gran sentimiento religioso que le hacía tener enormes remordimientos cuando acababa de entregarse a sus placeres favoritos (se dice que su segunda esposa, Isabel de Farnesio, le obligó a que sólo oyera una misa diaria). Este vaivén de sentimientos le hacía estar en permanentes estados de angustia y euforia alternativos, pues oscilaba entre el éxtasis religioso y el sexual, entre el pecado y la culpa. Desde muy joven se hizo adicto al orgasmo múltiple, cosa que alcanzaba practicando el onanismo sin parar. Consideraba que los placeres sexuales eran el único remedio a esta vida efímera que no era más que un valle de lágrimas. Claro que después le torturaba el remordimiento y corría a confesarse.

Proclamación de Felipe V como Rey de España
A diario tomaba su plato favorito: gallina hervida. La acompañaba con pócimas cuyas propiedades estimulaban su vigor sexual. Cada mañana, antes de levantarse, desayunaba cuajada y un más que dudoso preparado de leche, vino, yemas de huevo, azúcar, clavo y cinamomo. El duque de Saint-Simon, embajador especial de Francia, que se atrevió a probarlo, lo describió como un brebaje de sabor grasiento aunque reconoció que se trataba de un reconstituyente singularmente bueno para reparar la noche anterior y preparar la siguiente.

María Luisa de Saboya, su primera esposa

En 1701, Felipe V contrajo matrimonio con María Luisa Gabriela de Saboya, que a la sazón contaba con 13 años. La pobre no era más que una niña asustada, y su noche de bodas fue descrita como un cúmulo de gritos, llantos, golpes y forcejeos, al parecer causados por el miedo de ella y por la ansiedad de él. Durante su matrimonio copulaban diariamente (había días que varias veces), y en la corte no se hablaba de otra cosa que no fuera el desenfreno del rey. El embajador francés escribió a Versalles que Felipe parecía estar agotado “debido al frecuente uso que hace de la reina”. La costumbre del polvo diario sólo se interrumpía cuando el rey salía de campañas militares (en las que la excitación de la batalla actuaba como sustituto del sexo) o cuando debía separarse de ella por alguna otra razón. En esos casos, el rey se entregaba al onanismo y después al remordimiento (como ya se ha apuntado anteriormente). Llegó a preguntarle a su confesor si Dios le perdonaría si lo hacía pensando en la reina, a lo que el confesor contestó que por supuesto Dios sería comprensivo.

María Luisa Gabriela de Saboya
La frágil salud de la reina no se veía favorecida precisamente por esa vida sexual tan activa. Hubo quién advirtió al rey de que sus continuos requerimientos amorosos pondrían en peligro la vida de María Luisa, pero parece ser que Felipe hizo poco caso. Y no lo hacía con mala intención, es que sencillamente no entendía que el sexo pudiera ser malo para la salud física (aunque sí para la salud moral). La reina murió finalmente el 14 de febrero de 1714 y en privado se afirmaba que el exceso de sexo con el rey había sido una de las causas de su muerte, más aún cuando Felipe continuaba acostándose con ella incluso en las fases más avanzadas de la enfermedad que la llevaría a la tumba. Los apenas 10 meses que pasaron hasta que se casó con Isabel de Farnesio fueron los más duros de su vida.

Isabel de Farnesio, “el Impávido” y los dildos

El 24 de Diciembre de 1714 Felipe volvió a casarse, esta vez con Isabel de Farnesio. Durante la noche de bodas en Guadalajara, permanecieron encerrados 24 horas ininterrumpidas, según contaba el duque de Saint-Simon. Algunos días después, ya en el Palacio del Buen Retiro, la reina fue conducida directamente a la alcoba donde había agonizado y muerto su predecesora, que llevaba sin ventilarse desde entonces. Allí, el rey se acostó con Isabel en la misma cama donde María Luisa había expirado.

Isabel de Farnesio
A Isabel le impresionó la variedad de posturas y técnicas que conocía su marido. La tradicional (él arriba y ella abajo) le resultaba a Felipe tremendamente aburrida, por lo que innovaba continuamente. Claro que esa postura era la única que aceptaba la Iglesia, aunque sus confesores hacían la vista gorda siempre y cuando acabara la cosa en lo que ellos llamaban “el vaso natural de la mujer”. Al ser considerado el sexo un trámite para procrear, al rey se le permitía lo que ellos consideraban “vicios” siempre y cuando se cumpliera el objetivo final. Y desde luego, decir que a Isabel no le disgustaba para nada esta variedad en su marido, y comprendió que el sexo le daba un gran poder.

Palacio del Buen Retiro
La real pareja era adicta a un juego importado de Francia llamado “el Impávido”. La cosa consistía en sentar a unos cuantos caballeros desnudos de cintura para abajo en una mesa con faldones hasta el suelo. Acto seguido, una dama (generalmente la esposa del anfitrión) se metía bajo la mesa y elegía al azar alguno de los miembros masculinos, metiéndoselo en la boca. Sin que nadie la viera, iba probando a cada uno de los asistentes, y el tema consistía en adivinar quién era objeto de las atenciones de la dama en cada momento. Los caballeros participantes no debían dar muestra de nada (debían permanecer impávidos, de ahí el nombre del juego), perdiendo quiénes dejaran traslucir alguna muestra de emoción. El ganador obtenía el derecho a derramarse en la boca de la dama. Mientras el juego transcurría, los reyes lo espiaban todo desde una mirilla, y siempre llegaba un momento en que la gran excitación que alcanzaba Felipe hacía que levantara la falda de la reina y la poseyera allí mismo.

Luis I, hijo de Felipe V
Otra de la innovaciones importadas por Felipe desde Francia fueron los dildos. Eran unos artilugios, generalmente de marfil, con forma fálica y un extraordinario pulido que actuaban de consolador para las damas. En la parte superior solía colocarse un camafeo donde se guardaba una imagen del amante (cabe suponer el azoramiento para no confundirse de aparato en aquellas damas con varios visitantes en su cama). Con el tiempo, fueron perfeccionándose y adoptaron las más variopintas formas. Decir también que la palabra dildo procede del italiano “diletto” (deleite, gozo, placer).
 
Dildos del siglo XVIII
Entre que el rey siempre tenía ganas y que a la reina nunca le dolía la cabeza, había días que no salían de sus habitaciones. Con el tiempo, la afición al sexo de ambos hacía que las recepciones del rey con sus consejeros se produjeran en la cama, con la reina presente decidiendo al mismo nivel que Felipe. Y es que Isabel comprendió que tenía la llave de la felicidad del rey, y que eso conllevaba un gran poder. Muchas de las decisiones de Estado del reinado de Felipe tuvieron detrás el sello de la reina, ayudada por el siempre omnipresente Cardenal Alberoni, su mano derecha y hombre de confianza.

La locura final

La salud mental de Felipe se vio agravada con los años, desarrollando una obsesión religiosa enfermiza. Sólo decía querer estar a bien con Dios, aunque muchos sospechaban que lo único que quería el rey era morirse. El 10 de enero de 1724 Felipe abdicó en su hijo Luis, casado con Luisa Isabel de Orleans (otra buena pieza, que acostumbraba a pasarse horas en sus habitaciones practicando juegos lésbicos con sus doncellas y pasear por palacio enseñándole sus partes íntimas al primero con el que se cruzaba). Luis I apenas reinó 8 meses, pues en agosto de ese mismo año murió de una viruela galopante, y Felipe tuvo que hacerse de nuevo con la corona.

Luisa Isabel de Orleans
A partir de entonces su salud no hizo más que empeorar. Hubo ocasiones en que se creía una rana y se sentaba en los estanques de los jardines de palacio esperando cazar moscas. Otras veces se creía muerto. En una ocasión intentó montar los caballos de los tapices que colgaban de las paredes. Cuando se retiraba a cenar, lanzaba espantosos gritos (el embajador británico dijo que uno de ellos duró desde las doce de la noche hasta las dos y media de la madrugada). Desarrolló una gran aversión por la higiene, pasando meses sin lavarse; la longitud de sus uñas era tal que le impedía andar. Creía que la ropa blanca irradiaba una luz cegadora como consecuencia de que las misas por su primera esposa no habían sido suficientes. Y todo esto no son más que algunos ejemplos.

Farinelli
Para paliar la locura del rey se trajo en 1737 a un famoso castrato llamado Carlo Broschi (más conocido por Farinelli). Los efectos terapéuticos de su voz hicieron que Felipe estuviera algo más calmado desde entonces, y el rey exigía que cantara para él todos los días las mismas cuatro arias una y otra vez. Debía estar disponible a cualquier hora, y durante los diez años que estuvo en la corte sólo se le permitía irse a dormir cuando el rey ya había cenado, a las 5 de la madrugada. Sin embargo, finalmente el 9 de julio de 1746 le dijo a su esposa que le dolía el vientre y tenía ganas de vomitar. Empezó a tragar y acabó por tragarse la lengua. Moría así uno de los reyes más enfermos y atormentados de la Historia de España.
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4 comentarios:

  1. Hola. Excelente retrato histórico. Felicitaciones.

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  2. ¡VINIENDO DE UN ANGLOPIRATA! ¡EL COMENTARIO DE LOS ALARIDOS DEL REY! ¡OTRA LEYENDA NEGRA! ¡QUE TODO EL MUNDO TRAGA! jeje

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