Dice el refrán español que “el hambre agudiza el ingenio”. Está claro que en casos de bonanza,
no es necesario exprimirse las meninges para conseguir satisfacer nuestras
necesidades (al menos las más básicas). Es cuando la escasez aprieta que los
hombres buscan la forma de conseguir salir de las dificultades. Al menos las de
ese día, que mañana ya veremos cómo nos las apañamos. Los españoles han
inventado incluso un género literario propio alrededor de esta idea: la
picaresca. Obras como “El Lazarillo de Tormes”
o “El Buscón” beben directamente de
este refrán y de lo que significa. Y no es casualidad que la eclosión de este
género se llevara a cabo durante el Siglo de Oro.
Uno de los cañones que defendía Hammamet |
Y digo que no es casualidad porque en esa época había que
agudizar el ingenio si no se quería pasar hambre. Y lo tenían que hacer todos,
nobles y plebeyos; aunque cada uno de forma distinta, claro. El pueblo llano
para poder comer todos los días, la nobleza para medrar, y el rey Felipe III
para mantener sus dominios. Haber heredado un imperio tan grande de su padre
sin los recursos necesarios para mantenerlo obligaba a un ejercicio de ingenio sobrehumano
para no verse superado por sus múltiples enemigos. La picaresca, pues, no sólo
se limitaba a la gente del común, sino que llegó a ser una forma de vida para
el Imperio Español, aunque esa picaresca a menudo se disfrazara bajo el pomposo
nombre de “Estrategia”. Y uno de
estos episodios de picaresca, el asalto al puerto tunecino de Hammamet, es el que hoy traemos aquí.
La Pax Hispanica
Como se ha dicho antes, Felipe III heredó de su padre un
inmenso imperio, posiblemente el más grande que los siglos hayan visto. Sus
posesiones se extendían por América (de la que era casi señor absoluto), Europa
(donde además de España se tenían territorios en Italia y Flandes), África (en
la que se logró conquistar zonas al norte del continente) y Asia (en la que se
poseían las Filipinas y varios archipiélagos, como las Marianas o las Carolinas).
Sin embargo, no era oro todo lo que relucía. Aunque la posición española era
hegemónica en el mundo, sus ejércitos distaban mucho de poseer el suficiente
número de soldados para mantener un control férreo de todas aquellas zonas de
las que era dueño.
Conocedor de que sus fuerzas no eran suficientes para
mantener el dominio efectivo de un imperio de tal magnitud, el rey y su valido
el Duque de Lerma trataron de llevar a cabo una política de apaciguamiento con el fin
de no verse desbordados por los múltiples enemigos que España tenía en esos
momentos. Así nació lo que el historiador británico Henry Kamen bautizó como la
“Pax Hispanica”, parafraseando el
concepto de Pax Romana. Este periodo
se extendió desde 1598 hasta 1621, año de la muerte del rey. Su hijo y sucesor
Felipe IV, asistido por su valido el Conde-Duque de Olivares, cambió
totalmente esta política contemporizadora por otra agresiva “de reputación”, que aunque dio lugar a
gloriosos episodios (como el annus
mirabilis de 1625), acabaría colapsando al imperio.
Felipe III |
Así pues, durante el reinado de Felipe III se firmaron varios
tratados de paz intentando mantener en la medida de lo posible la hegemonía sin
un gasto excesivo de fuerzas. Entre esos tratados destacan la Paz de Vervins de 1598, por el que
España renunciaba a participar en las guerras de religión en Francia (aunque
curiosamente contenía una cláusula secreta por la que se establecía que los dos
países podían continuar haciéndose la guerra en las aguas de la América
española), el Tratado de Londres de
1604, por el que Inglaterra renunciaba a participar en Flandes a cambio de que
España renunciara a poner un monarca católico en Inglaterra, y la Tregua de los 12 años firmada en 1609,
por la que se acordaba un receso pacífico en la guerra que España mantenía
contra los rebeldes holandeses en la que se llamó Guerra de los 80 años (o
Guerra de Flandes).
No obstante, no todo fue paz, armonía y amor en todo este
tiempo. Se han llegado a contabilizar 162 batallas con presencia española durante
esos años. Y dentro del territorio español también existían problemas, pues se
decretó en 1609 la expulsión de los moriscos, intentando atajar el miedo a que
este colectivo se convirtiera en una especie de “quinta columna” de los turcos y evitando que ayudaran a las incursiones de los piratas berberiscos en las costas españolas, pero
causando graves problemas de despoblación en algunas regiones de la península
(particularmente Valencia). Y es que en el Mediterráneo subsistía el grave
problema de los turcos, sin duda el principal enemigo de España en esos años.
Un enemigo contra el que se combatió encarnizadamente a lo largo de muchos
siglos. Y una de las armas de los turcos eran los piratas de la costa berberisca.
Los piratas
berberiscos
Aunque la piratería musulmana estaba presente en el
Mediterráneo desde el siglo IX, fue con la expansión del Imperio otomano cuando
alcanzó su máxima extensión. La llegada del almirante Kemal Reis en 1487 supuso
que los piratas se convirtieran en una gran amenaza para la navegación.
Actuaban desde sus bien defendidas bases en el Norte de África (la conocida
como Costa berberisca), atacando con
sus galeras propulsadas por remos (remos que eran manejados por esclavos
cristianos, generalmente) y retirándose a sus bases a la menor señal de peligro.
Con esta estrategia capturaron miles de naves y atraparon a un gran número
de personas, a los que vendían como esclavos (se calcula que entre los siglos
XVI y XIX esclavizaron a más de un millón, sin contar los que
murieron en sus correrías). Pero su actividad no se limitaba al saqueo de
barcos, también atacaban puntos de la costa de España e Italia, de modo que
durante muchos siglos amplias zonas costeras quedaron deshabitadas por miedo a
estos piratas.
Entre los más famosos corsarios berberiscos destacan
sobremanera dos hermanos de nombres Jeiredin y Oruc, y cuyo sobrenombre causaba pavor entre
los capitanes mercantes con sólo nombrarlo: Barbarroja. Estos piratas llegaron
a capturar la ciudad de Mahón en 1535. El Abate de Brantone, en su libro sobre
la Orden de Malta, escribió de él: “Ni
siquiera tuvo igual entre los conquistadores griegos y romanos. Cualquier país
estaría orgulloso de poder contarlo entre sus hijos”. Y no fueron los
únicos; eran también temibles Turgut Reis (conocido como Dragut en Occidente),
Kurtoglu (conocido como Curtogoli en Europa), Kemal Reis, Salih Reis, Koca
Murat Reis y Tybalt Rosembraise (este último un cristiano renegado). Los
diversos capitanes piratas atacaban regularmente Almuñécar, Valencia o las
Baleares, siendo ayudados por la población morisca de las ciudades (hasta que
Felipe III los expulsó en 1609, como hemos visto antes). Las costas españolas
estaban jalonadas de torres de vigilancia, donde cada una podía divisar siempre otras dos; los ataques
de estos piratas dieron lugar a la famosa expresión “no hay moros en la costa”, que indicaba que no había barcos
berberiscos a la vista y la población podía estar tranquila.
Oruc Barbarroja |
La presencia de renegados entre las filas de los corsarios no
era rara. Así por ejemplo, los ingleses John Ward, Henry Mainwaring, Robert
Walsingham y Peter Easton o el holandés Zymen Danseker (también conocido como Simon Danser) formaron
parte de las flotas corsarias que atacaban las naves católicas en el
Mediterráneo. Estos europeos llevaron a la zona técnicas de construcción naval
más adelantadas (particularmente las introducidas por Danseker), lo que
permitió que la piratería berberisca se extendiera también por el Atlántico,
incluso a lugares tan al norte como Galicia, las islas Feroe o Islandia. De
hecho, en el siglo XVII se produjo el curioso fenómeno de la piratería
anglo-turca, pues corsarios de las dos naciones se aliaron para atacar barcos
españoles; según decían, con el objetivo de atacar el catolicismo, aunque
realmente la mayoría buscaba su propio enriquecimiento personal.
La piratería contra naves cristianas era considerada entre
los berberiscos una forma de Guerra Santa, por lo que para ellos no había nada
malo en lo que hacían. Fueron un constante dolor de cabeza para los reinos
cristianos de Europa hasta el siglo XIX, cuando en el Congreso de Viena de
1814-1815 se acordó la necesidad de eliminar la amenaza. Esto se consiguió finalmente
en 1830, cuando la conquista francesa de Argelia les dejó sin sus principales
bases. Pero hasta entonces los piratas berberiscos aterrorizaron el
Mediterráneo desde sus bases de la isla de Yerba, la más grande del norte de
África (conocida entre los españoles como Los Gelves y provista de un magnífico
puerto natural) y también desde Trípoli, Argel, Salé y otros puertos de
Marruecos, Argelia y Túnez. Una de esas bases era Hammamet (conocida por los
españoles como “La Mahometa”), una
ciudad cuyo asalto veremos a continuación.
El asalto a Hammamet
En julio de 1602, el mando español de Sicilia recibió de sus
espías la noticia de que el puerto de Hammamet esperaba la llegada de una
importante escuadra turca al mando del almirante Murad Rayis, así que
decidieron aprovechar la información en su propio beneficio. Hacia ese puerto
partió una flota de cinco galeras, cinco fragatas y cinco falúas, embarcación
típicamente árabe con dos velas triangulares y el mástil ligeramente inclinado
hacia proa y con las que pensaban realizar el asalto. A bordo de la flota iban
350 soldados entre infantes españoles y caballeros de la Orden de Malta (la
antigua orden medieval de los Hospitalarios, conocida ahora así desde que Carlos
I les cediera la isla de Malta en 1530). Su plan era osado: hacer creer a los
defensores de la ciudad que ellos eran los turcos que esperaban.
El 18 de julio la flota llegó a la vista de Hammamet y los
350 soldados embarcaron en las falúas. Habían cambiado sus banderas por las
turcas y se pusieron turbantes, túnicas y ropajes turcos. Para asegurarse de
que el engaño no fuese descubierto hasta que fuera demasiado tarde, se ordenó a
varios soldados que tocaran laúdes, crótalos (instrumento similar a las
castañuelas, pero de metal) y bendires (una especie de tambores parecidos a las
panderetas), instrumentos típicamente musulmanes. El engaño salió a la
perfección, pues la guarnición de la ciudad salió a la playa a recibirlos,
seguidos por muchos de sus habitantes. Nada más poner pie en la playa, los
soldados empezaron a disparar sus arcabuces contra la multitud, lo que hizo que el pánico cundiera por doquier. Una estampida de gente que buscaba refugiarse dentro de las murallas
arrollaron a los soldados de la guarnición, lo que provocó que estos no
pudieran hacer nada para defenderse.
Soldado de los Tercios |
Los soldados cristianos atacaron espada en mano, entrando en
la ciudad y tomando sus murallas sin que los desconcertados soldados
defensores, aplastados y pisoteados por los civiles, pudieran oponer
resistencia. Casi medio millar de personas murieron en el asalto y otras 700 fueron
capturadas, entre las que había mujeres y niños. El saqueo de la plaza se
prolongó hasta que los cristianos avistaron una tropa de 3.000 jinetes que
acudían a socorrer la ciudad. Fue entonces cuando prendieron fuego a las casas y
embarcaron, dirigiéndose la flota a la isla de Malta. Las tropas enviadas en
ayuda de Hammamet sólo pudieron constatar que la ciudad había sido
completamente saqueada e incendiada y que la flota española ya había partido
con los prisioneros y el botín.
El alférez Alonso de Contreras (que llegó al cargo de Capitán
y del que se dice que inspiró la saga Alatriste
del escritor Arturo Pérez Reverte) escribió en sus memorias:
“(...) Capturamos a todas las mujeres y a los niños, algunos hombres (...); entramos en la ciudad, la saqueamos. Embarcamos setecientas almas. Vienen de improviso más de tres mil moros en su ayuda, tanto a pie como a caballo, por lo que prendimos fuego a la ciudad y embarcamos (...) Después de ésto regresamos a Malta, contentos; ahí derroché un poco de lo que había ganado”
Terminaba así un asalto en que el ingenio de un puñado de
soldados españoles triunfó contra una fuerza superior. Y es que, como dijimos
al principio, “el hambre agudiza el
ingenio”.
Excelente historia
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