El rey aragonés Jaime I, llamado El Conquistador, instauró un curioso sistema para repoblar las
tierras que iba haciendo suyas. Para ello, inventó una medida de superficie
llamada la jobada, que consistía en
la cantidad de tierra que podían arar dos bueyes en un día. A cada familia que
venía a establecerse en las tierras conquistadas, le concedía tantas jobadas
como miembros había en dicha familia. A este rey se le atribuye otra anécdota,
muy probablemente falsa: fue el inventor de la palabra “caray”. Se cuenta que, estando sitiado en Valencia, tuvo el
capricho de comerse unas cabezas de ajos tiernos. Los sirvientes salieron de
las murallas para coger unos cuantos con los que servir al rey, pero los
enemigos los descubrieron y los mataron. A todos menos a uno, que pudo regresar
con una sola cabeza de ajos en sus manos. El rey, al verla, exclamó “car all” (caro ajo), que en algunos
sitios se pronuncia “car ai”.
Estatua de Jaime I en Valencia |
No será sin embargo por nada de esto por lo que se recuerde a
este rey, sino por haber sido el que anexionó las Baleares y Valencia a la
corona aragonesa e instaurado las bases para su posterior expansión
mediterránea. Su reinado es bien conocido, pues tuvo la deferencia de hacer
escribir un libro con los acontecimientos de su reinado (“Libro de los hechos del rey Jaime”). No vamos a entrar en este
artículo a desgranar los pormenores y conquistas de su vida, sino en una serie
de anécdotas y leyendas que jalonaron su vida, ya que algunas dan buena muestra
de su carácter y su figura. Empezaremos por su insólita concepción y
terminaremos por el increíble hecho de que en su sepulcro se encuentren dos
cabezas.
La asombrosa concepción
del futuro rey
Como en casi todos los matrimonios concertados, a la unión de los padres de Jaime I (Pedro II de Aragón y María de Montpellier) le faltaba amor. El rey sólo se había
casado con María por su dinero y sus posesiones, pero realmente no podía soportar
estar en la misma habitación que ella. La pareja apenas se veía, no dormían
juntos y el rey había intentado repudiar a la reina sin éxito, ya que la
solicitud de nulidad matrimonial siempre chocó con la negativa del Papa
Inocencio III a concederla. Así pues, la nobleza andaba sumamente preocupada
ante la falta de un heredero legítimo a la corona, y se puso a conspirar junto
a la Iglesia y a la propia reina para poner remedio a la situación.
Pedro II de Aragón |
El rey tenía múltiples amantes, pero no hacía ascos a alguna
más. Así que estando en Lates, un rico hombre aragonés llamado Guillén de
Alcalá rogó al rey que fuera a Miravals a encontrarse con una dama que
atendería todos sus deseos. El rijoso Pedro no se lo pensó dos veces y allí se
presentó. La alcoba a la que fue conducido estaba a oscuras y sobre la cama se
adivinaba un bulto que el rey tomó por la dama complaciente que le habían
referido. Después de una noche de (se supone) amor desenfrenado, el asombrado
rey vio entrar en la cámara al amanecer un grupo de nobles y religiosos que
imploraban su perdón. Su sorpresa y su ira crecieron cuando comprobó que la
dama con la que había estado gozando toda la noche era su propia esposa. Fue la
única noche que pasaron juntos.
Tríptico de marfil del siglo XV, representando el matrimonio de María de Montpellier (con la flor de lis) y Pedro II de Aragón (con las barras) |
Sin embargo, esa única noche no pudo ser más provechosa:
María quedó embarazada y 9 meses después (el 2 de febrero de 1208) nacía el que
sería Jaime I. Es curioso también como fue elegido el nombre del niño. La reina
encendió doce velas, cada una con el nombre de un apóstol, y la última en
apagarse fue la de Santiago (el nombre equivalente a Jaime). Pero por muy
milagroso que hubiera sido la concepción del bebé y la elección de su nombre,
el padre no quería saber nada ni del niño ni de la madre (hasta el punto de que
sufrió un intento de asesinato por parte de un sicario estando en la cuna) y no
conoció a su hijo hasta que éste tuvo dos años. Poco después, Pedro entregó a
Jaime a la tutela del señor de Montfort, más como un rehén que como un pupilo.
Tuvo gracia que fuera este mismo señor de Montfort el que venciera y matara a
Pedro II en la batalla de Muret de 1213, cuando el rey aragonés fue a auxiliar
a los cátaros de su aliado el conde de Tolosa contra los católicos cruzados del
Papa. Y más gracia aún tiene que un monarca que tenía el sobrenombre de “El Católico” muriera excomulgado y
hereje.
Jaime I |
Así pues, Jaime se vio a los cinco años huérfano (su madre
también había muerto ese mismo año) y heredero de uno de los reinos más
poderosos de la Península. Los nobles aragoneses reclamaron a Montfort el
regreso de su rey, pero éste se negó hasta que una enérgica bula de Inocencio
III en 1214 le convenció de que lo mejor sería devolver al niño a su patria.
Jaime fue puesto bajo la custodia de los templarios en Monzón hasta que
alcanzara la mayoría de edad. Comenzaba así el reinado de este rey que habría
de conquistar las Baleares y Valencia y que puso las bases para la futura
expansión de Aragón por el Mediterráneo.
La aparición de San
Jorge
Se cuenta que, durante el asedio a Mallorca, unos quinientos
infantes fueron los primeros en entrar en la plaza por una brecha en la muralla,
pero iban a ser destrozados por la enérgica resistencia de los defensores
musulmanes. Cuando la situación parecía desesperada, alguien exclamó el grito
de guerra de Aragón: “¡San Jorge, San Jorge!
¡Hiere, hiere!”. Nada más oírse el grito, un caballero de brillante
armadura montado en un caballo blanco apareció de la nada, derribó a cuantos
sarracenos se le pusieron en el camino y desapareció tan rápidamente como había
llegado. Nadie le conocía y nadie volvió a verlo después, así que los
aragoneses se convencieron de que era San Jorge, que ya anteriormente les había
hecho ganar muchas batallas.
San Jorge, en un grabado de Durero |
Las similitudes de este episodio con el de la batalla de
Clavijo, en el que el apóstol Santiago apareció en mitad de la lucha matando
moros, son evidentes. Claro que no debemos extrañarnos si pensamos que Jaime I
estuvo a punto de ser canonizado en el siglo XVII. Si nuestro rey no alcanzó la
santidad fue porque el Papa de entonces tuvo que elegir entre hacer santo a
Jaime I o al rey castellano Fernando III, y escogió a este último. En esos
momentos sólo Francia tenía a un rey elevado a los altares (Luis IX, el que
participó en la séptima y octava Cruzadas), de modo que la Santa Sede no tuvo
más remedio que compensar a la muy católica monarquía española con otro rey
santo. Sin embargo, dos reyes del mismo país en el santoral eran demasiados, de
modo que Jaime I se quedó a las puertas de los altares.
La golondrina y el
murciélago
Hay dos curiosos episodios en la vida de este rey
relacionados con los animales. El primero tiene como protagonista a una
golondrina. Estando el ejército de Jaime I acampado cerca de Burriana (ciudad
que acababa de conquistar), una de estas aves hizo su nido en el palo central
de la tienda del rey, puso allí sus huevos y al cabo de unos días nacieron los
polluelos del ave. Cuando poco después el ejército del rey se disponía a
marchar hacia Valencia, Jaime I se dio cuenta de que en lo alto de su tienda se
encontraba el nido de la golondrina, así que ordenó a sus sirvientes que no
desmontaran la tienda hasta que los polluelos hubiesen abandonado el nido.
Escudo de Valencia |
Este episodio se parece mucho a otra leyenda relacionada con
Jaime I en la que el protagonista animal es un murciélago. Al igual que en el
caso anterior, un murciélago había hecho su nido en el palo central de la
tienda del rey, que a la sazón se encontraba con su ejército en el arrabal de
Ruzafa sitiando Valencia. Una noche, mientras el ejército dormía, se empezó a
oír cómo alguien golpeaba un tambor. El rey se despertó y dio órdenes de
extremar la vigilancia. Los guardias descubrieron que un ejército de los
defensores estaba a punto de atacar el campamento, de modo que se ordenó
zafarrancho general y tras la consiguiente batalla, los moros se retiraron con
grandes pérdidas. El rey quiso premiar a quién le había alertado golpeando el
tambor, y su sorpresa sería mayúscula al descubrir que había sido el murciélago
que anidaba en su tienda, que se había dejado caer sobre dicho tambor con todas
sus fuerzas hasta despertar al rey.
Escudo de Barcelona hasta 1882 |
Otra versión de esta leyenda asegura que el murciélago hizo
el nido en el yelmo del rey, quien al ir a ponérselo al día siguiente descubrió
dentro al animal y a su cría. Pensando que el murciélago era el símbolo de la
precaución, ordenó avanzar con suma prudencia, descubriendo que los moros le
estaban preparando una emboscada más adelante. Advertido del peligro, pudo
desbaratarla causando graves pérdidas a los defensores de la ciudad. Sea o no
verdadero el episodio (en cualquiera de sus versiones), lo cierto es que el
murciélago es una figura heráldica frecuente en la corona de Aragón, así como
en los escudos de Valencia y Palma de Mallorca (y en el de Barcelona hasta
1882).
Un esqueleto con dos
cabezas
El 27 de julio de 1276 Jaime I murió en Alzira. Tal y como
había dejado escrito, fue amortajado con los hábitos del Císter y, a la espera
de poder ser enterrado en el monasterio de Poblet junto a su padre (tal y como
había sido su deseo), se le sepultó en la Catedral de Valencia. Finalmente sus
restos fueron trasladados a dicho monasterio en mayo de 1278. Sin embargo, su
descanso iba a ser de todo menos tranquilo. En 1809, soldados napoleónicos
profanaron las tumbas buscando oro y joyas. Poco después, en 1833, el
monasterio volvió a ser saqueado durante la Primera Guerra Carlista. Y
finalmente, en 1836, el monasterio fue abandonado debido a la desamortización
de Mendizábal. Las tumbas fueron de nuevo saqueadas en busca de riquezas y los
restos de los reyes de Aragón desperdigados por los suelos.
Monasterio de Poblet |
El párroco de l'Espluga de Francolí se dedicó a ir recogiendo
los restos y metiéndolos en sacos con más voluntad que acierto. Estos sacos
quedaron olvidados hasta que en 1844 se creó la Comisión de Monumentos de la provincia de Tarragona, que entre
otras cosas se encargó de recuperar los restos de los monarcas aragoneses y
trasladarlos a la Catedral de Tarragona. Cuando llegó el turno de identificar a
Jaime I, el método que se siguió fue el siguiente: como las crónicas decían que
el monarca era “un palmo más alto que
cualquiera”, se cogió el esqueleto más grande. Además estaba vestido con el
hábito del Císter, así que la cosa estaba clara (al menos eso parecía). El
problema era que dicho esqueleto estaba sin cabeza, así que se echó mano de
nuevo a las crónicas, que decían que el rey había sufrido una herida de
ballesta en la cara mientras sitiaba Valencia, de modo que se eligió un cráneo
que ostentaba una gran cicatriz en la frente.
Sepulcros de los reyes de Aragón |
Tras tan científica identificación, los restos de Jaime I
fueron metidos en un sepulcro en la Catedral de Tarragona. Y allí se quedaron
hasta que el monasterio de Poblet fue reconstruido y habitado de nuevo por
monjes en 1940. En 1952 se decidió que los restos de los reyes de Aragón
volvieran allí, y entonces es cuando se terminó de liar la cosa. Parece ser que
el arqueólogo Salvador Vilaseca se dio cuenta de que la herida que presentaba
el cráneo de Jaime I no cuadraba con la que había recibido, ya que al tener la
frente protegida por un yelmo no podía tener una cicatriz tan escandalosa. De
modo que se pusieron a buscar otro cráneo que presentara una cicatriz más
acorde. Al final dieron con uno, pero los expertos no se atrevieron a sustituir
el viejo cráneo por el nuevo, pues ambos eran probables. Así que se metieron
ambos cráneos en el sepulcro, y hasta hoy el cuerpo de este rey presenta un
esqueleto con dos cabezas. Como dice el proverbio, más vale que sobre que no
que falte.
Muy bueno. Enhorabuena por difundir tan precisamente la historia nuestra.
ResponderEliminarexcelente!!
ResponderEliminarEnhorabuena. Fantástico relato!
ResponderEliminarGracias
EliminarAgradecido por esta hermosa historia y el buen rato pasado.
ResponderEliminarGracias
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