Los otros 300 espartanos

Cuando oímos la expresión “300 espartanos”, nuestra imaginación vuela hasta las Termópilas y a la heroica batalla que allí sucedió. Gracias a la magia del cine, el nombre de Leónidas y las hazañas de su cuerpo de guardia en su lucha contra el Imperio Persa de Jerjes se han convertido en materia de conocimiento común, muchas veces tergiversado por las mismas películas que lo han dado a conocer (por ejemplo, no hubo sólo 300 griegos en la batalla, ni el ejército persa era de un millón de hombres, ni el cuerpo de élite persa conocido como “los Inmortales” llevaban máscaras japonesas a la batalla, ni…). La Batalla de las Termópilas, ocurrida en el año 480 a.C. en el desfiladero del mismo nombre, se ha convertido así en un icono de la valentía y el sacrificio de unos hombres que han pasado a la Historia como el prototipo de guerrero perfecto.

Combate entre hoplitas
Sin embargo, es poco conocido que unos 65 años antes tuvo lugar otro combate en el que 300 guerreros espartanos se enfrentaron a muerte a 300 guerreros de la ciudad de Argos. Enmarcada en una época en la que el Imperio persa aún no era una amenaza y las ciudades griegas combatían constantemente entre sí, esta batalla (conocida como “la Batalla de los Campeones”) tuvo un desenlace discutido por los dos bandos, y sus consecuencias marcaron el comienzo del dominio de Esparta sobre todo el Peloponeso a costa de la ciudad de Argos, hasta entonces considerada la más poderosa de la región, y que después de este episodio empezó a declinar. Esta es la historia de esos otros 300 espartanos.

Esparta y Argos

En el siglo VI a.C. las distintas ciudades griegas no constituían una unidad política y a menudo andaban combatiendo entre ellas. Existía una cultura común, pero eso no era inconveniente para que cada ciudad tratara de prevalecer sobre las otras, bien solas bien agrupadas por alianzas, con el fin de obtener supremacía territorial o comercial sobre las demás. Ese poso cultural que todos compartían sería muy útil en las posteriores guerras Médicas contra los persas, pero por aquel entonces éstos se hallaban conformando el que sería su gran imperio bajo el mando de Ciro el Grande y no constituían un enemigo inmediato. Así pues, los combates y escaramuzas entre las ciudades-estado (polis) griegas se encontraban a la orden del día.

Dos de esas ciudades que se disputaban el dominio del Peloponeso (la península situada al sur de Grecia) eran Argos y Esparta. Argos estaba considerada la ciudad más antigua de la Hélade (fue ocupada por primera vez al final del segundo milenio antes de Cristo, y Homero afirmaba que de allí era el mítico Agamenón), y por aquel entonces era una gran potencia desde que en el siglo VII a.C. su rey Fidón se había convertido en tirano y había conseguido el dominio sobre la celebración de los Juegos Olímpicos. Por su parte, Esparta no era aún la gran ciudad guerrera que sería tiempo después, aunque ya formaba una sociedad netamente militar desde las reformas legales que el mítico Licurgo había realizado en el siglo VIII a.C., en las que ponía las bases de lo que después sería la sociedad y el sistema de gobierno espartano.

Mapa del Peloponeso
Ambas ciudades se disputaban el control de los llanos de Tirea, una región con un alto valor estratégico. Si la dominaban los argivos, mantendrían lejos a Esparta y podrían asegurarse la supremacía sobre el Peloponeso. Si lo dominaban los espartanos, tendrían una posición desde la que poder asaltar Argos a la menor ocasión propicia. Así pues, dicho valle constituía un territorio que actuaba de tapón entre las regiones en las que estaban situadas esas dos ciudades, Laconia (región donde se situaba Esparta) y la Argólida (región donde estaba Argos). Además, los llanos de Tirea ofrecían una salida al mar que era muy valiosa en un pueblo comercial y explorador como el griego.

Falange griega
Tradicionalmente esta región había sido del dominio de Argos, pero Esparta había realizado diversos intentos de ocuparla en tiempos anteriores aunque sin éxito. Los argivos habían derrotado a Esparta en la Batalla de Hisias (hacia el 669 a.C.) gracias a que el ejército de Argos había adoptado una formación que poco después se convertiría en seña de identidad de todos los ejércitos griegos: la falange. La palabra “falange” deriva de phalangos, que significa “dedo”, y es una formación de combate en la que sus integrantes (los hoplitas) juntaban sus escudos, poniendo las lanzas encima de éstos apuntando hacia delante. De esta forma, se presentaba al enemigo un frente infranqueable de escudos erizados de lanzas, ya que la formación permitía que estuvieran activas varias filas de guerreros y no sólo la primera. Una falange avanzando por terreno llano era prácticamente invencible de frente (aunque muy vulnerable por los flancos y por retaguardia, además de por un terreno quebrado).

Esta batalla de Hisias, enmarcada en las llamadas Guerras Mesenias, había dado ventaja a Argos en la región, ya que los espartanos no eran todavía ni de lejos la gran potencia militar que fue luego. Pero Esparta se fue recuperando hasta el punto de que alrededor del año 545 a.C. volvió a ocupar gran parte de esos llanos. Por supuesto, Argos no iba a tolerar esta insolencia, y se preparó para desalojar de nuevo a los espartanos de allí. Es en este contexto donde se desarrollará la “Batalla de los Campeones”.

La batalla

Los dos ejércitos contendientes eran aproximadamente iguales, de unos 10.000 hombres cada uno. Sin embargo, los dos bandos estaban bastante cansados de guerras y no podían permitirse una carnicería (hay que tener en cuenta que los hoplitas que integraban los ejércitos griegos eran ciudadanos libres que podían pagarse su equipamiento, así que no era nada fácil reemplazar a los muertos y mutilados en combate). Así pues, los comandantes acordaron una tregua para reunirse y decidieron que, en lugar de entablar una batalla con todo el ejército, la lucha se decidiría en un duelo entre los 300 mejores soldados de cada bando. Acordaron también que el resto de los dos ejércitos se retiraría del campo de batalla, para que nadie cediera a la tentación de socorrer a sus campeones si perdían.

Hoplita espartano
La lucha sería a muerte, y ganaría quien al final de la jornada quedara dueño del campo de batalla. No habría atención médica para los heridos ni descanso para los contendientes. Sería una lucha sin cuartel ni piedad entre los mejores de cada ejército, y se quedaría con los llanos de Tirea el bando que consiguiera mantener al último hombre en pie una vez caída la noche. Ambos comandantes pensaban que el acuerdo les favorecía, ya que estaban convencidos de que sus campeones serían los mejores y que el resultado del combate le sería propicio, lo que no sólo le supondría el control de la zona en conflicto, sino que además lo haría con muchas menos pérdidas que si se libraba una batalla campal al uso.

Heródoto, la principal fuente de este encuentro, nos narra en sus “Nueve libros de Historia” que los dos ejércitos se retiraron a sus ciudades y que el día fijado para la batalla los 600 contendientes (300 por cada ejército) se presentaron allí. Después de las ofrendas y sacrificios propiciatorios, ambos bandos empezaron la lucha. No fue una batalla de dos ejércitos en miniatura luchando el uno contra el otro, sino que el encuentro fue una sucesión de duelos singulares en los que cada perdedor resultaba muerto y cada vencedor se aprestaba a combatir contra otro enemigo. No hubo descanso para nadie. Al final del día, sólo dos argivos quedaban en pie. Sus nombres eran Alcenor y Cromio. Agotados, los dos guerreros de Argos hicieron una rápida inspección del campo de batalla para asegurarse de que no quedaba ningún espartano vivo y regresaron corriendo a su ciudad para llevar la buena noticia: Argos había vencido, y los llanos de Tirea volvían a estar bajo el dominio de los argivos. O al menos, eso creían ellos.

El espartano vivo

Pero Alcenor y Cromio habían pasado por alto que no todos los guerreros espartanos estaban muertos. Uno de ellos, de nombre Otríades, aún vivía, aunque muy gravemente herido. Según Heródoto, al irse los dos soldados de Argos, Otríades se levantó, y con muchas dificultades despojó a los argivos muertos de sus armas y las llevó a su campo, permaneciendo en él de pie esperando la llegada del alba (algunas versiones afirman que, en un postrero esfuerzo, colocó también a sus compañeros caídos en su sitio junto a él, aunque es poco probable dada la gravedad de las heridas que sufría). Allí se quedó hasta que a la mañana siguiente las delegaciones de ambas naciones llegaron al campo de batalla. Cuando Otríades vio que sus compañeros espartanos habían vuelto, se quitó la vida con su propia espada delante de todos ante la vergüenza de ser el único de sus compañeros que había sobrevivido, siguiendo la tradición espartana.

Otríades moribundo, de Sergel (Louvre)
Existen otras versiones de este momento concreto. Así, algunas fuentes señalan que, al irse los dos soldados de Argos, Otríades avisó a sus ilotas (esclavos que le portaban el equipo en la marcha y que eran sus asistentes) para que le ayudaran a levantarse y poder escribir la situación en su escudo con su propia sangre. Otras fuentes afirman que el suicidio de Otríades no se debió a la vergüenza que sentía al ser el único superviviente entre sus compañeros, sino que lo más probable es que sus heridas fueran muy graves y que no tuviera posibilidades de llegar con vida a Esparta, por lo que se le indicó que debía matarse. Este gesto es de una gran relevancia, pues con él demostraba que moría por su propia mano y no por una espada argiva. De este modo, Argos no podría utilizar el argumento de que iba a morir de todos modos a consecuencia de las heridas recibidas en el combate, ya que los espartanos siempre podrían argumentar que su suicidio fue debido a estar avergonzado de haber sobrevivido y que era una tradición de su ciudad.

En cualquier caso, el desenlace de la batalla había sido lo bastante confuso como para que ambos bandos se atribuyeran la victoria. Argos argumentaba que había tenido más supervivientes. A esto Esparta respondía que en realidad el último hombre que quedó vivo en el campo de batalla era de sus filas pues los dos guerreros argivos lo habían abandonado mientras Otríades aún seguía vivo, lo que podría ser considerado una huida. Las discusiones fueron subiendo de tono hasta que al final ambas delegaciones llegaron a las manos. Finalmente se separaron, proclamando los dos bandos a lo largo y ancho de toda Grecia su victoria.

Las consecuencias del combate

La “Batalla de los Campeones”, que debía poner punto y final al conflicto que Argos y Esparta sostenían, en realidad no decidió nada. Ambas partes reivindicaban como suya la victoria, pero Esparta fue un paso más allá erigiendo en el lugar donde Otríades se había suicidado un altar a Niké, diosa de la Victoria. Naturalmente, Argos no se tomó nada bien este gesto, así que salió con todo su ejército dispuesta a darle a Esparta una lección y a zanjar el tema de una vez por todas. Los espartanos les estaban esperando, y en la batalla posterior (esta vez sí que participaron todos) Esparta venció gracias a su mejor uso de la falange y a sus superiores soldados. Los llanos de Tirea pasaron entonces al dominio de Esparta de forma definitiva.

El vaso de Chigi, primera representación de combate entre hoplitas
Heródoto narra que los argivos, que tenían hasta entonces la costumbre de llevar el pelo largo, decidieron cortárselo y no dejarlo crecer mientras que Tirea no fuese recobrada (asimismo, se prohibió que ninguna mujer llevase alhajas de oro), mientras que los espartanos que tenían la costumbre contraria (es decir, llevar el pelo corto) se lo dejaron crecer desde entonces, no cortándoselo hasta obtener una victoria en batalla. En realidad, esta costumbre proviene de muy atrás, pues el pelo largo es un distintivo de nobleza (el mismo Aristóteles sostenía que pelo largo y trabajo manual no eran demasiado compatibles), pero es un detalle bonito para contar.

Argos y Esparta siguieron odiándose durante muchos años. Esparta fue conquistando nuevos territorios y consolidándose como la potencia hegemónica en el Peloponeso. En el año 505 a.C. ambas ciudades entraron nuevamente en guerra tras la decisión argiva de imponer una multa a las ciudades de Egina y Sición, aliadas de Esparta. Aunque los espartanos no lograron tomar la ciudad (según la leyenda, porque sus mujeres la defendieron con valor ante la ausencia de los hombres), finalmente derrotaron al ejército de Argos en la batalla de Sepea en el año 494 a.C. con más de 6.000 bajas argivas (más de dos tercios de su población masculina adulta). El ejército espartano llevó a cabo posteriormente un brutal exterminio de todos los hombres de Argos para asegurarse de que nunca más la ciudad volviera a ser una molestia. Y para terminar, decir que en el trascurso de las Guerras del Peloponeso (hacia el 420 a.C.), Argos desafió a Esparta a una nueva Batalla de Campeones. Como es natural, Esparta lo rechazó, al tener mucho más que perder que los argivos.
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Las defenestraciones de Praga

Si miramos en el Diccionario de la RAE la definición de la palabra “defenestrar”, nos encontraremos con dos acepciones. La primera dice que el término significa “lanzar a alguien por una ventana”; y etimológicamente así es, pues defenestrar deriva de la unión de las palabras latinas “de” (que significa “desde”) y “fenestra” (que significa “ventana”). Lo curioso es lo que dice la segunda acepción: “Destituir o expulsar a alguien de un puesto, cargo, situación, etc.”. Así, cuando alguien se libra de un rival se dice que lo ha defenestrado. Lo más interesante del asunto es que esta acepción tiene su raíz en cuatro hechos históricos ocurridos en Praga.

Segunda Defenestración de Praga, de Karel Svoboda
Y es que los checos han aportado muchas cosas a la Humanidad, desde las lentes de contacto hasta la cerveza Pilsen (por mucho que los alemanes insistan en que es una idea suya). Y una de esas aportaciones ha sido librarse de los rivales políticos por el método de tirarlos por la ventana más próxima. Hasta cuatro veces se ha dado esta circunstancia a lo largo de la Historia, pero sin duda la primera y la tercera vez han sido las más famosas, por ser consideradas las desencadenantes de sendas guerras. En este artículo las desentrañaremos todas, incluida la cuarta y última (que tengamos noticia), sin duda la más misteriosa de todas.

Primera defenestración (1419)

El principio del siglo XV fue muy convulso en Bohemia (un territorio que actualmente forma parte de la República Checa). Adelantándose un siglo a las ideas de Lutero, un sacerdote y profesor de la Universidad Carolina llamado Jan Hus predicaba que la Iglesia Católica debía reformarse y volver a las esencias de la Biblia. Desde la Capilla de Belén en Praga, Hus condenaba la división de la Iglesia (que en esos momentos estaba en pleno Cisma de Occidente, con un Papa en Roma y otro en Aviñón), criticaba la corrupción moral de los sacerdotes y sobre todo clamaba contra la venta de indulgencias (que aseguraban el cielo a cambio de una generosa contribución a la Iglesia). Propugnaba regresar a las raíces, de forma que los sacerdotes volvieran a ser pobres, y animaba a los feligreses a no obedecerlos, pues para él era evidente que vivían en pecado.

Ejecución de Jan Hus
Ni Roma ni Aviñón se tomaron demasiado en serio a este predicador bohemio, hasta que Hus empezó a desarrollar una posición en contra del papado. Hus planteaba que la verdadera Iglesia era invisible y rechazaba que se debiera obediencia al Papa, llegando a identificar a la Iglesia Católica con el Anticristo. Naturalmente, estas afirmaciones no hicieron mucha gracia a la jerarquía eclesiástica, por lo que Hus fue excomulgado. Hasta ese momento tenía el apoyo del rey de Bohemia Wenceslao IV, pero la excomunión de Hus junto a la acusación de que en su corte se protegían herejes hizo que ese apoyo le fuera retirado. La situación se agravó cuando el Papa proclamó contra Praga un interdicto (por lo que se prohibía la celebración en la ciudad de cualquier sacramento, así como bodas o entierros) mientras Hus estuviera en Praga.

Para no alargar más la explicación, acabaremos diciendo que Jan Hus fue condenado a la hoguera el 6 de julio de 1415 por el Concilio de Constanza (al que ingenuamente había asistido para defender sus posiciones). Sin embargo, sus ideas tuvieron un amplio eco en la sociedad bohemia, donde obtuvo un buen número de seguidores llamados husitas. Pero ni siquiera ellos estaban unidos, pues se dividían entre moderados (utraquistas, formados por la burguesía y la baja nobleza y apoyados por la Universidad de Praga) y radicales (taboritas, con ideas antinobiliarias y antigermánicas, con creciente protagonismo). El concejo de Praga era contrario a esta última corriente, a la que veía como un peligro.

Primera Defenestración de Praga
El 30 de julio de 1419, el predicador taborita Jan Zelivsky organizó una procesión junto a sus seguidores que debía acabar a las puertas del Ayuntamiento, como medida de presión para conseguir la liberación de algunos husitas encarcelados. A este motivo se unía un creciente nacionalismo y un desacuerdo entre las posiciones de la nobleza y de la Iglesia. En el trascurso de la manifestación, una piedra lanzada desde la ventana del concejo acertó a Zelivsky en la cabeza. En respuesta, la multitud entró a la fuerza en el edificio y agarró al Alcalde, a un juez y a cinco miembros del concejo y los tiraron por la ventana. Algunos murieron por la caída, y otros fueron asesinados por los seguidores de Zelivsky que estaban en la calle. Este incidente provocó las llamadas Guerras Husitas, que se prolongarían hasta 1436.

Segunda defenestración (1483)

Las Guerras Husitas terminaron con la victoria católica y con la práctica extinción de la rama radical de los husitas, los taboritas (que quedaron muy reducidos en número, aunque no en fervor combativo). Incluso la rama moderada, los utraquistas, volvieron al seno de la Iglesia tras la aceptación de los acuerdos llamados Compactata de Praga. Sin embargo, las tensiones religiosas siguieron latentes a lo largo de todo el siglo XV, sumadas a los sentimientos nacionalistas bohemios. Se sucedían largos periodos de anarquía en los que sólo imperaba la ley del más fuerte. Este caos pareció solucionarse cuando se eligió nuevo rey al caudillo husita Jorge de Podiebrad. De hecho, este rey fue el único de confesión protestante de toda la historia del país. Sin embargo, a su muerte en 1471 y tras la elección como rey del católico Vladislao II, las cosas volvieron a empeorar.

Vladislao II
Y es que la elección de este rey devolvió el poder en Praga a los católicos, que junto a los husitas moderados, trataron de cortar por lo sano matando o haciendo huir a cuanto husita radical se encontraran. Naturalmente, éstos no estaban muy dispuestos a dejarse matar, y como no hay mejor defensa que un buen ataque, tomaron la iniciativa y en la mañana del 24 de septiembre de 1483 se presentaron ante los Ayuntamientos de la ciudad vieja y la ciudad nueva. Allí asesinaron y luego tiraron por la ventana los cadáveres de los Alcaldes y de algunos miembros de los concejos que tuvieron la mala fortuna de encontrarse allí en ese día. Los taboritas cumplían así una de sus máximas, que era ni más ni menos que matar a todos los que ellos consideraban “herejes” (es decir, los no taboritas), aunque por lo menos esta segunda defenestración no provocó ninguna guerra.

Tercera defenestración (1618)

Casi dos siglos después de los acontecimientos narrados con anterioridad, la situación no había mejorado mucho. Si bien es cierto que en 1609 se había aprobado por parte del Emperador Rodolfo II la “Carta de Majestad” que garantizaba la libertad religiosa en Bohemia y la libre elección de religión a sus habitantes, los problemas de elección del nuevo Emperador hacían que las tensiones religiosas y políticas estuvieran a flor de piel. A la muerte de Rodolfo II en 1612 le sucedió como Emperador su hermano Matías, pero había un problema: Matías no tenía descendencia directa, por lo que las dos ramas de los Habsburgo (la austriaca representada por Matías y los archiduques, y la española representada por Felipe III) debían llegar a un acuerdo para la sucesión futura. Finalmente se acordó que el futuro sucesor del Emperador Matías sería su primo Fernando de Estiria. Y aquí se agudizaron los problemas.

Y es que el tal Fernando era un católico recalcitrante e intransigente, y lo había demostrado sobradamente en el Ducado de Estiria, que gobernaba desde 1595. A pesar de que los nobles bohemios y húngaros dieron su aprobación a la decisión en 1617 (por lo que Fernando se convertía desde ese momento en Rey de Bohemia y futuro Emperador), la inquietud entre ellos era grande, pues no sólo veían amenazada su libertad religiosa sino también su autonomía política, ya que Fernando era partidario de centralizar el poder y fortalecer la figura del Emperador frente a los territorios que conformaban el Imperio.

Tercera Defenestración de Praga
Estas fricciones estallaron al fin en 1617, cuando el todavía Emperador Matías ordenó la demolición de dos templos protestantes porque a su entender se habían construido ilegalmente en dos ciudades bohemias. La delegación de notables que estas ciudades enviaron a Praga no tuvo mucha suerte en sus demandas, pues todos sus miembros fueron encarcelados. Así pues, los nobles bohemios, reunidos en asamblea, elevaron una súplica al Emperador el 5 de mayo de 1618 pidiendo que reconsiderara su decisión y que aboliera la introducción de la servidumbre (otro punto de fricción entre Bohemia y Viena). Sin embargo, el Emperador hizo caso omiso y declaró la asamblea de nobles ilegal. El conflicto estaba servido.

Guerra de los Treinta Años
Una parte de los nobles bohemios decide entonces pasar a la acción. El 23 de mayo, encabezados por el conde de Thurn, se dirigen al castillo de Hradcany en Praga en busca de los delegados imperiales (los que gobiernan Praga en nombre del Emperador) Jaroslav Martinitz y Wilhelm Slavata, los apresan junto a un escribiente llamado Fabricius y les aplican un método familiar para los bohemios: arrojarlos por la ventana más cercana. Los tres infortunados caen sobre un montón de estiércol, lo que permite que salven su vida (lo más grave fue que Slavata se desmayó y tuvo que ser cargado por Martinitz y Fabricius en su huida), aunque su dignidad queda bastante maltrecha. Los insurrectos no van más allá, como queriendo dejar claro que el episodio iba contra estos impopulares delegados y no contra el Emperador mismo. Sin embargo, éste no se lo tomó demasiado bien, y además de ennoblecer a la familia del escribiente con el título de von Hohenfall (que significa literalmente “caídos desde lo alto”), decide poco después formar un ejército y entrar en Bohemia para volver a imponer el orden.

Curiosamente, esta defenestración tuvo un alto valor simbólico para ambos bandos, pues mientras los protestantes vieron en él el símbolo de su liberación frente a la tiranía católica austriaca, los católicos vieron en la supervivencia de los defenestrados una señal del cielo de que Dios estaba con ellos y les ayudaría a ganar. Lo que no está en discusión es que este incidente se considera el punto de partida de la Guerra de los Treinta Años, una guerra que arrasó Europa hasta 1648 y que, hasta la llegada del siglo XX y sus dos guerras mundiales, fue el mayor conflicto de la Historia. Lo que empezó siendo una guerra local pronto arrastró a todos los países checos (Bohemia, Silesia, Lusacia y Moravia) y poco después al resto de los países europeos. Durante 30 años, 72.000 alemanes, 40.000 suecos y finlandeses, 100.000 franceses, 68.000 holandeses, 38.000 daneses, 25.000 escoceses, 82.000 ingleses, 47.000 rusos, 200.000 hombres provenientes de la monarquía española, unos 250.000 del Sacro Imperio Romano y unos 50.000 de Polonia se masacraron entre sí en uno de los episodios más sangrientos de la historia europea.

Cuarta defenestración (1948)

Esta es sin duda la más misteriosa de todas las defenestraciones de Praga. En algún momento entre la noche del 9 y la mañana del 10 de marzo de 1948, el Ministro de Asuntos Exteriores checoslovaco Jan Masaryk cayó por la ventana de un cuarto de baño de la sede del Ministerio. Masaryk era en esos momentos el ministro más popular del Gobierno por ser hijo de un querido dirigente anterior (Tomas Garrigue Masaryk, que llegaría a ser el primer presidente de Checoslovaquia en 1918) y por haberse dirigido por radio desde Londres a la población checa durante la recientemente terminada Segunda Guerra Mundial para darle ánimos.

Jan Masaryk
Pero el rasgo más importante de Masaryk radicaba en que no era comunista. De hecho, era el único ministro no comunista de todo el gabinete. Aspiraba a tener una buena relación con la Unión Soviética, pero no renunciaba a que su país entrara en el Plan Marshall y desde luego no quería que Checoslovaquia se convirtiera en un satélite de Moscú. Así que fue sumamente oportuno para los soviéticos que apareciera muerto en pijama bajo una ventana el 10 de marzo de 1948. La investigación de la StB (la policía secreta checoslovaca) se cerró pronto con una conclusión: ha sido un caso claro de suicidio, ya que eran conocidas las depresiones del ministro. Desaparecido el estorbo de Masaryk, se formó un gobierno exclusivamente comunista que precipitaría el cambio de régimen.

Sin embargo, en 2002 se reabrió el caso y las nuevas conclusiones no pudieron ser más diferentes a las que se llegaron en su día. Para empezar, la posición del cuerpo sugiere que Masaryk trató de protegerse en la caída. Además, la distancia entre la ventana de la que cayó y el lugar donde apareció el cuerpo era excesiva para un hombre de 61 años y más bien grueso, teniendo en cuenta que el viento no pudo llevarlo hasta allí. Así pues, la nueva investigación sugiere que Masaryk no se suicidó, sino que fue “invitado” a saltar. Pero, ¿quién lo invitó? Los archivos recientemente desclasificados de la policía secreta checa no contienen mucha información al respecto y dan a entender que no participaron. Sin embargo, aún no han visto la luz los archivos de la KGB sobre el caso, por lo que no sabemos si el espionaje soviético pudo estar detrás. En cualquier caso, la muerte de Masaryk no hizo sino continuar con una larga tradición checa, con exponentes en los siglos XV, XVII y XX. Así que ya saben, es mejor no discutir con un checo cerca de una ventana abierta.
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"USS Porter", el barco más gafe de la Historia

Los marineros siempre han tenido fama de supersticiosos. La lista de objetos y prácticas que dan mala suerte en un barco es prácticamente infinita, desde llevar un paraguas a bordo o silbar en el curso de una travesía (se consideraba que ambas cosas atraían a las tormentas) a infligir daño a un albatros (se creía que los marineros muertos se reencarnaban en ellos). Asimismo, en la historia militar se han producido innumerables casos de incompetencia, y algunos de ellos ya los hemos narrado en anteriores artículos (véanse, por ejemplo, “La batalla de Karánsebes” y “El ataque inglés a Cádiz de 1625”).

USS William D. Porter
Lo que no es nada común en la Historia es encontrar un episodio en que incompetencia y mala suerte vayan unidas. Este es el caso del barco del que hablamos en este artículo. Las peripecias que le acontecieron al destructor USS William D. Porter (más conocido dentro de la flota norteamericana como “Willie Dee”) parecen escritas por los Hermanos Marx, con aderezos de los Monty Python. Episodios de incompetencia iban seguidos de otros de pura mala suerte, hasta hacer de este barco el más gafe del que se tenga noticia. Conozcamos un poco mejor su increíble historia.

El ancla y la carga de profundidad

Botado el 27 de septiembre de 1942, el Porter era un destructor de la clase Fletcher. Entró en servicio el 6 de julio de 1943 con una tripulación formada en su mayoría por chicos jóvenes (su media de edad era de 24 años). Incluso su capitán,  Wilfred Walter, era joven para el puesto. Pero no debemos extrañarnos, ya que eso era lo normal en la marina norteamericana de la época. Como todos los de su clase, demostró unas muy buenas cualidades marineras durante sus pruebas en el mar. Una vez finalizadas dichas pruebas, fue asignado a la Base de Norkfold a finales de septiembre y desde allí fue realizando diversas pruebas de combate junto a otros navíos de la flota. Todo parecía ir de maravilla, puesto que el barco daba muestras de buen comportamiento en batalla. Así que, en noviembre de 1943 recibió la orden de dirigirse a la desembocadura del río Potomac y esperar instrucciones para su próxima misión.

USS Iowa
A pesar de que la dotación era joven e inexperta (12 de los oficiales del Porter se embarcaban en una misión de combate por primera vez), su entusiasmo por entrar en combate era enorme; pero la verdad es que la cosa no iba a empezar nada bien. Nada más salir, se produjo el primer episodio de mala suerte de nuestro buque. A alguien se le olvidó izar por completo una de las anclas, de modo que cuando el capitán ordenó “Atrás despacio” para sacar el barco del puerto, se escuchó un atronador ruido de madera y metales arrancados. El ancla mal subida se había enganchado en el mercante de al lado y le había arrancado barandas y varios botes y balsas salvavidas. Como el tiempo apremiaba (le esperaban en menos de 24 horas), el capitán Walter apenas musitó unas breves disculpas y se fue a toda prisa del puerto rumbo a su misión.

Y esa misión no era cualquier misión. Se trataba nada menos que de dar escolta al acorazado USS Iowa (considerado entonces el buque insignia de la Armada estadounidense), que transportaba al Presidente Roosevelt hasta el puerto africano de Mers el-Kebir, desde donde viajaría a las conferencias de El Cairo y Teherán a reunirse con Churchill y Stalin. Junto a Roosevelt viajaban el Secretario de Estado Cordell Hull, el Jefe de Operaciones Navales Ernst J. King y un grupo de generales y personalidades hasta un total de 80 miembros de la delegación. El Porter formaría parte de la escolta junto a otros dos destructores y dos portaaviones ligeros, y su misión consistiría en dar protección antisubmarina a la escuadra en su viaje atravesando el Atlántico (infectado de submarinos alemanes, los temibles U-Boot).

Churchill, Roosevelt y Stalin en Teherán (1943)
Debido a lo delicado de la misión, y en previsión de que pudieran ser descubiertos por los submarinos alemanes, los barcos debían ir a la máxima velocidad y se había decretado un absoluto silencio de radio, al fin de no ser detectados. Sin embargo el 12 de noviembre, cuando atravesaban el Mar de los Sargazos (una zona en la que los submarinos alemanes habían hundido recientemente varios barcos), se produjo una gran explosión y una enorme columna de agua saltó del mar. Inmediatamente, todos los vigías empezaron a tocar zafarrancho de combate como locos y los barcos comenzaron a hacer maniobras evasivas. Era evidente que un U-Boot les había descubierto. Esta situación se prolongó hasta que, pocos minutos después, el Porter informó que la explosión había sido debida a que se había soltado una de sus cargas de profundidad que no tenía el seguro puesto y había caído al mar. Y la cosa pudo ser mucho peor, porque antes de caer al agua, la carga de profundidad estuvo rodando por la cubierta del barco sin que explotara.

Los novatos del “Willie Dee” estaban causando muchos problemas, pero la cosa iba a empeorar. Una enorme borrasca afectó al convoy, lo que ralentizó su marcha, pero lo malo es que una ola barrió la cubierta del Porter arrastrando a un marinero. Dada la naturaleza de la misión, la escuadra no podía pararse para realizar una labor de rescate, por lo que el marinero fue dejado a su suerte y murió. Poco después, las máquinas empezaron a perder potencia, por lo que el convoy se vio obligado a ralentizar su marcha hasta que se pudiera reparar la avería. Cuando finalmente lo consiguió, el Porter tardó varias horas en alcanzar su posición en la escuadra. El Almirante al mando de la misión, Ernst J. King, estaba empezando a hartarse de los novatos del “Willie Dee”, así que llamó a su capitán Wilfred Walter a bordo del Iowa y le abroncó duramente. Walter regresó al Porter de bastante mal humor e impuso durante los días siguientes un duro programa de adiestramiento a la tripulación, decidido a no fallar más.

El torpedo

Quizá para calmar los alterados ánimos de todos, el 14 de noviembre Roosevelt propuso a la tripulación del Iowa que le hiciera una demostración de sus defensas antiaéreas. Varios globos meteorológicos se soltaron y, cuando estaban a suficiente altura, fueron barridos por una ola de fuego del acorazado. El Porter, a 6.000 metros de distancia, observaba el ejercicio cuando vieron que los restos de los globos eran arrastrados en su dirección por el viento. Ansiosos de agradar, se sumaron a la fiesta, y dispararon contra dichos restos (algunos incluso hicieron blanco). El capitán del Porter estaba crecido, así que ordenó un simulacro de ataque con torpedos. La diferencia entre un simulacro y un ataque real era que en el simulacro se retiraban las cargas que lanzaban al torpedo fuera del tubo (y por lo tanto el torpedo no saltaba al agua), pero por todo lo demás era idéntico. Naturalmente, para que el simulacro fuera correcto y sirviera de algo, se necesitaba apuntar a un blanco real. Y nada mejor que apuntar al Iowa, que con sus 270 metros de eslora ofrecía un blanco perfecto.

Se simuló el lanzamiento del primer torpedo, que por supuesto no salió del tubo. Después de comprobar el rumbo que habría tomado, se simuló el lanzamiento del segundo torpedo, que por supuesto tampoco salió del tubo. Tras nuevamente comprobar el rumbo que habría tenido, se dio la orden de lanzar el tercer torpedo… y todos escucharon horrorizados que el torpedo esta vez sí que salía del tubo, caía al agua y se dirigía contra el Iowa. ¡Acababan de lanzar un torpedo contra el Presidente! Como se había impuesto el silencio de radio, Walter ordenó que se le hicieran señales luminosas en morse al Iowa informándole de que había un torpedo en el agua. El nervioso marinero encargado de hacerlo, se equivocó y transmitió que el torpedo se alejaba del Iowa. Inmediatamente, consciente de que se había equivocado, intentó transmitir al acorazado que pusiera sus máquinas en “Atrás toda”, pero se equivocó nuevamente y en realidad transmitió que el Porter se había quedado atascado en “Atrás toda”.

Torpedo saliendo de un destructor
En vista de que el Iowa no hacía nada (algo normal, dado los confusos mensajes que recibía), Walter decidió romper el silencio de radio, y transmitió nervioso “¡Lion (León), Lion, responda rápido!”. Cuando se le preguntó la razón por la que había roto el silencio, Walter, frenéticamente dijo “¡Torpedo en el agua! ¡Lion, caiga a estribor! ¡Emergencia! ¡A estribor, Lion, caiga a estribor!”. Por suerte para todos, los tripulantes del Iowa no eran unos novatos, así que inmediatamente empezaron la maniobra a toda máquina, mientras tocaban zafarrancho de combate. El viraje fue tan violento que Roosevelt, todavía en la cubierta sentado en su silla de ruedas, casi salta por la borda. Sus guardaespaldas tuvieron auténticas dificultades para sujetarlo, e incluso uno de ellos sacó su pistola dispuesto a disparar al torpedo.

Afortunadamente, la maniobra evasiva tuvo éxito y el torpedo pasó de largo explotando en la estela del Iowa. Todos en el Porter dejaron de contener el aliento cuando vieron que el torpedo había fallado, pero inmediatamente volvieron a contenerlo cuando vieron a las tres torres triples de 406 mm del Iowa apuntarles con la seria amenaza de dispararles y echarlos a pique. En el acorazado no sabían si había sido un error o un atentado premeditado, así que exigieron respuestas inmediatas. Walter sólo pudo balbucear “Perdón, hemos sido nosotros”. Tras analizar la situación, un encolerizado (hasta extremos difíciles de describir) Ernst J. King expulsó al Porter del convoy y le ordenó que tomara inmediatamente rumbo a la base de Bermuda. Al final del día, Roosevelt escribió en su diario: “Lunes, demostración de artillería. El Porter nos lanzó un torpedo por error. Lo vi, falló por unos 1.000 pies (300m)

La estancia en el Ártico y el incidente del cañón

Cuando el Porter arribó a la base de Bermuda, una unidad especial de marines le estaba esperando. Asaltaron el barco sin ningún miramiento y arrestaron a toda la tripulación. No sólo tuvo el dudoso honor de ser el primer barco que lanzaba un torpedo a su Presidente, sino que también el Porter fue el primer barco en que toda su dotación fue arrestada. De inmediato, empezaron los interrogatorios: ¿Había espías nazis? ¿El objetivo era matar al Presidente o sólo abortar la reunión? Que el capitán tuviera un nombre “tan alemán” no ayudaba, desde luego. Y el hecho de que los detonadores de los torpedos no apareciesen suponía un problema para la investigación; hasta que el marinero Dawson confesó que se había olvidado de retirar la carga del tercer torpedo y que, en vista del jaleo que se había armado, tiró todos los detonadores al mar para ocultar lo ocurrido. La investigación concluyó que no había espías a bordo y que todo había sido un accidente debido a la monumental torpeza de Dawson, que fue condenado a 14 años de trabajos forzados (aunque Roosevelt le otorgó un perdón presidencial y ordenó a la Marina que no tomara represalias contra él).

Base de Dutch Harbor
La Marina decidió enviar al Porter a aguas en las que no pudiera hacer daño, así que lo destinó a Dutch Harbor, en pleno Ártico. Allí patrullaría las heladas aguas de Alaska y las Islas Aleutianas, donde no había posibilidad de que disparase a ningún presidente. Aunque la Marina trató de silenciar el incidente del torpedo, la noticia corrió como la pólvora y pronto todos los marinos estadounidenses la conocieron, de modo que cuando veían al “Willie Dee” siempre lo saludaban con “¡No disparen, somos republicanos!” (Roosevelt era demócrata) o “¡Alto el fuego, nosotros no votamos a Roosevelt!”. Ser destinado al Porter era considerado casi un castigo. La tripulación llevaba con resignación la fama de torpes, así que se esforzaron por hacer bien su trabajo para quitársela. Y el caso es que lo fueron consiguiendo, ya que cada vez eran más expertos y los errores se fueron convirtiendo en algo aislado. Todo iba bien… hasta el incidente del cañón.

Y es que durante un permiso entre dos periodos de maniobras, uno de los marineros regresó borracho al barco y no se le ocurrió mejor idea que disparar la artillería principal del buque. Así que se subió a una de las torretas, elevó un cañón y disparó antes de que pudiera ser detenido. El destino, la mala suerte o como se quiera llamar hizo que dicho cañón estuviera apuntando precisamente a la residencia del comandante de la base, que en ese momento estaba celebrando una fiesta con los principales oficiales y sus esposas. El proyectil estalló en el jardín delantero de la casa, y muchos de los invitados salieron nerviosos a escrutar el cielo buscando bombarderos japoneses. Afortunadamente nadie salió herido (salvo el césped de la casa), pero la reputación del “Willie Dee” volvió a caer bajo mínimos.

Gran final en el Pacífico

Pero a pesar de esa reputación, la Marina no podía permitirse el lujo de tener a un barco ocioso en el Ártico por muy gafe que fuera. La guerra en el Pacífico estaba tocando a su fin, y todos los recursos disponibles eran necesarios. Así que el Porter tomó rumbo hacia el Pacífico occidental y empezó a participar en misiones de escolta en Filipinas, y posteriormente en los desembarcos de Mindoro y el Golfo de Lingayen. Su comportamiento fue normal, y aunque todos lo vigilaban por si se le ocurría hacer de las suyas, por una vez el Porter estuvo a la altura de las circunstancias. A finales de marzo de 1945 fue asignado como apoyo de las fuerzas que invadirían la isla de Okinawa, y nuevamente la mala suerte se cebó en nuestro destructor.

Y es que a pesar de haber cambiado de capitán (Charles M. Keyes había sustituido al infortunado Wilfred Walter), la cabra siempre tira al monte. En los primeros compases de la batalla de Okinawa, y teniendo la misión de bombardear las defensas de la isla como preparación al desembarco, acribilló accidentalmente al USS Luce. Poco después fue asignado a la defensa contra los kamikazes que asolaban los barcos norteamericanos y que estaban causando cuantiosas bajas entre la flota. Uno sólo de esos aviones llevaba a bordo suficiente explosivo como para hundir un destructor medio, y derribarlos era fundamental antes de que consiguieran acercarse siquiera a uno de los barcos. El buque derribó cinco de ellos. Desafortunadamente, y fiel a su desastrosa reputación, también derribó tres aviones propios.

El Porter hundiéndose
El 10 de junio, una formación de kamikazes fue detectada por la barrera de destructores, y uno de los aviones picó hacia el Porter. El destructor formó inmediatamente una barrera antiaérea, pero el avión picó para esquivarla y recuperó la sustentación a pocos metros de las olas. Finalmente, los artilleros del Porter consiguieron alcanzarle a menos de 50 metros del barco, y el avión cayó al mar. Todo parecía estar solucionado… ¿O no? Y es que el avión (un D3A1 “Val”, obsoleto como avión de combate pero no como kamikaze) había entrado limpiamente en el agua sin explotar y continuaba su trayectoria por debajo de las olas, con tan mala suerte que explotó justo debajo del “Willie Dee”. La explosión fue tan fuerte que el barco saltó en el agua, y las grietas y los daños al destructor fueron irreparables. Tres horas después, el USS William D. Porter se hundía, no sin antes haber evacuado a toda su tripulación.

Se escenificaba así un final a la altura del resto de la trayectoria de este auténtico gafe de los mares. El Porter, fiel a su mala suerte, fue hundido por un avión que ya había sido derribado. Curiosamente, siempre cuidó bien de su tripulación, y la única baja que tuvo en su historia fue la del marinero que se perdió en el Atlántico durante su misión de escolta a Roosevelt. Una misión que se mantuvo en secreto hasta 1958, año en que se desclasificaron los documentos relativos al caso. Y a pesar de recibir cuatro estrellas de combate por sus servicios durante la Segunda Guerra Mundial, el nombre del USS William D. Porter fue borrado del registro naval el 11 de junio de 1945. Nunca más ningún barco llevó ese nombre. Con lo supersticiosos que son los marineros, no es de extrañar.
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Alexander Selkirk, el auténtico Robinson Crusoe

Casi todos conocemos la historia de Robinson Crusoe. Aparecida por primera vez en 1719 en forma de novela narrada de manera falsamente autobiográfica, las peripecias de este náufrago que sobrevivió durante 28 años en una isla desierta después de sufrir un naufragio ha encandilado a multitud de lectores de todas las edades desde que fue publicada, y más modernamente el cine ha hecho el resto. Considerada la primera novela inglesa moderna, esta obra proporcionó a su autor, el escritor Daniel Defoe, fama universal y está considerada una de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos.

Portada del libro "Robinson Crusoe"
Lo que pocos conocen es que esta novela está basada en varias personas reales y en sus peripecias como náufragos en distintas islas, pero sobre todo está inspirada en las aventuras y desventuras de Alexander Selkirk, un marino británico que vivió cuatro años solo en una isla del Pacífico Sur (bautizada posteriormente como Isla de Robinson Crusoe) después de ser abandonado allí por el capitán de su barco, y que sería rescatado por uno de los piratas más famosos al servicio de Su Muy Graciosa Majestad Británica, Woodes Rogers. Conozcamos las aventuras de Alexander Selkirk, el auténtico Robinson Crusoe.

Bajo el mando de William Dampier

Alexander Selkirk (nacido Selcraig) vino al mundo en Fife (Escocia) en 1676 y era el séptimo y último hijo de John Selcraig, un curtidor de pieles. En principio, seguir los pasos de su padre era el destino natural para Alexander. Sin embargo, parece ser que en su juventud fue convocado por un tribunal local con cargos poco claros, pero que tenían que ver con una “conducta indecorosa en la iglesia”. Como muchos otros en su situación, en lugar de presentarse ante el tribunal, decidió escapar y enrolarse como marinero. Después de servir en diferentes navíos, en 1703 finalmente se enroló como piloto (el equivalente al cargo actual de primer oficial) en el Cinque Ports, uno de los barcos de la expedición que capitaneaba William Dampier.

William Dampier
En aquella época (en plena Guerra de Sucesión Española), las potencias europeas se estaban peleando en Europa a base de bien y apenas había tropas que poder enviar a las colonias. Así que Inglaterra, para perjudicar el comercio español y francés en América, empezó a extender patentes de corso en abundancia (se cuenta que la reina Ana I Estuardo las firmaba con los espacios del beneficiario y el barco en blanco). Estos documentos facultaban legalmente al propietario a ejercer la piratería contra los enemigos de la corona inglesa, a cambio de compartir con ella el botín. Una de estas patentes de corso cayó en manos de William Dampier, que organizó una expedición compuesta por dos barcos, el Cinque Ports y el St. George, con la idea de atacar el “Galeón de Manila” (galeón que recorría una vez al año la ruta entre Acapulco y Manila y recogía toda la recaudación del comercio español en el Mar de China).

Aunque la historia española lo recuerde principalmente como pirata y corsario, William Dampier fue también un gran explorador. Fue el primero en cartografiar las costas de Australia (que por aquel entonces recibía el nombre de Nueva Holanda) y Nueva Guinea. Descubrió la Isla de Nueva Bretaña y circunnavegó el globo tres veces siendo el primero en realizar tal hazaña. Sin embargo, había sido despedido de la Marina Real en 1.701 después del hundimiento de su barco (el HMS Roebuck) y haber sido acusado de brutalidad con sus subordinados. No obstante, al calor de la piratería de Estado que Inglaterra iba a ejercer, encontró una segunda oportunidad.

El abandono de Selkirk

Como ya hemos dicho antes, el plan de Dampier consistía en doblar el Cabo de Hornos, atacar cuanto barco francés y español se encontrara, asaltar alguna población y finalmente, capturar el “Galeón de Manila” antes de que éste llegara a Acapulco. Un plan de lo más ambicioso, sin duda. Los dos barcos de la expedición se dirigieron al extremo sur de América dispuestos a pasar al Océano Pacífico; sin embargo, conforme se acercaban al Cabo de Hornos las dificultades no tardaron en aparecer. Los dos barcos, el St. George y el Cinque Ports tuvieron que soportar tres tormentas que los dejaron bastante maltrechos, especialmente a este último.

Isla de Más a Tierra, en un mapa de la época
Una vez pasados al Océano Pacífico, se dirigieron hacia el norte bordeando la costa y pusieron sitio a la ciudad minera de Santa María en Panamá, con escaso resultado. Poco después, realizaron un ataque a dos barcos mercantes que dejaron a los buques ingleses con bastantes desperfectos. La mala alimentación y las enfermedades que sufrían los miembros de la tripulación eran motivo frecuente de queja entre los marineros, que eligieron como portavoz al piloto del Cinque Ports, Alexander Selkirk. Los barcos corsarios ingleses llevaban casi un año navegando con pocos resultados, así que también los capitanes empezaron a tener discrepancias y decidieron separarse. El St. George, al mando de Dampier, continuó hacia el norte y el Cinque Ports, capitaneado por Thomas Stradling y con Selkirk como piloto, puso rumbo al archipiélago de Juan Fernández (actualmente perteneciente a Chile) para abastecerse de agua y víveres.

Una vez llegados a una de las islas de dicho archipiélago (la Isla de Más a Tierra, a más de 600 kilómetros de la costa continental chilena) Selkirk se plantó ante el capitán y exigió que el barco fuera reparado antes de continuar. Dijo que si no lo hacían, el peligro de hundimiento era muy grande y que prefería quedarse en tierra antes que volver a embarcar en semejante cascarón de nuez. Supongo que eso último lo dijo de farol, pero el capitán Stradling le tomó la palabra y abandonó a Selkirk en la isla con un mosquete y algunas balas, una libra de pólvora, un hacha, un cuchillo, una cazuela, una Biblia, ropa y algunos instrumentos de navegación, además de sus efectos personales.

Bahía de Cumberland, donde Selkirk fue abandonado
A Selkirk se le acababa de aplicar un castigo que era bastante común ante casos de motín, y el capitán Stradling había interpretado (bastante libremente, todo hay que decirlo) que su piloto se estaba amotinando. Zarpó de la isla dejándole en tierra, a pesar de las protestas de Selkirk. Lo más curioso de todo es que la predicción de Selkirk de que el barco se iría a pique si no se reparaba se cumplió un mes más tarde, pues el Cinque Ports naufragó tras una tormenta frente a la isla de Malpelo (actualmente perteneciente a Colombia). Los pocos supervivientes (incluido el capitán Stradling) fueron apresados por barcos españoles y llevados a Lima, donde pasaron cuatro años de penoso cautiverio. Así que, bien mirado, de todos los tripulantes del Cinque Ports Selkirk fue el que afrontó un destino más liviano.

La estancia en la isla

Según el mismo Selkirk narraría más tarde, los ocho primeros meses fueron los peores. No se separaba de la costa esperando ver algún barco a lo lejos y se alimentaba de los crustáceos, moluscos y tortugas marinas que encontraba. Tenía miedo de adentrarse en el interior de la isla, pero la vida en la playa era bastante incómoda, así que estaba constantemente en un dilema. “Al principio no comía nada hasta que el hambre me obligaba, ni me acostaba hasta que no podía más del cansancio”, narró años después. Finalmente, los leones marinos tomaron la decisión por él. Y es que cuando llegó la época de apareamiento de estos animales, la playa empezó a llenarse de machos muy agresivos que fueron ocupando todo el espacio disponible. Así pues, a Selkirk no le quedó más remedio que adentrarse en el interior de la isla.

Isla de Más a Tierra, en un mapa actual
El archipiélago de Juan Fernández no había estado siempre deshabitado. Años antes, tanto el descubridor del archipiélago (el portugués al servicio de España Juan Fernández, al que las islas deben su nombre) como los monjes jesuitas habían tratado de colonizar la Isla de Más a Tierra, aunque finalmente desistieran de sus intentos. Sin embargo, fruto de estas fallidas colonizaciones había en el interior de la isla animales que nadie podía imaginar que estuvieran allí, especialmente cabras. Selkirk se dio cuenta de que estos animales se podían cazar con facilidad y de los que podía aprovechar no sólo su carne, sino también su piel. Además, pudo complementar su dieta con peces, crustáceos y vegetales salvajes. Selkirk plantó también un pequeño huerto con las semillas de nabos que los jesuitas habían dejado abandonadas.

Construyó asimismo dos cabañas con la madera del árbol de pimienta, abundante en la isla. Una de ellas la destinó a dormir y la otra a cocinar. Cuando su ropa se fue deteriorando hasta casi verse convertidas en harapos, se hizo un traje de piel de cabra gracias a los conocimientos de curtidor que había adquirido de niño. Además, fabricó varios cuchillos con los anillos de hierro de un barril abandonado (afilando el metal contra las rocas). Sin embargo, ahora que parecía que la vida en la isla le iba mejor, dos problemas se le plantearon. El primero era que la pólvora empezaba a escasear, así que empezó a cazar las cabras “a la carrera” (según él mismo contó, cazó unas 500 en su estancia en la isla). El segundo era que las ratas eran también abundantes en la isla y, según él mismo dijo, “le roían los pies mientras dormía”, por lo que tuvo que domesticar unos cuantos gatos (que también los había) para mantenerlas a raya.

Ilustración de Robinson Crusoe
Pero lo peor de todo era la soledad. A pesar de que en la novela de Defoe el personaje encuentra un compañero (el famoso “Viernes”), en la realidad Selkirk estuvo solo todo el tiempo que pasó en la isla. Para entretenerse y mitigar esa soledad, se pasaba el tiempo grabando su nombre en los árboles, domesticando crías de cabra para que le hicieran compañía y leyendo la Biblia en voz alta para oír una voz humana, aunque fuera la suya propia. Sólo dos barcos fondearon en la isla durante el tiempo que Selkirk permaneció allí.  El problema era que esos barcos llevaban pabellón español y, al ser Selkirk escocés y con pasado corsario, lo más probable era que lo hubieran apresado si lo hubiesen visto, así que tuvo que esconderse de ellos en el interior de la isla. Selkirk narró después que, en una de esas ocasiones, los españoles le habían descubierto y le habían disparado, persiguiéndole hasta la espesura del bosque. No obstante, y aunque llegaron a aliviarse bajo el árbol donde Selkirk estaba encaramado, no lograron descubrirle y se marcharon “después de cazar algunas cabras”.

El rescate

El 1 de febrero de 1709, el famoso corsario inglés Woodes Rogers llegó a la Isla de Más a Tierra con sus dos barcos, Duke y Duchess, y se encontró con que en la playa ardía una hoguera, algo inusual en una isla que se creía deshabitada. Al día siguiente, un hombre descalzo y vestido con pieles de cabra salió de la espesura agitando los brazos. La emoción le impedía hablar (además, casi había olvidado su propio idioma), pero finalmente pudo pronunciar la palabra “abandonado” y acto seguido estalló en llanto. Tras 4 años y 4 meses de soledad, Alexander Selkirk acababa de ser rescatado. Claro que a punto estuvo de no subir a bordo del Duke cuando se enteró que su piloto era nada menos que ¡William Dampier! (el corsario al mando de la expedición que lo abandonó). Hubo que convencerle de que Dampier sólo era el piloto, pues había sido degradado a su vuelta a Inglaterra tras la expedición anterior, y que el capitán de esta expedición era Rogers.

Woodes Rogers y su familia
Una vez a bordo del Duke, Selkirk se aseó, afeitó y vistió con ropas normales. Fue nombrado segundo oficial del barco y la expedición se dirigió al norte con el objetivo de atacar (¿a que no lo adivinan?) el “Galeón de Manila”. Y el caso es que lo consiguieron. A finales de 1709, el Nuestra Señora de la Encarnación y Desengaño (que hacía la ruta Manila-Acapulco) fue capturado por la expedición de Rogers, haciéndose con todas sus riquezas. En más de 250 años que la ruta del “Galeón de Manila” estuvo en funcionamiento, sólo cuatro veces se dio la circunstancia de que fuera capturado (esta ocasión fue la segunda). A pesar de que esta captura les debería haber hecho ricos, diversos pleitos entre los miembros de la expedición y la Compañía de las Indias Orientales hicieron que Rogers, Dampier y Selkirk obtuvieran menos beneficio de su hazaña que el que les hubiera correspondido en justicia.

Lo que sí consiguió Rogers fue una gran fama, sobre todo después de escribir un libro donde narraba sus aventuras, y que tuvo muy buena acogida (especialmente todo lo relacionado con el rescate de Selkirk). Dicho libro, titulado “A Cruising Voyage Round the World”, fue lo que hoy denominaríamos un superventas, haciendo del autor un hombre nuevamente rico. Años después Rogers fue nombrado primer Gobernador de las Bahamas, acabando con la piratería en la zona del Caribe. Quién lo iba a decir de alguien que había sido anteriormente un exitoso corsario. El libro de Rogers cayó finalmente en manos de Daniel Defoe, que se basó en él (y en la historia de otros náufragos) para escribir su exitosa novela “Robinson Crusoe”.

Daniel Defoe, autor de "Robinson Crusoe"
¿Y qué fue de nuestro protagonista? Selkirk no se adaptó bien a su vuelta a la civilización. Cuando fue rescatado, tardó varios meses en poder llevar de nuevo zapatos, o tomar comida y bebida normal. A su regreso a Inglaterra, narraba sus aventuras de taberna en taberna. Regresó a Escocia sin haber cobrado su parte del botín y se vio envuelto continuamente en altercados y peleas por culpa de la bebida. Finalmente, la nostalgia se impuso y en 1717 se alistó en la Marina Real. Murió el 13 de diciembre de 1721 de fiebre amarilla, mientras estaba a bordo del HMS Weymouth. Su cuerpo fue arrojado por la borda, volviendo para siempre al océano que tanto amaba. Tras su muerte, aparecieron dos mujeres que decían ser su esposa reclamando sus bienes, y luego se supo que había engañado a ambas. Como homenaje a su historia, el gobierno chileno renombró en 1966 la Isla de Más a Tierra como “Isla de Robinson Crusoe”, y la cercana Isla de Más Afuera como “Isla de Alexander Selkirk” (a pesar de que Selkirk nunca la pisó). Las aventuras de Selkirk alcanzaron así la inmortalidad, aunque siempre las asociaremos a alguien con otro nombre.
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